El sitio de memoria Esma ha sido declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Esta decisión adquiere una dimensión trascendente por cuanto deja bajo el resguardo de la conciencia universal los hechos acontecidos en ese predio. Se trata de un gesto de reparación para la memoria de todos aquellos cuya dignidad fue atropellada en los años más oscuros de nuestra historia: crímenes de lesa humanidad se les llama. Pero no solo eso. El terrorismo de estado que imperó en la República Argentina incurrió en las más graves afrentas a nuestra condición de seres hablantes. Las treinta mil personas desaparecidas y los cientos de niños y niñas apropiados que aún no recuperaron su identidad constituyen un agujero en el entramado social cuyas consecuencias seguiremos sufriendo por décadas.

Es que el Nombre, ese nudo por el cual una comunidad adquiere la dignidad de tal, supone el reconocimiento del Otro como condición para que la convivencia sea posible. De esta forma, si la finitud es nuestra condición existencial, la imposibilidad del duelo que los genocidas implementaron con su plan de exterminio no fue la respuesta puntual a ningún grupo sedicioso o insurrecto sino la materialización de un proyecto que buscó aniquilar las bases simbólicas por las cuales esta nación alguna vez dejó de ser una colonia.

De allí que la gesta de Memoria, Verdad y Justicia sea la brújula con la cual toda lucha por el bienestar de nuestro pueblo debe guiarse. En ella está presente el trabajo, el coraje, la inteligencia y el valor de los compañeros y compañeras desaparecidxs y el de los organismos de derechos humanos, cuyo indeclinable bregar permitió y permite los juicios a los genocidas y el decisivo reconocimiento que la Unesco acaba de consagrar. Si bien esta gesta ha dejado marcas indelebles en la subjetividad de los argentinos, la lucha no termina nunca. El ser hablante porta una tendencia mortífera y caótica que bajo diferentes máscaras y semblantes suele hipnotizar a las multitudes y envilecer el discurso apropiándose de las palabras más caras a la existencia: Libertad, Honestidad, Amor; Moral, etc. Pulsión de muerte la llamó Freud, Lacan se encargó de remitirla al “campo de concentración, sobre el cual nos parece que nuestros pensadores, al vagar del humanismo al terror, no se concentraron lo suficiente”, al dejar en claro la resistencia que el mundo intelectual opuso en su momento al reconocimiento de este oscuro aspecto de la condición humana.

El actual presente de nuestro país no podría ser mejor testimonio de esta trampa ominosa que hoy amenaza la democracia. Acompañar a nuestra juventud, escucharla, hablar con ella, cuidarla, es nuestro deber si es que algún grado de madurez hemos adquirido aquellos que sobrevivimos al terrorismo de estado. Los testimonios de los nietos restituidos constituyen quizás la mejor prueba de que el nombre y la carga afectiva que le acompaña proviene del Otro.

Por ejemplo, las palabras de Matías Darroux Mijalchuk --nieto recuperado 130-- ponen en primer plano el lugar que al deseo del Otro le cabe a la hora de establecer una filiación. “Gracias por no dejar de buscarme” ,dijo este hombre que hace cuarenta años --cuando contaba con cuatro meses de edad-- fue abandonado en la calle a metros de la Esma (el mismo predio que hoy ha sido declarado patrimonio de la humanidad) para luego ser entregado a quienes lo criaron. Es que, de acuerdo a la perspectiva psicoanalítica, no contamos con una identidad autofundamentada. Nos identificamos a un rasgo --un Nombre-- que viene de ese Otro cuyo deseo nos trajo a la vida. Así, lo que resuena desde el fondo de los tiempos es un hueco que testimonia nuestra inconsistencia existencial: si quieren, ese vacío que se incorpora en el banquete totémico. Desde esta perspectiva no hay crimen más perverso que la privación del nombre. La marca que atestigua nuestra ligazón con el Otro es nuestro más íntimo tesoro, el pasaporte de nuestro ser social. La cifra que nos acoge como sujetos de la palabra.

El filósofo Roberto Espósito opone inmunitas a communitas para caracterizar a las actuales sociedades que, según su opinión, viven sin deuda. Por supuesto que el concepto no nos es aplicable en materia financiera habida cuenta de las pesadas obligaciones que soporta nuestro país, pero sí en algún grado respecto al débito que el terrorismo de Estado intentó eliminar cuando --para abonar el advenimiento del capitalismo salvaje-- implementó la desaparición forzada de personas y el robo sistemático de bebés: nos referimos a la deuda que supone la filiación simbólica.

Por lo pronto, si un sujeto es lo que un significante representa para otro significante, un niño robado es un significante robado. Suena muy raro, pero es así. Solo existimos como significantes, dice Lacan. Ahora bien ¿robado a quién? El sentido común indicaría que al niño apropiado durante la dictadura militar. Sin embargo la transmisión simbólica que funda una communitas indica lo contrario. Les fue arrebatado primero a quienes gestaron en su deseo el advenimiento de un sujeto en el mundo y después al niño. “La insistencia de personas a las que aprecio, valoro y respeto me llevó a la reflexión de 'no podés ser tan egoísta' (...) Pero dejé de mirarme el ombligo y empecé a pensar en el otro. ¿Y si hay un otro que está sufriendo, angustiado, buscando hace tanto tiempo, esperando y vos no querés ir a darte un pinchazo en el dedo? Al final lo hice”, dijo Matías al recuperar su identidad.

Se trata de que si el nombre --tal como el deseo-- viene del Otro, un sujeto se apropia de su “nombre propio” al transmitirlo, sea a sus hijos, en sus obras, en el intercambio con sus amigos, en sus cartas, en el lazo social. Se trata de un pase, tal como el testimonio que brinda un sujeto cuando, al dar cuenta de su experiencia como analizante, transmite esos significantes que anudan su economía libidinal: los nombres de goce. Cuando esos fonemas privados se ponen al servicio del sujeto, establecen una relación de íntima vecindad. Una ley que ha dejado de ser privada.

El nombre, que es un significante, representa a un sujeto para otro significante --que en este caso es la comunidad hablante toda-- por eso cada desaparecido/a y cada bebé robado/a es un lugar menos en el ser social que nos habita como seres hablantes. Esta perspectiva es la que hace del psicoanálisis un discurso que requiere indispensablemente de la vigencia del estado de derecho, ya que su práctica no admite significantes robados sino que, por el contrario, impone recuperarlos para así ampliar “las fronteras del yo”, como dice Freud; o para recuperar goce, como afirma Lacan. Por otra parte, más que en ningún otro, cada niño restituido deja en claro que el padre --lejos de encarnarse en un señor de carne y hueso-- es una función llamada a ser cumplida por quienes asumen el mandato que hace de la transmisión simbólica el eje donde se asienta el lazo social.

Porque si el plan sistemático de desaparición forzada de personas se alzó con la suerte de cientos de niños, sus familias en cambio --esas personas que comparten el nombre de los padres-- eligieron honrar aquella deuda. Asumir la transmisión simbólica supone aceptar que hay algo más allá de mí que me constituye, aunque paradójicamente no me pertenezca porque viene del Otro: he aquí una deuda que, por supuesto, es impagable. La memoria del Nombre.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.