Son muy pocxs artistas lxs que tienen la suerte de heredar algún vínculo real con otrx artista del pasado, pero una herencia no es nada si no se sabe qué hacer con ella. María Luque recibió de su tatarabuelo una historia fabulosa: Teodosio Luque era médico y participó en la guerra del Paraguay; en medio de la masacre que no se detenía le tocó atender a un paciente que por entonces era un soldado más, salvo por el hecho de que no paraba de bocetar imágenes de la guerra en un cuaderno. El soldado se llamaba Cándido López, y antes que militar era pintor. El estallido de una granada en el brazo derecho hizo que el doctor Luque tuviera que amputarle la mano, y es conocida la historia de cómo al volver a casa, López entrenó la mano izquierda para concretar esos bocetos traídos del norte en una serie de óleos asombrosos que son a su vez documentos invaluables de la guerra de la Triple Alianza.

También hizo un retrato de Teodosio Luque como forma de agradecerle la atención prestada, y ese cuadro deambuló por la casa de María durante toda su infancia, perturbándola como solo lo pueden hacer esas pinturas del pasado que miran fijo. Sin saber quién era el “Zepol” que firmaba ese retrato (el “López” invertido con que el artista firmaba sus cuadros), ella recuerda haber visto obras de Cándido cuando era chica en el colegio y quedar hipnotizada: “Me parecía increíble la cantidad de personajes, cada uno haciendo algo diferente, y hasta podía imaginar las conversaciones que tenían los soldados. Ahora me doy cuenta de que esas imágenes se me quedaron grabadas y creo que la fascinación que tengo con las miniaturas y las escenas llenas de personajes viene de ahí”. 

Con el tiempo María se hizo ilustradora, se mudó de Rosario a Buenos Aires donde es habitué de museos en los que incluso da talleres de dibujo, y al imaginar su primer libro fue casi natural que eligiera procesar esa especie de paternidad que el azar le hizo encontrar en Cándido López, pintor, y no en la línea de varones médicos que domina en su familia desde Teodosio en adelante. Así surgió la idea de crear La mano del pintor, una novela gráfica deslumbrante para la que necesitó armarse de coraje y dar el salto de los fanzines artesanales que había hecho hasta el momento, a este libro de 192 páginas que María escribió, diseñó y dibujó de principio a fin además de gestionar una preventa más que exitosa que le permitió a la Editorial Sigilo publicarlo.

La mano del pintor es un objeto precioso, una fusión multicolor entre el espíritu punk de los trazos en los que se marca siempre la línea de la hechura, la raya del lápiz y todo el hacelo-vos-mismo del fanzine, con una obra de una dimensión mucho mayor que se sumerge en un fragmento de la historia argentina quizás con un par de preguntas: de dónde surge una obra, y cómo viven el arte del dibujo y la pintura entre los horrores del mundo. Porque en esta novela gráfica, el fantasma de Cándido López se le presenta a María y le pide que termine los óleos que dejó inconclusos. María no sabe pintar al óleo, pero está dispuesta a aprender, y sobre todo quiere escuchar de boca del artista la experiencia en primera persona de la guerra, imaginar cómo se construyó una mirada que retrató minuciosamente el día a día de los soldados, fijándose en detalles que se hubieran perdido a los ojos de otro tipo de artista interesado solo en las grandes gestas.

El trabajo de armado del libro fue lento y artesanal: María lo encaró capítulo a capítulo, imaginando que se trataba en cada caso de un fanzine. “Antes de empezar a dibujar pasé un tiempo investigando”, explica. “Busqué material de esa época, más que nada cartas que los soldados mandaban a sus novias, a sus familias. De ahí saqué ideas y frases que me ayudaron a pensar la división de capítulos. Muchos mencionaban la tormenta de Santa Rosa de 1866, por ejemplo. Contaban lo terrible que fue, el frío que tuvieron al día siguiente, que tuvieron que salir a cortar árboles y desmantelaron un bosque entero. Eso me servía para ir dándoles forma a los capítulos, los dividía por temas: en este va a llover, en otro tenemos hambre y vamos al supermercado, el siguiente hay una batalla. Una vez que sabía qué quería contar en cada capítulo lo iba viendo página a página, pensando los diálogos y dibujando directamente, porque no me sale hacer muchos bocetos. Cada vez que terminaba un capítulo se lo mostraba a José Sainz, eso me ayudaba a darme cuenta qué cosas no funcionaban o no se entendían. Después volvía y hacía algunas correcciones. Algunas páginas quedaron todas recortadas, pegadas con cinta de tanto cambiar el orden de las viñetas”.

María está convencida de que trabajar con otros es la manera de aprender, y algo así le pasó con la obra de Cándido López, que aparece en La mano del pintor filtrada por su propio estilo: entre la colaboración entre artistas y las marcas de lo propio, el libro dialoga con el arte de otra época y sus propias ideas sobre la creación. “La mano de un pintor no se puede reemplazar”, le dice la protagonista en un momento a Cándido, pero él contesta, desmitificador: “Yo sí pude, me reemplacé a mí mismo”.