“Como suele suceder con la verdad, hay una cruel paradoja de por medio”, escribió en su nota “Cómo Tracy Austin me rompió el corazón” un desilusionado David Foster Wallace quejándose del género de autobiografía de deportistas después de leer sobre la vida de la gran tenista norteamericana. Wallace, tenista casi profesional, que usó al deporte como metáfora y centro neurálgico (corporal) en su novela más famosa, complicada e irritante, La broma infinita, se quejaba de la falta de compromiso que hay en estas autobiografías insulsas, escritas como libros de autoayuda del pasado. Los fans siempre esperan encontrar alguna verdad oculta, no paradójica, detrás de los titanes que se exponen a las exigencias más rigurosas del deporte, que sacrifican sus vidas en función de obtener el mejor revés, y soportan día a día, minuto a minuto, un entrenamiento militar. Wallace concluía: “Es posible que los espectadores, que no tenemos un don divino para el deporte, seamos los únicos capaces de ver, articular y animar la experiencia de ese don que se nos está negado”.

Wallace, sin embargo, no alcanzó a leer la autobiografía que hace unos años publicó André Agassi. Open le hace honor a su título juguetón: menciona la competencia y abre al mundo el mundo del tenis. Revela el teje y maneje sadomasoquista que un tenista tiene que vivir para sobrevivir a los estándares más altos en la competencia del circuito. Pone en jaque las operaciones mediáticas, el escaso tiempo para disfrutar de la familia (o de la plata), el nivel de exposición que maneja una estrella que no está preparada para serlo y que lo único que desea es pegarle a una pelotita con una raqueta. “El tenis es lo que más amo y lo que más amo me hace daño” escribió André Agassi (aunque en verdad, mucho de ese mérito se deba a su escritor fantasma, J. R. Moheringer, ganador de un Pulitzer). Quizás no era el tipo de “verdad” oculta que buscaba Wallace al enojarse con Tracy Austin, pero algo se acercaba; una verdad íntima del deportista opuesto a su talento innato. 

Por esa misma razón, Borg vs. McEnroe, la película dirigida por el danés Janus Metz, su primer intento en ficción, después de su paso por la televisión y el documental, comienza con una frase del libro de André Agassi que funciona como epígrafe y advertencia para marcar un poco la cancha. Su intento cinematográfico poco tiene que ver con el talento de estos dos tenistas icónicos que, en julio del 1980, se disputaron el puesto número uno en un match épico, sino que en verdad, (¿la verdad paradojal?), el filme envuelve el padecimiento que debieron soportar antes de enfrentarse para dar vuelta de un revés la historia del tenis. 

El partido del siglo

El rodaje de la película estuvo marcado por algunas controversias. No se tenía en claro qué título llevaría o si se basaría solamente en la historia del sueco Björn Borg, o en los dos tenistas, o sólo en el partido. El rumor decía que John McEnroe no había firmado papel alguno y tampoco estaba al tanto de qué pensaba hacer el director. Se había quejado ante la revista Variety por la falta de tacto de los directores y declaró: “No sé si pretenden hacer toda la película sin un arreglo o algo así. No se han acercado a hablar ni con Björg ni conmigo”. 

Se sabía que Sverrir Gudnason haría de Borg y Shia LaBeouf se pondría los cortos de McEnroe. LeBeouf fue fotografiado en el set golpeando la pelota con la mano derecha, algo que no puso del todo contento al McEnroe original cuya impredecible mano izquierda era tan desbordante como su lengua. Del resto poco se sabía. Janus Metz, quien ya había hecho un documental sobre el encuentro para la televisión sueca, salió al cruce para explicarse. Borg vs. McEnroe sería una película sobre la intimidad de los participantes de uno de los partidos más emblemáticos del tenis. Y punto.

