En el ensayo titulado “Utopía, modernismo y muerte”, Fredric Jameson decide abordar una cuestión que, a diferencia de las reflexiones sobre la cultura del Primer y Tercer Mundo, no se ha tratado o bien se ha rechazado, esto es, una cultura del Segundo Mundo. Según Jameson “la existencia de algo así como una cultura genuinamente socialista, una literatura socialista basada en una formación socialista caracteriológica y pedagógica, es algo que tendrá que reconocerse cada vez más, ahora que han desaparecido de todo el Este soviético, las instituciones y los sistemas de propiedad socialista”. Desde luego no se refiere, más señala, que tal cultura es “enormemente diferente del ‘realismo socialista’ y guarda una relación íntima con algún lejano futuro de la historia humana que el resto de nosotros no está en condiciones de anticipar”.

Un rasgo fundamental que considera imprescindible es indagar acerca de qué formas de sentir, pensar y vincularse poseían quienes estaban viviendo en una sociedad “que no es de mercado, ni de consumidores ni de consumo” inmersa “en el intento de alcanzar un sistema radicalmente diferente” que libera “la imaginación y la fantasía utópica de un modo diferente del nuestro, un modo que incluye diferentes tipos de modalidades narrativas” entre las que no se incluye al llamado realismo socialista, que en realidad, podría decirse, no es ni lo uno ni lo otro. Problemático resulta entonces “el modo de acceso a una era cuya estructura de sentimientos es, cuando menos, substantivamente diferente de la nuestra”. Y para abordar la cuestión hace centro en la principal novela de uno de los mayores escritores de las primeras décadas del período soviético, Chevengur, de Andréi Platónov. Para Jameson se trata de “un clásico nuevo, del que solo se conocían unos pocos relatos cortos en los años veinte y treinta”: Platónov compuso esa obra entre los años veintisiete y veintiocho cuando estaba por iniciarse la política de colectivización forzada.

Esa condición que le atribuye Jameson de clásico nuevo se debe muy probablemente a la dificultad o más bien, la prohibición, de que se publicaran sus numerosas obras durante el corto lapso en que vivió y que fue entonces en otro contexto en que fue posible leer a un autor que es para Jameson “un gran escritor modernista” y por tanto le adjudica “la voluntad que tienen las grandes obras modernistas de ser algo más que mero arte de trascender una estética meramente decorativa y culinaria, para alcanzar la esfera de lo que, diversamente, se identifica como lo profético o lo metafísico, lo visionario o lo cósmico, el reino en el que la estética y la ética, la política y la filosofía, la religión y la pedagogía” que además “se pliegan todas juntas alrededor de una vocación suprema”. Se puede acordar plenamente con esta valoración cuando nos enfrentamos a la obra de Platónov y más teniendo en cuenta lo señalado por Jameson respecto del imaginario peculiar en que se emplazan sus obras.

Con los obreros: Platónov es el del centro, con abrigo de cuero

INGENIERO, PERO NO DE ALMAS

La famosa y muy citada frase de Stalin definiendo a los escritores como “ingenieros de almas” se asoció muy rápidamente a la idea de una función limitada y excluyente de la literatura: las obras debían inculcar a los lectores los principios del socialismo (menos según el corpus cuya cúspide sería Marx que acorde con el Manual escrito por Stalin), y así se debían rechazar devaneos asociados a la decadencia, el vanguardismo, visiones subjetivas como manifestaciones de individualismo, creencias tradicionales religiosas o míticas, las singularidades de la muy variada población, etcétera, y exaltar con exactitud y sin complejidades de estilo las políticas que el devenir de la Revolución en manos de Stalin, fue adoptando.

