Parece tiempo de gallos de riña para el cine y la televisión argentinos. Cuando el Nelson de Peter Lanzani anda con el suyo en brazos en la notable serie de Bruno Stagnaro Un gallo para Esculapio (que parece la continuación de Okupas, treinta años más tarde), el Mateo de Leonardo Sbaraglia sale de la cárcel y va en busca de El Rey, su gallo. El año es 1934, tiempos de dictadura militar, y a Mateo lo han encerrado tres años en Punta Alta, nos enteraremos más tarde, por disturbios al orden público, que es la fórmula que solía usarse con los anarquistas, los subversivos de su tiempo. Cada paso de Mateo parece un paso hacia atrás: en busca de El Rey, de su viejo camión, de su compañero de andanzas, que ya no quiere saber nada con aquello, de su novia, que tiene un bebé, ayuda en la iglesia (¡en la iglesia, una ex anarquista!) y parece sorprendida con su regreso.

Pero la busqueda lleva a la vez a Mateo hacia adelante, yendo de Trenque Lauquen a Guaminí y de Guaminí a Tres Arroyos, subido al viejo camión: No te olvides de mí es una película de caminos que anda en camión. Arriba del camión van tres, porque Mateo vio, en una estancia, que los dos hijos de un peón buscaban a su padre, y se ofreció a llevarlos. Su mirada deja claro que los lleva por la chica, Aurelia, campesina veinteañera, arisca y desconfiada (Cumelén Sanz), que igual que la gente de su pasado no quiere saber nada con él. Su nerviosismo hace pensar que no quiere saber nada no por él, sino por ella. Falto de padre, su hermano menor, Carmelo (Santiago Saranite), no tardará en simpatizar con este hombre que le enseña, entre otras cosas, cómo es un motor y cómo se maneja. Corresponde señalar que mientras Sbaraglia confirma su crecimiento de la última década, los debutantes Sanz y Saranite no ofrecen ni un resquicio de duda.

Camión + camionero + pasajera + chico puede hacer pensar en Las acacias, la premiadísima película argentina donde la convivencia ablandaba durezas y todos terminaban abrazados, para deleite del público. Por suerte acá no. Egresada de la FUC, la realizadora y guionista debutante Fernanda Ramondo parece tener clarísimo que si a algún punto no quiere llegar es al de “fueron felices y comieron perdices”. Aunque tampoco le dé por andar desbarrancando camiones ni nada por el estilo. Simplemente respeta los tiempos, reservas y resquemores de sus personajes, sin forzarlos a nada conclusivo y dejando abierta la posibilidad de que unos kilómetros más adelante vaya a saber. Así como en el terreno interpersonal Ramondo maneja con tino y discreción las acciones y reacciones de sus personajes, no ocurre lo mismo en el terreno político. No se comprende muy bien qué es lo que hace de Mateo un anarquista, más allá de que su camión es su casa (pero eso no hace de nadie un anarquista). No hay a lo largo de los 87 minutos ninguna rebelión contra la autoridad, ni contra la iglesia, ni contra los patrones, hasta el punto que uno se pregunta qué necesidad había de hacer del personaje un seguidor de Bakunin o Kropotkin.

A cambio de esa debilidad, en los últimos minutos Ramondo suma dos grandes momentos, cuya emotividad exclusivamente basada en la minuciosa observación de la conducta, en un caso, y en la recuperación de un motivo introducido previamente, en el otro, hacen pensar, salvando todas las distancias que correspondan, en el arte de John Ford, que dominaba ambos recursos con maestría definitiva. Por un lado, el momento en que Aurelia sube al camión de Mateo, por primera vez con una morosidad que denota el gusto con que lo hace, mientras observa cada detalle con una atención nueva, como si a partir de ahora ese camión-casa fuera también de ella. Enseguida, un silbido muy lejano, el mismo con el que en la primera escena se había introducido al personaje de Mateo, y que anuncia ahora su regreso. Son dos momentos de cine purísimo, muy poco frecuentes en el cine contemporáneo, que sirven como premio final a quienes vayan a ver esta película y a la vez le indican al crítico la conveniencia de prestar atención a los próximos pasos de Fernanda Ramondo.