“Accesible, próxima y no perdida permaneció, en medio de todas las pérdidas, sólo una cosa: la lengua”

Paul Celan

En las redes virtuales, en los grupos de whatsapp, en ese entorno digital donde transcurre parte importante de nuestra conversación política, se multiplican videos de situaciones que ocurren fuera de ese mundo. En el tren, en el subte, en la calle. En los medios de transporte, algunas personas toman la palabra. No tienen volantes ni papeles ni nada que vender. Tienen una lengua, un testimonio, un cuerpo. Dicen su historia. Nacieron de mujeres torturadas, tienen hijos que necesitan la salud pública, son médicos sanitaristas, pasaron por el campo de concentración. Cada quien habla en su nombre para recordarnos que hay vida en común si el crimen no se convierte en política de estado. Cada quien hace de su palabra temor y temblor, instancia última de demanda de una comprensión.

La lengua revive en esas intervenciones. Se muestra fuerza aglutinante, reconocimiento político. No es la lengua devastada por la tautología, rehecha por un formato que la desarma en partículas sueltas para que todo pueda ser dicho y nada importe de eso dicho, la lengua de las desmentidas y las mentiras. Asistimos diariamente y con horror a esa devastación. Al modo en que un régimen amparado en los medios y en la digitalización de la existencia (en ese nuevo ser-con-dispositivo que somos) corroe la posibilidad de distinguir verdad y mentira. Nuestra lengua arrasada en esa imposibilidad.

El testimonio es conjuro contra eso. No es argumentación abstracta. Es una sensibilidad presente que se para y dice: viví esto, me pasó, vengo a contarles. La fuerza testimoniante es esa movilización de cada célula, de cada partícula del sujeto, para decir acá estoy. El estar es el que no miente, el que impide la mentira, el que deja la palabra en puro arrojo. Por eso el testimonio llama al abrazo, incluso de aquellxs a quienes no conocemos. Queremos abrazar esa palabra que, así encarnada, nos obliga. Y que es dicha no en una escena preparada para alojarla -como ocurre por ejemplo en la escena judicial o en una asamblea- sino que irrumpe en la travesía cotidiana, en ese estar cada unx en sus cosas, su enlace virtual, su comunicación personal. Irrumpe y pide ser escuchada, anacrónica lengua del testimonio.

Una lengua se pone en juego y en abismo. Si no es comprendida, nada de lo social aún nos pertenece. Habitamos un territorio que ya no es el de la existencia colectiva aglutinada, sino el de una lejanía odiante. En parte es así. El testimonio a viva voz viene a solicitar su detención, a recordarnos que somos una comunidad tensa, desgarrada, amorosa, viviente. Y que somos comunidad en tanto compartimos esa lengua, una lengua, capaz de decir la verdad. Cada vez que alguien se para en el subte o en el tren a recordarnos que fue lo vivido por ella o él, a demandar que se comprenda la politicidad de esa experiencia particular, nos solicitan que vivamos comprometidamente la condición política de nuestras vidas. Que es lo mismo que decir, sostengamos el esfuerzo de vivir juntxs, contra las fuerzas que apuestan a la disgregación, a la violencia, a la guerra y la mentira.