Para los escritores esto significaba allanarse a estas directivas –solución preferida por los mediocres– o bien, cuestionarlas en diversos grados y en un abanico que iba desde quienes sostenían posturas netamente antirrevolucionarias y añoraban el regreso al zarismo hasta quienes, siendo comunistas o “compañeros de ruta” como los definiera Trotsky, no podían aceptar acríticamente ni las imposiciones limitadoras de la creación literaria ni dejar de cuestionar u oponerse, o al menos dudar, de lo beneficioso o acertado de las directivas impartidas respecto de la nueva organización social.

Entre ellos estaba Andrei Platónovich Klimentov (tal el verdadero nombre de quien después adoptara su patronímico como apellido) quien efectivamente fue ingeniero egresado del Politécnico Ferroviario. Desde su adolescencia estaba familiarizado con la tierra y las máquinas dado que, para ayudar a mantener a la numerosa prole de un padre empleado del ferrocarril, trabajó en este rubro, en fundiciones y fábricas. Partidario de la Revolución de Octubre y soldado voluntario del Ejército Rojo, también fue corresponsal de la guerra contra el contrarrevolucionario Ejército Blanco, así como autor de textos poéticos, narraciones y artículos. La revista as férreas publicó su primer relato titulado “El siguiente”: fue el debut como escritor. En 1921, luego de la victoria roja, apareció en Krasnodar el libro de versos Profundidad celeste. Un año antes había ingresado al Partido Comunista, pero las relaciones posteriores con este distaron de ser armoniosas.

Al producirse la sequía de 1921, Platónov privilegió sus conocimientos como ingeniero por sobre la literatura, trabajando intensamente en el mejoramiento de suelos y la electrificación. Todo esto le proporcionó una experiencia radicalmente sustancial que alimentó su escritura no sólo en cuanto a personajes y temas sino también y sobre todo, en relación a la lengua: tuvo contacto directo con obreros, campesinos, funcionarios, sin olvidar las maquinarias ni las fuerzas de la naturaleza (era notorio su modo de referirse a ambas cosas, como dotadas de vida propia), a lo que cabe agregar las magníficas representaciones de animales; por ejemplo, los que figuran en Dzhan o el oso de Kotlovan. Y la importancia del contexto, o sea, las enormes transformaciones a todo nivel puestas en marcha por la Revolución.

Platónov, que nunca dejó de ser comunista, aportó para ella sus capacidad técnica al tiempo que no dejaba de explorar sus dilemas y problemas que obviamente incluían los de las almas, “el estudio minucioso del intrincado mecanismo de la vida” según señaló el poeta Evgueni Evtuchenko en el prólogo a relatos de Platónov que incluyen el magnífico Dzhan (nombre de una localidad, tomado de la expresión popular turcomana que significa “alma que busca la felicidad”). Y cuyo protagonista ejerció en todo caso la ingeniería de almas al suscitar en los moribundos habitantes del poblado lo que Jameson llama “una especie del deseo del deseo” por haberlos salvado de perecer de hambre y abandono de toda esperanza para que, fortalecidos, encontraran por sí mismos la felicidad.

En 1926, compuso La patria de la electricidad, donde el habla de los trabajadores que se esfuerzan por hacer funcionar una máquina con los pocos medios que tienen, pone de manifiesto el peculiar estilo de Platónov, la combinación en boca de los campesinos de las nuevas frases, instituciones y consignas de la Revolución, con su habla, costumbres e imaginario, lo que en tal peculiar lenguaje, exhibiendo variaciones personales, muestra cómo reciben y entienden los cambios. Y también, cómo en sintonía y con la pericia necesaria, las máquinas responden en este caso en medio de una naturaleza propicia: “ahora el motor giraba a buena revolución, se calentaba poco y su sufrida voz de cansancio había dejado de cantar desde las profundidades de su rígido ser. Caminé alrededor de la máquina, que latía de la tensión, y contemplé satisfecho el tranquilo paso de la noche por el mundo; que el tiempo esperara, porque no pasaba en vano: la máquina trabajaba bien y bombeaba agua a los secos campos de los pobres”.

