Antes de resignarse al topónimo meramente geográfico, Bahía Blanca tuvo muchos nombres. Fue sucesivamente Huecufú Mapu -la Tierra del Diablo-, Nueva Buenos Aires, Puerto Esperanza y Fortaleza Protectora Argentina. A fines del siglo diecinueve el periodismo la llamó La Liverpool Argentina; la maldición indígena original se transformaba en su contrario, en una época afecta a las utopías viables Bahía era imaginada como capital de una Nueva Provincia, una tierra de promisión. Sin embargo, no tardará en frustrarse aquel sueño y se convertirá, por el lado de la literatura, en una ciudad signada por la desilusión. Antes de que Eduardo Mallea la llamara La Bahía de Silencio, Roberto J. Payró la bautizó Pago Chico. Un siglo más tarde Guillermo Martínez completó el dicho con su Infierno Grande.

Buen escondedor, Payró disimuló en su texto -y allí estriba la eficacia del libro, que fue leído como la alegoría de toda vida pueblerina- que aquel Pago Chico, publicado en 1908, era el relato de su experiencia bahiense. Nacido en Mercedes en la Pascua de 1867 durante la epidemia de cólera, a los veinte años ya tenía publicadas un par de comedias y su primer libro de cuentos -Scripta- cuando se trasladó con su hermano a la ciudad del sur junto a su padre, que era el gerente del Banco Provincia. Una modesta fama lo precedía. Pese a su juventud, fue recibido con el beneplácito admirado, típico con que en el interior se ve a cualquiera venido de Buenos Aires. Máxime si ya porta un cierto aura de escritor con obra en curso, algo que escaseaba en el pago, por entonces con apenas unas cinco mil almas.

A poco de llegar las páginas de El Porteño, uno de los dos diarios de entonces, lo contarán entre sus colaboradores. Dueño de una pluma ágil y entrenada, Payró se divertía: dio a luz sueltos paródicos en los que iba fraguando una de sus marcas de estilo bajo títulos como La rabona o Coquetería, que intercalaba con sutiles viñetas irónicas sobre la vida urbana. Hábil observador, no escatimaba opiniones de pretensión sociológica que iba decantando en textos sobre la que llamaba La Patria nueva. Entusiasmado por su éxito inmediato, comenzó a prodigarse en seudónimos. Como Julián Gray, el más persistente, firmaba crónicas teatrales, aprovechando para ello la larga estadia de una compañía dramática que dirigió el artista inglés Jerman Mac Kay. Con ellos puso en escena tres obras suyas: los monólogos Me suicido y La noche de bodas y el diálogo patriótico Madre e hija, todos en verso. Muy dado a la invención llegó a crear cruces polémicos entre sus diversos alter ego llamados Loreto Cartucho, Armando Camorra, León Manso, Cordero Bravo, Never Mind, Juan de Galia y Simplicio Bobadilla.

Sin embargo era otro el motivo de su presencia en la ciudad. Al mes de establecerse fundaba una casa de remates; sin duda le atraía sumarse al mecanismo, que describe en Pago chico, para hacer rápidas fortunas en una sociedad en formación (recordemos que hacía solo siete años el ejército roquista había pasado por la ciudad en su campaña militar contra los nativos). Grafómano impenitente, dio a luz gran cantidad de artículos sobre variadas y atrevidas materias, incluyendo un estudio sobre Jesús, en la línea historicista de Ernest Renan. Pero lo suyo era la picaresca: Los dos cerebros, una fábula entre filosófica y humorística, es un diálogo entre cerebros de escritores conservados en formol. Aunque no escatimó en textos de discusión política bajo la forma de dramas, como La cartera de justicia.

Pero un día la desgracia se abatió sobre la familia. Su padre sufrió una caída del caballo que tras una larga agonía lo llevó a la tumba. Sin duda a instancias de Roberto, los hermanos Payró decidieron invertir la jugosa herencia en la compra de una imprenta y el lanzamiento de un diario. El 1 de septiembre de 1889 nacía La Tribuna. “La Tribuna comienza a vivir sin enemigos. Sin enemigos vivirá siempre porque sabrá luchar con altura en los combates de la idea, sin echar pie atrás”, proclama en la portada. No fue así. Su independencia de opinión y las campañas de saneamiento administrativo, como la que hizo sobre el Banco de la Provincia y la que dirigió contra la dirección del hospital, le crearon enemigos que acabaron por bloquearlo económicamente. En los primeros de diciembre de 1891 se vió obligado a suspender la publicación del diario por un tiempo, y a reanudarla con un artículo aclaratorio y la expresión de agradecimiento al pueblo, que había cotizado suscripciones solidarias para que siguiera apareciendo. El relato Sitiado por el hambre, de Pago Chico, es sin duda el relato de esa circunstancia.

