Los tres integrantes de la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia edulcoraron los fundamentos de la sentencia. Saludaron a “la honestidad intelectual” y “el apego al cumplimiento de sus funciones” del juez federal Guido Otranto. El maquillaje no bastó para disimular el revés que le propinaron al hacer lugar a la recusación planteada por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Resolvieron que Otranto no cumplió con sus deberes y no capacita para continuar actuando en expedientes de gran experiencia institucional. Adelantó opinión, no es garantía de imparcialidad escribieron los camaristas… así no hay maquillaje que aguante. Más allá de la compasión hacia el colega, la sentencia es correcta, relativamente inesperada. Habla de “desaparición forzada” y traslada al juez reemplazante la obligación de investigar.

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Otranto se ganó la tarjeta roja acumulando méritos en el juzgado y dialogando como artista exclusivo del diario “La Nación”. Demoró medidas urgentes, le dio tiempo a Gendarmería para alterar pruebas (el conocido lavado de las camionetas), fue despectivo respecto de los organismos de derechos humanos. Criticó, acusó sin pruebas y estigmatizó a la comunidad mapuche, dispuso dos operativos filo bélicos en sus territorios.

En una versión exótica de la división de poderes, se dejó arrear por funcionarios del Ejecutivo nacional. Pablo Noceti, Jefe de Gabinete de la ministra Patricia Bullrich, el pionero. El que comandó el operativo en el que Santiago Maldonado fue visto vivo por última vez.

El segundo es Gonzalo Cané, Secretario Coordinador con los poderes judiciales de la misma cartera. Funge de interventor de facto del juzgado federal, seguía a Su Señoría bien de cerca como los viejos stoppers de fútbol. Una excelente nota del periodista Sebastián Premici en Página 12 del viernes lo pinta bien: haciendo gala de su poder, sin tener siquiera el cuidado de disimular sus acciones. 

https://www.pagina12.com.ar/64403-un-funcionario-experto-en-embarrar-la-cancha

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Cuando parecía que Otranto había colmado el cupo de arbitrariedades, chicanas y desdenes se le ocurrió concederle un reportaje a La Nación, publicado el domingo 17 de septiembre.

Con sumario abierto y una carrada de pruebas pendientes se entretuvo en despacharse contra los querellantes (abarcando a los familiares de Maldonado), los mapuches, en subrayar que todos y cada uno de los gendarmes son insospechables. No dio cuenta de las evidencias en contrario que se acumulan cotidianamente. Embriagado con las fabulaciones, añadió una hipótesis de su cosecha: lo más posible que es que Maldonado se haya ahogado en el río. Una contingencia difícil de imaginar en el caso de un hombre joven que, según su Señoría, no fue agredido ni violentado por los uniformados que participaron en el operativo.

Otranto justificó después su relato torrencial: tenía que esclarecer a la opinión pública. Pensó que hay narrativas que la manipulan y que sólo él, un hombre justo, podía iluminar a “la gente”. Dicho sea de paso, subestimó el apoyo y los aportes generosos del ala mediática del oficialismo: pistas falsas, testigos falaces, conductas inventadas atribuidas a la comunidad mapuche. 

De tan descentrada, la entrevista admite ser leída como la búsqueda deliberada de la recusación. Imposible estar seguro, sin ser Otranto.

Un par de datos pueden contrapesar la sospecha, sin anularla. El primero es que la recusación es una mancha grave en el curriculum del juez e incluso una causal bastante sólida para un juicio político, fuera cual fuera su origen: lengua desbocada o afán de sustraerse a sus obligaciones. 

La segunda es más genérica. Otranto es un magistrado de carrera, forjado en la “familia judicial”. Concursó para su cargo, eligió ir a Esquel, cuentan colegas que lo conocen bien, “para estar en un lugar tranquilo”. No resultó, da la impresión, una elección acertada. Quizá la magnitud del caso superó su piné, su capacidad de soportar las presiones del gobierno o de manejar las requisitorias del periodismo… 

Como fuera, obstaculizó la búsqueda de la verdad. Se valió de la existencia de tres expedientes –el del operativo inicial, el habeas corpus y el caratulado como desaparición forzada– para hacer malabares, dilapidar tiempo y diluir responsabilidades.

El juez delegó en la fiscal la instrucción del segundo expediente, armando así un laberinto que agravó la morosidad del trámite.

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Las búsquedas y los procesos se dilatarán: el nuevo juez, Gustavo Lleral, debe estudiarlos desde la primera foja. 

Entre los deberes que cargan sobre él está investigar la conducta del propio Otranto, los cruces de llamadas de su celular con los de Noceti y Cané. El juez expulsado es, además, un sospechoso.

El gran escritor jujeño Héctor Tizón fue juez, integró el Tribunal Superior de su provincia. En una ocasión, las partes que actuaban en un juicio lo recusaron con causa por motivos similares a los que nos ocupan: haber prejuzgado en declaraciones periodísticas. Expusieron sus fundamentos. El juez cuestionado debe resolver primero aunque siempre hay una instancia de apelación. Tizón refutó todos los cargos, adujo que sus palabras habían sido tergiversadas y sacadas de contexto. Rechazó la recusación, por infundada. Tras cartón se excusó: pidió él mismo ser apartado del pleito “por razones de decoro y delicadeza”. 

Decoro, delicadeza, apego al derecho, interés en dilucidar lo sucedido, agallas para manejar el pressing del macrismo… Demasiadas virtudes le faltaron a Otranto, demasiadas faltas cometió, causó un daño tremendo. Eso sí, nadie puede imputarle que es una oveja negra entre la mayoría de los jueces federales. Uno entre tantos, nada más ni nada menos.