Portada de la edición de Colihue de El pozo de cimientos

LA GRAN CASA DEL PROLETARIADO

Entre ese mismo año y el siguiente, Platónov compone El pozo de cimientos, recientemente aparecida en traducción argentina, y cuyo título en ruso es Kotlovan, término sin equivalente en castellano, en tanto designa exclusivamente el tipo de excavación que se realiza para construir un edificio. Es el tiempo de la colectivización forzosa y el proceso de eliminación de los kúlaks o campesinos propietarios quienes desde el inicio de la Revolución acaparaban el grano y contrabandeaban. La apertura realizada en el marco de la NEP (Nueva Política Económica, propuesta por Lenin) no dio el resultado esperado. Se liquidó la NEP y, ya en el poder, Stalin ordenó el fortalecimiento de las granjas colectivas o koljoses y sovjoses y la expropiación y represión a los kúlaks. Simultáneamente en Kotlovan aparecen el trabajo de excavación y la política hacia los campesinos pobres –los muyiks– y hacia los enemigos kúlaks. Todo esto, a través de una serie de personajes que, lejos de cualquier estereotipo o simplificación exhiben sus sentimientos, sueños, temores, penurias, pensamientos y obsesiones. Como la de Vóshev por encontrar la verdad que no cesa de buscar, por ejemplo cuando hunde la pala en la tierra, y se esperanza en que esta habría de manifestarse materialmente: “la infancia crecería, la alegría se haría pensamiento y el hombre futuro encontraría reposo para sí en esta casa sólida”.

La ternura que Platónov supo imprimir a muchas escenas de sus relatos al destacar la necesidad de abrigo y cuidado, por ejemplo en Chevengur, aquí se manifiesta sobre todo en la protección que le dan a la nena huérfana Nastia en especial, porque piensan en que el futuro que están construyendo a través de sus esfuerzos y sacrificios –coherente con la idea del cristianismo ortodoxo de que la felicidad se alcanza a través del sufrimiento– habrían de disfrutarlo los entonces niños o muy jóvenes. Así el obrero Yáchev dice: “soy un monstruo del imperialismo, y el comunismo es cosa de niños, por eso yo quería a Nastia”.

La gran excavación estaba destinada a construir “la casa comunal” para terminar con “viviendas pobres de distinto tipo y convencionalismos aburridos, y asimismo el cementerio donde fueron enterrados proletarios fallecidos sin felicidad antes de la revolución”. En los cimientos y en las reformas agrarias están involucrados un conjunto diverso de personajes, entre ellos el delegado sindical, el ingeniero, los cavadores, campesinos y hasta un pope. El narrador omnisciente es testigo de los hechos, además de lo que transmiten los diálogos. En los párrafos narrados en tercera persona, al manifestarse lo que los personajes sienten y piensan, se hace evidente la combinatoria entre el modo impersonal de la narración de Platónov con el despliegue de subjetividades, esto último iría contra el mandato de “objetividad” del realismo socialista y sus idealizados y achatados personajes.

En una cita que incorpora a su excelente prólogo Omar Lobos, traductor de El pozo de cimientos, Maxim Gorki, que reconoce el talento de Platónov, sin embargo objeta: “El modo en que ilumina la realidad tiene un carácter lírico-satírico, lo cual, se comprende, es inadmisible para nuestra censura”. Y si a esto se le suma que los textos de Platónov traslucen cuestionamientos a la burocracia estatal y, como en “El dudante Makar” (publicado en 1929 en la revista Octubre), reflexiones críticas acerca de medidas y reglamentaciones oficiales, es bastante comprensible que muy pocos textos suyos lograran eludir la prohibición de ser publicados y recién aparecieran en Rusia, como el caso de Kotlovan, en 1981.