Entonces, ¿de qué intimidad estamos hablando? Situémonos en contexto. 1980: el tenista sueco Björn Borg luchaba para obtener su quinto título consecutivo en Wimbledon. Un récord que hasta la fecha nadie había logrado, después de obtener cuatro Roland Garros consecutivos (uno se lo ganó a Guillermo Vilas). Borg era el mejor tenista del mundo y una estrella. Maquínico, con un revés fatal que ejecutaba a dos manos destacándose en el juego de fondo de cancha y un endiablado topspin; se decía de él que no tenía sentimientos, que hacía un juego brutal en sus definiciones, perfecto en su servicio, letal cuando su oponente intentaba dañarlo con un juego de red. Nunca se enojaba, nunca sonreía, nunca desbordaba; pero al mismo tiempo, había generado una pequeña revolución en su país. Criado en una clase media baja (hablamos de Suecia), Borg se había convertido en un ícono inmortalizado por su chomba entallada de tiras verticales, sus pelos de elfo, largos, rubios y pastosos, sujetados con una vincha colorida, que enmarcaba un gesto melancólico y abrumador. Wes Anderson usaría esa chombita como referencia para sus excéntricos personajes. No por nada Borg hoy regentea una marca de ropa propia, su segundo intento como diseñador de moda; el primero se llamó “Fuck for the future”, todo un tenista del glam. 

Por aquellos años, Borg tenía veinticinco años y se sentía viejo. John McEnroe, por su parte, venía a disputarle el trono. Cuatro años más joven, estaba en las antípodas de su maestro. Agresivo, irregular, con un carisma menos cero, gesto incómodo y un pelo enrulado mezclado con su vincha roja. McEnroe representaba a los jóvenes vulgares que venían a patear el tablero de los ochenta; metió de prepo en el tenis, un juego de guante blanco jugado por caballeros de la aristocracia, el trash talk. Putear para él era pura combustión química: levantaba la punta de su labio superior cuando un réferi indicaba un out y gritaba “Seriuosly?!”. Nadie hasta esa fecha había osado levantarle un dedo a los referís como él; sin tacto, irracional, despojado. El público incluso llegó a silbarlo por sus arrebatos y desbordes emocionales. Pero en su juego era también imbatible y novedoso: ofensivo y rápido, con un golpe de volea que haría escuela, fue el primer tenista en alcanzar las semifinales de Wimbledon con apenas 18 años, surgiendo directamente de las clasificaciones (perdió con Jimmy Connors, uno de sus grandes contrincantes). 

En marzo de 1980, John McEnroe alcanzaba el puesto número uno del ranking, puesto que le duró apenas cuatro semanas (años después lo recuperaría). Y en junio del mismo año, McEnroe se preparaba para jugar su primer final de Wimbledon después de un abucheado match contra Jimmy Connors que le valió sanciones y titulares adversos en los diarios del mundo. Al fin, el chico revoltoso de Nueva York se enfrentaba contra el gigante de hierro sueco. 

El tenis como una de las bellas artes

Probablemente, una de las propuestas de Borg vs. McEnroe sea uno de sus mayores desaciertos, y la película se quede a mitad de camino entre la indagación psicológica y el drama deportivo. Con un montaje confuso, al estilo Lars Von Trier (sin continuidad entre plano y plano), la película gana bastante en reconstrucción de época; logra, al menos por momentos, transmitir cierto espíritu de época: la ropa, los colores, el ambiente, el calor, algo de la tensión de estos jugadores. Con un exceso de dramatismo, Metz mueve su punto de vista hacia una especie de transformación emocional en Borg, algo que no parece del todo cierto, y pone a McEnroe en un lugar de pibito malcriado, súper talentoso, que tiene que pagar el derecho de piso ante un héroe nacional como Borg. 

