Fue en Jonia, Asia Menor (actual Turquía), durante un breve tiempo de paz y prosperidad entre guerras incesantes, cuando sucedió lo asombroso. Alrededor del siglo VI antes de Cristo, el pensamiento humano inició la  migración del mito al logos, dando lugar a un primer intento de responder, por medio de la razón, las preguntas sobre el hombre y el mundo que hasta ese momento sólo tramitaban las narraciones mitológicas. Fue el tiempo y el lugar, según Aristóteles, de “los que primero filosofaron”.

El teatro grecorromano de Mileto, la cuna de la filosofía occidental hoy en la costa turca.

TALES Y LA FILOSOFÍA Siglos antes los griegos habían comenzado a poblar las costas jónicas creando muchas colonias. Entre ellas Mileto, gran puerto sobre el Mediterráneo que hoy baña las costas turcas, sobresalió y se convirtió en una de las metrópolis comerciales más prósperas del mundo antiguo. No fue casual que precisamente allí irrumpieran las nuevas ideas.

Embargado quizás por el inmenso azul del Egeo sobre la rambla de su Mileto natal, Tales creyó ver en el agua el principio y el fin de todas las cosas. Fue la primera “tesis” de la filosofía occidental. 

En 546 a.C. el imperio persa conquistó Lidia, el reino en que se encontraban Mileto y las colonias griegas, y Atenas pasó a ser la nueva casa de la filosofía. El máximo esplendor de los atenienses llegó con Sócrates, Platón y Aristóteles, y el transcurrir de las épocas vio pasar a San Agustín y a Santo Tomás, a Descartes y a Kant, a Schopenhauer y a Nietzsche, a Heidegger y a Sartre. Y la filosofía se convirtió finalmente en materia de universidades como aquella en la que, cuando aprendí sobre Mileto, se me despertó el deseo de explorar esa ignota región de Turquía.

Pensión “oracular” en Dídima, con una privilegiada vista apolínea.

ENERO DE 2013 No resulta fácil para el viajero llegar a la Mileto actual. Tuve que tomar en Estambul un tour cuyo plan era pasar por Troya, Éfeso e Izmir (Esmirna), para luego continuar hacia Capadocia y Ankara. En Izmir me desprendí del contingente turístico y contraté un auto de alquiler. Con las primeras luces del alba siguiente salí manejando hacia el sur, con la idea de pasar por las vecinas Priene y Dídima antes de llegar a Mileto. Atravesados los camiones y buses que abarrotan la salida de Esmirna, logré desembocar en el alivio de una autopista bastante aceptable. 

Una hora y media después entraba al reducido poblado que rodea la antigua polis de Priene. Parecía no haber nadie sobre la pétrea muralla del recinto arqueológico, hasta que identifiqué un individuo casi oculto detrás de un ínfimo cristal. Conseguí una entrada, pero no un baño: el hombre de la ventanilla me dio a entender que no los había disponibles, así que las urgencias del cuerpo tuvieron que refugiarse detrás de una pilastra del siglo IV a.C. En la cumbre de la empinada ladera me topé con el Templo de Atenea (o mejor dicho con las columnas que de él se mantienen en pie). Desde allí, en medio de un silencio ensordecedor y bajo un impecable cielo sin nubes, contemplé -como habrá contemplado Bias de Priene, uno de los Siete Sabios del mundo antiguo- el conjunto del valle y la franja de mar que surcaron Agamenón y Ulises para conquistar Troya. 

Volví sobre mis pasos y subí al auto que me esperaba al pie de la colina. Fueron unos cincuenta kilómetros más  hasta Dídima, sobre una estrecha huella de asfalto, casi sin marcar y flanqueada de angostas banquinas de tierra por las que de vez en cuando pasa algún peatón, o pobladores montados en desvencijadas bicicletas. 

Dídima supo ser la sede de un importante Oráculo y Templo de Apolo. Las procesiones de griegos y romanos llegaban hasta allí desde Mileto, a través de la Via Sacra que unía ciudad y santuario. A mí me recibió una desgarbada villa veraniega de casitas dotadas con paneles solares. Alguna que otra pequeña pensión y un mercadito de artesanías rodean el yacimiento arqueológico donde otrora, entre áureas estatuas de Apolo, sacerdotes y pitonisas, acogían a los peregrinos. El hambre me obligó a dejar a los dioses. Encontré el diminuto Kenny’s Bar y almorcé allí una ensaladita de atún, lo último que les quedaba. Luego abandoné Dídima, remontando el trazado de la Via Sacra, hoy llamada Didim Güllübahçe Yolu.