Entretanto, se transformó en un activo miembro de la sociedad bahiense. Fue tesorero de la Biblioteca Rivadavia, fundó sociedades filantrópicas, culturales y artísticas, y figuró entre los que iniciaron la Sociedad de Beneficencia, rival acérrima de las Damas de la Caridad vinculadas a la Iglesia, que narra en el capítulo Hermanas de los pobres de Pago Chico. En una visita que este cronista realizó a mediados de los noventa a la Estrella Polar, la logia masónica aún en funciones en Bahía Blanca, pudo ver su firma, junto a la de su amigo Felipe Caronti, en el acta de constitución.

Por entonces se casó con la directora de la escuela, Ana Bettini -él, 21, ella, 18 años- que lo acompañará toda la vida en sus infinitas aventuras -y desventuras- por el mundo. Y no cejó en sus batallas periodísticas, cada vez más acerbas. Tomó parte en una polémica sobre la pena de muerte, de la que era adversario irreductible, y en otra sobre el secreto profesional; escribió extensamente sobre el matrimonio civil, entonces en primer plano entre los temas obligados de los debates más apasionados de toda la República, que aspiraba al laicismo, la suba del oro, la masonería, la libertad de sufragio y la incorporación de los extranjeros a nuestro movimiento político y social. Eran los debates claves de conformación de la república.

Ante el catastrófico fracaso del gobierno de Juárez Celman, Payró estuvo entre los organizadores de la Unión Cívica en Bahía Blanca, futura Unión Cívica Radical. Fue vicepresidente del Centro que funcionó en el local de su casa de remates. Su entusiasmo fue tal que durante la revolución del 90, dejó a su esposa en Tres Arroyos y marchó con fusiles a participar del alzamiento en Buenos Aires. Veinte años después describe así su adscripción “Viera [su nombre ficcional en Pago Chico] era un bien intencionado y un cándido, con escasa ilustración y más escasa experiencia, a quien el surgimiento de la Unión Cívica infundió ideas redentoras”. Cabe acotar que a su vuelta a la capital, tras casi cinco años de residir en la ciudad del sur, desilusionado por la Unión Cívica, acabó incorporándose al socialismo.

A la amargura por el fracaso de la revolución siguió la del cierre del diario. La Tribuna se hundió en la debacle. Ahogado por deudas y malas inversiones inmobiliarias, acosado por quienes en la novela encarnan al juez de paz y el comisario, capangas del conservadorismo afectos al fraude, la coima y a innúmeros negociados que narra con hábil suspicacia (“una montaña de pequeñas inmundicias”, la llama), acabó en quiebra. Para comienzos del 92 ya era historia. A raíz de sus denuncias sobre el Banco de la Provincia fue acusado ante la justicia e incluso su hermano Eduardo, que le acompañó desde octubre de 1889 como administrador y redactor del diario, estuvo preso buena cantidad de días, acusado de no rendir cuentas del insignificante saldo de un remate de muebles. En cierta ocasión El Diario de Manuel Láinez le levantó acusaciones, más que nada sustentadas en su posición en la política nacional; por su campaña sobre el estado del hospital municipal hubo de batirse a duelo con el director de El Porteño, que terminó con ambos ilesos. Hombre de honor, su credo de altos tintes morales era irrenunciable. Hablándose a sí mismo en tercera persona, Payró escribió: “No traiciones jamás mi pensamiento ni sigas del mal vado la corriente; déjame mantener alta la frente y de vergüenza el corazón exento. Estudia las humanas pequeñeces, y más que nunca el desprecio en tu alma viva. Jamás a ser perfecto el hombre arriba sin haberse extraviado muchas veces. No busques nunca con lisonjas oro; lo vil sus frutos da, pero fatales. Por la avidez manchada poco vales, más vales, sin mancilla, que un tesoro. Cuando alabes, sé parco: desmedida la alabanza, envilece corazones. Si criticas, sé dulce: tus razones bálsamo sean, pero nunca herida. Del estudio los bienes atesora, y por doquiera que tu pie camine, que lo bueno y lo justo te ilumine y sea la verdad tu inspiradora”.

Interrumpida por el cierre, publicó por entregas su novela Margarita - Un drama en Bahía Blanca, bajo el seudónimo León Manso. Ambientada en la zona rural, es una versión retocada de Antígona, su primera novela, que retomará años después con el título Reyes del mundo. En ella abundan malhechores, un conde italiano inspirado en Cagliostro -curandero, alquimista e hipnotizador. La trama crece en interés y va deviniendo fantástica, pero se interrumpe súbitamente con la estadía del propio Payró en Bahía a la que siempre recordará como su ciudad adoptiva, donde hizo su aprendizaje profesional. En el horizonte futuro estaban El casamiento de Laucha, Por las tierras de Inti, y La Australia argentina, donde ejercitó su pluma como cronista. Tras la represión a los obreros en 1909 se exilió en Bélgica, donde escribió Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, y el Diario de un testigo, sus crónicas de la Gran Guerra. Pero Payró, considerado un maestro del periodismo moderno, quedará en la aciaga memoria lectora para varias generaciones como el autor de Pago chico, su revisión literaria personal, entre la elegía y la venganza, no exenta de “verdadera melancolía y despreocupado buen humor”, de aquellos juveniles años bahienses.