Algo que parece un poco alejado de los hechos en dos tenistas profesionales y en un deporte tan caballeroso. Al fin de cuentas, es tenis. McEnroe era tan bueno como Borg (no solo un gran puteador, sino un excelente tenista), como quedó comprobado en los años siguientes: en 1984 obtuvo un record de 82 victorias y 3 derrotas. Libró batallas campales contra el mencionado Jimmy Connors, Johan Kriek, Mats Wilander y Guillermo Vilas, contra quien ya había disputado varios partido en la copa Davis en los 70. Los primeros cinco años de los ochenta fueron para McEnroe, a lo que la película de Metz parece no rendirle honores.

Borg vs. McEnroe también se queda un poco corta a la hora de representar el encuentro, la tensión que se vivió aquel verano en Wimbledon, cuando entraron los dos, tiesos de los nervios, para enfrentarse. McEnroe corría en desventaja emocional: había tenido un partido muy hablado y discutido con Connors (en la película se los ve “desparramando” los enfrentamientos en una pared, una práctica muy común entre tenistas). Sin embargo, los silbidos del público no lo amedrentaron: se llevó el primer set  6-1, y Borg respondió ganando los dos siguientes. El cuarto set fue una obra maestra de la estética tenística y llegó a un tie-break. Lo que siguió fue un enfrentamiento en donde se conjugó la meditación zen, la conciencia fría, la emoción contenida y el cálculo matemático. Cada uno hizo gala de sus juegos (ofensivos y defensivos, en ambos casos): Borg con sus passing shots desde el fondo y McEnroe respondiendo con su ataque de volea, elegante y agresivo a la vez. 

“En el quinto set se jugaron, me atrevo a decir, sin red, solo con sus respectivos talentos, entre aces y games ganados a cero”, escribió el crítico de cine Serge Daney, gran amante del tenis, presente en el partido como cronista para Libération. Porque lo que ocurrió fue obra de la perfección: después de cinco match points a favor de Borg, se terminó en un tie break de 18-16 para McEnroe. El estadio era una caldera que estalló cuando finalmente, en el último set, el chico de Nueva York, educado en Stanford, no pudo quebrar el saque del sueco en el último set y perdió por 8-6. Borg le regalaría a la Historia una de esas imágenes que cada tanto resumen una época: arrodillado, el torso duro, la chomba blanca, el pelo largo y atado con vincha, los párpados cerrados y los puños a medio cerrar después de que la cuenta regresiva –esa condición sine qua non del tenis– lo encerrara contra el borde final de la cancha. “Cada peloteo se grababa en la memoria del espectador como un jeroglífico o una figura perfecta que uno tiene ganas de cuidar, de dibujar, de narrar”, escribió Daney.

La película de Metz tampoco aprovecha algo que los espectadores del futuro (nosotros) agradecemos y podemos ver en internet en alta calidad: la televisación de la BBC. Es probable que Metz lo haya usado como referencia o propuesta estética, pero por momentos el footage del partido (puede verse entero) es una obra de arte en sí misma; el tenis abría la puerta cerrada, permitida solo a los caballeros de guante blanco, a la televisión y convertiría a sus exponentes en verdaderas estrellas mediáticas. Años después, André Agassi, tenista performático a niveles de clouchard por su capacidad de parodiar y llevar al extremo el manejo de la puesta en escena tenística instaurada por McEnroe, se quejaría justamente de eso mismo que ayudó a fomentar. 

En ese tenis del futuro, no sería Borg el gran protagonista, sino McEnroe. El año siguiente, otra vez en Wimbledon logró arrebatarle el título a su antiguo oponente quien abandonó las canchas a la edad de 26 años. Daney lo había señalado en su crónica del partido más emblemático de la historia: “Al juego prolijo de Borg, que dibuja por la cancha un volumen ideal donde las pelotas tienen trayectorias satelitales, responde un juego más llano, enteramente fundado en la noción de ángulo. Diferencia de técnica, diferencia de educación, pero también diferencia en cuanto a la visión del juego, diría incluso de filosofía. El tenis de McEnroe, más generoso, más kamikaze, más artista, nos lleva lejos. Gracias a él, habrá de nuevo algo de diálogo en la cima”.