El 3D es un chiche. Un adornito simpático de esos que traés de las vacaciones, que está más o menos bueno cuando lo volvés a usar pero al rato pierde la gracia. Porque la posta es que el cine –el bueno, al menos– garpa así como es. No necesita del 3D para ser un buen lenguaje narrativo. Y, en la mayoría de los casos, calzarse los anteojitos (a veces encima de los propios) que las cadenas comerciales cuidan como si fueran de oro, ver medio raros los subtítulos y toda la bola, no agrega nada. Incluso se puede decir que es al reverendo pedo.
Pero en pocos casos está bien usado, y Doctor Strange es uno. Porque, primero, es un superhéroe flashero. No tiene poderes “normales”. Es un hechicero réquete grosso que esgrime el tipo de magia que altera la realidad, así que de pronto se justifica si él termina en una vorágine cósmica que veamos galaxias, brumas estelares y todo eso en distintos planos. Le pone intensidad al asunto.
¿Funcionarían sin el 3D las peleas donde la fisonomía de una ciudad se vuelve cúbica? Seguramente sí. Pero estas batallas también justifican la parafernalia del anteojito, le dan espesor a una secuencia que, justamente, se apoya en su capacidad para generar profundidad de campo. La otra pata que sostiene la película no es técnica ni estética. Es narrativa: la película está muy bien. Cuenta correctamente su historia, tiene pasajes logradísimos y las actuaciones de Benedict Cumberbatch y compañía (Tilda Swinton a la cabeza) la rompen.
Además, para esa raza extraña de “fanáticos de las pelis de Marvel” –no de sus cómics, sino de su universo audiovisual–, Doctor Strange será comienzo de una nueva fase, con el retiro a cuarteles de invierno de los héroes más renombrados de la compañía y el ingreso de caras nuevas y modos distintos de ser héroe. Una etapa más arriesgada, pero que se asienta en lo hecho antes –acá, por ejemplo, nos enteramos del destino de otra gema del infinito, de las tan mentadas en las entregas previas–. Que algo así salga bien y ofrezca un par de buenas horas de cine es, en sí, una pequeña cuota de magia.