En unos veinte minutos llegué a Balat. Atravesé el cartel de bienvenida, el caserío de un material semejante al adobe, las pocas cuadras de calzadas de tierra y el breve arco de hormigón despintado que despide al viajero, y ya estuve de nuevo en pleno campo. Carteles marrones con letras blancas decían Müze-Museum o Milet–Miletus, confirmando que iba bien. Apareció el museo, pequeño y flamante edificio a la izquierda del camino. Recorrí la fascinante exhibición sobre las eras geológicas, prehistóricas e históricas que se sucedieron en la zona, con la pena ser el único visitante de tan esmerado emprendimiento cultural. Tiempo después se presentó un funcionario al que le aboné tres liras turcas (un dólar de ese momento) por derecho de acceso.

Vista del templo de Atenea sobre en la cima de la antigua polis de Priene.

LA CIUDAD Y LOS PERROS Volví al auto y avancé otros mil metros hasta dar con el destino. Un nuevo cartel me confirmó que estaba sobre el mismo cielo que iluminó a Tales: había llegado a Mileto. 

Lo primero que se me presentó fue una jauría de escuálidos canes que me ladraron con desconfianza, como protegiendo las ruinas del teatro grecorromano que se veía detrás. No me atreví a bajar del vehículo. Entre la jauría y el teatro, un poco hacia la izquierda, el toldo que cubría un sencillo galpón presentaba las inscripciones Kervansaray-Café y Restaurant y Köy Yemeklery-Welcome. Todo parecía abandonado. 

Esperé un poco antes de arriesgarme a salir del coche y ser presa fácil de los perros. De pronto, más allá del bar en desuso, se abrió una puertita y salió un muchacho que parecía el encargado del sitio desperezándose de su siesta. Se acercó lentamente. Con un ademán logró disolver la jauría, y entonces pude abandonar el refugio automotor. Me dio lo que aparentaba ser un ticket (no digo “entrada” porque no había exactamente un lugar adonde entrar) y le pagué las cinco liras que allí se indicaban. Me señaló entonces el teatro, como autorizándome a recorrer las ruinas.

El puerto que hizo grande a Mileto ya no existe. La amplia bahía se fue rellenando durante milenios con los sedimentos del río Meandro, y ahora más de cinco kilómetros separan a Mileto del mar.

Lo que hoy se ve es helenístico o romano, posterior a la reconquista de Alejandro Magno. La furia de los persas que invadieron Jonia tras la muerte de Tales aniquiló todo lo que conocieron “los primeros que filosofaron”, pero la estructura original del entramado urbano aún se adivina, subyacente a las capas que vinieron después. Se intuye el trazado curvo, antiguo límite entre el puerto y la bahía, donde Tales habrá embarcado rumbo a su iniciación en Egipto. Se ven también las ruinas de un posterior castillo bizantino –a cuyo tope flamea la única bandera turca del lugar- y la aún más tardía cúpula de una mezquita del siglo XV.  

Me dejé perder en el imponente laberinto de vestigios. 

En un momento, el silencio de la tierra fue interrumpido por campanillas y balidos de un grupo de ovejas, y detrás de un frondoso yuyal apareció el pastor que las conducía, repitiendo una práctica que remonta las centurias. Saludé al mayoral con el brazo y él me hizo un gesto como indicando que “para allá” había más cosas que ver. 

Comenzó el atardecer. Seguí caminando entre ágoras, templos helenísticos y baños romanos. Sentí que sobrevolaba épocas, civilizaciones, guerras de conquista y reconquista. Disfruté de ese momento único y mágico hasta que las pupilas ensanchadas ya casi no pudieron ver nada. La noche me obligó a volver al auto.

Como en los tiempos de Tales, un rebaño de ovejas en Mileto al mando de su pastor.

LA SENDA INFINITA “¡Oh Creso! -dijo el Oráculo al rey de la próspera Lidia en que floreció Mileto-, si cruzas el río Halys (frontera entre Lidia y Persia), destruirás un gran imperio”. Y Creso, confiado, cruzó el Halys para invadir Persia, pero ¡oh ingrato destino!, el imperio que destruyó no fue el del enemigo sino el suyo propio. 

Manejé aquella noche hasta Izmir, y de ahí regresé a Estambul, donde tomé el avión que me devolvió a Buenos Aires. Mientras sobrevolaba las insondables aguas del Egeo, recordé lo que los griegos donaron al mundo, y que siglos después de la desaparición de Lidia fueron romanos los que ocuparon Jonia, y que luego el Imperio se dividió, y que el de Oriente devino bizantino y cristiano. Y que más tarde fueron árabes de Mahoma los conquistadores del Asia Menor, antes de que los turcos se erigieran en sus dueños y señores hasta este siglo XXI. Y me pregunté cómo será el viajero que dentro de veinte siglos regrese a estas tierras, a contar su propio capítulo de la historia.