Argentina, como todos los países capitalistas periféricos, se acopló a la economía mundial como proveedor de materias primas. Sus experiencias de industrialización se produjeron en los momentos de “desacople”, como por ejemplo durante las grandes guerras mundiales o, en el lenguaje de la primera Cepal, en los momentos de “crisis en el Centro”, en los que se limitaron o cortaron importaciones y apareció el imperativo de sustituir lo que antes se compraba al exterior. Desde la perspectiva de la falsa armonía del país agroexportador, el gran problema fue que durante estas experiencias de desacople, la estructura productiva se diversificó, haciendo lo propio con la estructura de clases asociada. Se abrió así una dimensión política de no retorno. Mientras las nuevas clases emergentes no estaban dispuestas a resignar sus reivindicaciones y desaparecer, las viejas oligarquías se sumergían en la añoranza perpetua por los tiempos calmos y ubérrimos del granero del mundo.

No fue entonces “el peronismo” el causante de todos los presuntos males, fue la inevitable diversificación de la estructura de clases asociada a la transformación de la estructura productiva. A más desarrollo, más diversificación y menores posibilidades de volver al mítico pasado armónico. De hecho los países que menos generalizaron su industrialización, es decir que menos diversificaron su estructura productiva, son aquellos en los cuales la dominación social presenta menos resistencia y problemas de legitimación