Portada de la edición de Tusquets de Moscú feliz

LA FELICIDAD DE MOSCÚ

Pese a todo, Platónov no deja de escribir. Empieza a darle forma al relato Moscú feliz en 1934. Entre 1936 y 1937 aparecen algunos de sus cuentos, pequeño triunfo, ya que al año siguiente, durante el período en que las persecusiones arreciaban indiscriminadamente, fue arrestado su hijo Platón Platónov, un adolescente de quince años acusado de un complot o algo así. Intercedieron por él escritores oficiales como Mijaíl Shólojov y unos años después fue liberado, se casó y tuvo un hijo, pero murió a los veinte años por la tuberculosis contraída en prisión.

Al recorrer la vida de Platónov surgen contrastes notables: momentos de afianzamiento como ingeniero y escritor, condecorado por su trabajo en el mejoramiento de suelos y por su actuación como corresponsal para el periódico Estrella roja durante la Gran Guerra Patria (o sea la que los occidentales llaman Segunda Guerra Mundial), valorado por otros escritores aun con objeciones como las de Gorki, y períodos de padecimientos familiares y económicos o denostaciones y censura, quizá la última fue por su relato de 1946 El regreso, publicado en la revista Novi Mir. Si bien se dijo que su hijo le contagió la tuberculosis, según declaró su esposa, lo cierto es que la contrajo durante la guerra. Enfermo y sin posibilidad de publicar su obra, vivió los últimos años escribiendo y traduciendo cuentos para niños. Murió en Moscú el 5 de enero de 1951. Eligió el nombre de esta ciudad para la protagonista del relato que había comenzado casi veinte años antes y que, inconcluso como quedó, apareció por primera vez en una antología titulada El país de los filósofos, junto a textos críticos y posteriormente en forma autónoma, cuya excelente traducción argentina realizó Alejandro González.

Moscú Ivánovna Chestnova la llamaron en el orfanato a la niña que perdió de muy pequeña a sus padres, a tan corta edad que no recordaba su propio nombre. Pero sí le quedó grabada la imagen de un muchacho que corría con una antorcha por las calles cuando se iniciaba la Revolución. Moscú se aplicó en la escuela y expresó su deseo de vivir “de manera corriente con la felicidad”, disfrutaba contemplando la naturaleza (según ese rasgo característico de muchos relatos de Platónov) y deseaba construir el socialismo. Eligió estudiar en la escuela de Aeronáutica y adquirió cierta notoriedad por su descenso en un paracaídas en llamas: la llamaron “la etérea joven comunista”. Incansable y valiente, admirada y amada aún a la distancia, en especial por el cirujano Sambikin, el ingeniero Sartorius, el profesor de esperanto Bozhko y el soldado reservista Komiaguin, prosiguió su vida no sin desazones y heridas. Típicos personajes platonovianos, todos estos indagan la vida y la muerte buscando develar sus misterios. También aquí, como en otros relatos, la errancia, el movimiento físico y psíquico persiste y tiene lugar en un mundo cambiante, valga la comparación entre la transformación de la ciudad capital y las de la homónima joven. La intensificación del cambio se aprecia al final de la novela en lo que podría considerarse una verdadera metamorfosis del personaje Sartorius.

Tanto Lobos como González, han logrado verter a nuestra lengua una prosa que por su complejidad pudo ser considerada intraductible. Tal la opinión del poeta ruso Iosif Brodsky. Como se lee en el posfacio a El pozo de los cimientos, Brodsky (él mismo exilado de la Unión Soviética porque, como el personaje Vóshev pensaba demasiado, aunque vale destacar que jamás quiso jugar el papel decorativo del “disidente” al estilo Vladímir Nabókov) afirma que Platónov nunca fue enemigo de la utopía ni un individualista, sino “que él escribía en la lengua de la utopía, en la lengua de su época, y ninguna otra forma del ser determina la conciencia tanto como la lengua”.

Estatua de Platónov en Volonezh, Rusia

Moscú feliz

Tusquets

176 páginas

El pozo de los cimientos

Colihue

224 páginas