Cuando las calles parecen desiertas; cuando las personas son como árboles, parte del paisaje, y los autos dejan de ser esos colores ruidosos y humeantes; cuando afuera es nada más que afuera sin otros, sin conciencias; cuando la red inabarcable abre un hueco y mis actos dejan de ser un nudo, parte del entramado; cuando el sol parece inmóvil en el cielo porque la tierra se ha detenido; cuando mis palabras por fin se callan y el escándalo interior pasa a ser parte del silencio del afuera; cuando todo esto ocurre, las raras veces que esto ocurre, entonces me da por creer que soy feliz. Cuando recuerdo una mirada de aquella que alguna vez quise; cuando creo que esa mirada, la última que me dedicó, llevaba implícito un te seguiré queriendo a pesar de todo; cuando descubro que también mi mirada llevaba la pesada carga del mismo mensaje, entonces creo que alguna vez pude haber sido feliz. Cuando al fin encuentro ese algo de donde asir mis recuerdos a este lado y quitarles ese halo de ensueño, de fantasía, de nunca ocurrió semejante intensidad, me da por creer que alguna vez tuve algo, y la sola sospecha de que alguna vez lo hube tenido por un segundo me libera del dolor de haberlo perdido.

Cuando esto ocurre, no sé cómo es que llega. Se presenta subrepticiamente, a veces después de haber gastado suelas, otras apenas al dar un paso fuera de mi casa, otras al doblar una esquina, o al cruzar una calle... Miento, jamás sé cuándo ocurre. Sé, y es esto lo que describo, desde cuándo soy consciente del sentimiento; pero no sé cuándo comienza exactamente. Y es tan maravilloso creerme feliz, o al menos creer que alguna vez lo fui.

Me descubrí pensando en ella cuando ya estaba por llegar a Libertador. Esto es lo desconcertante: Libertador no es una calle especialmente ligada a ella; ningún pasado las une. Sin embargo fue allí. Sin ella hubiese rumbeado hacia Palermo, hubiese caminado el cementerio, como tantas veces. Las calles del cementerio de la Recoleta tienen ese algo de entramado inútil, el deseo de permanencia sublimado en la arquitectura; avenidas principales, calles laterales, plazas de descanso, y al igual que en la ciudad, claramente demarcados los sectores de cada clase. Aquí la familia X, cuyo mérito en vida fue acumular riquezas; allí los J, ilustres patriotas, contrabandistas y negreros; más allá un desalojo por falta de pago; allá un nuevo vecino rodeado de flores, más acá el abandono, las puertas enmohecidas, los cimientos derruidos. Y muchas historias detrás de cada bronce; tus hijos, tu amante esposo, adiós Natalia, madre ejemplar, 1910‑1940. Tan joven, tan hermosa, Natalia. Adiós, Natalia, tu foto en sepia, tus ojos negros.

Caminé hacia el puerto, era en las calles de San Telmo el recuerdo que las asociaba. Quería revivirla ahora, encontrarla allí donde sabía que no estaría. Ella no está en el país desde hace años y sin embargo apuré el paso como si me aguardara en el zaguán de la vieja esquina. Qué diferente es caminar así, con un rumbo definido; uno lleva en la expresión grabada la certeza y se hace menos sospechoso a los ojos de los demás. Cuando se camina sin norte, por el solo placer de caminar; cuando son los pies los que deciden el rumbo, en la mirada del caminante se trasluce el ensueño, el deseo, la decepción, la felicidad, lo que fuese que lo obliga a caminar; y avanza como entre algodones, mirando aquí y allá, deteniéndose en los ojos de quienes lo cruzan, sin mirarlo, sin darle entidad siquiera. Uno va como un fantasma, atravesando muros, derribando realidades. Y eso es sospechoso. En cambio ir hacia un punto determinado, con esa seguridad en el paso, con esa velocidad constante... Tiene su contrapartida: no se disfruta del paseo; deja de serlo.

Sabía que no la encontraría, pero no pude evitar la decepción. San Telmo y melancolía, un cóctel peligroso. Caminé por Defensa, sobre el cordón de la vereda; con ella solíamos jugar así los domingos: ella sobre el empedrado, yo como un equilibrista. Los bodegones aún estaban vacíos, pero ya se sentía el aroma de la comida; en una hora los empleados solitarios dejarían las pensiones para la cena y el vino tinto; luego el regreso, la queda, el silencio, la soledad, las sábanas frías, los colchones duros, el silencio, las paredes amarillas, los techos agrietados, las puertas con vidrios pintados de azul, el silencio, la mesa, una silla, la camisa en el respaldo, el silencio, los zapatos asomando debajo de la cama, el parqué gastado, el aroma a ruda macho que llega desde el patio, el silencio, una foto sobre la mesa de noche, el cigarrillo encendido, el espejo mudo en la luna del ropero, el silencio, una manzana, el termo, el mate frío, la toalla blanca, el jabón perfumado, el peine rojo, el silencio, la lamparita de 25 pendiente de un cable sin pantalla, el amarillo sofocado, el aire espeso, el silencio, la nostalgia o el deseo, el recuerdo de lo que fue, la certeza de lo que hubiera debido ser, y ahora el silencio, la noche, una lágrima, quién sabe ellos por quién, una carta que se escribe y se reescribe y se tira a la basura, un libro de tapas grises, el diario de la tarde, el reloj despertador, mañana será otro día, el mismo día, el mismo hoy.

Las bodegones estaban vacíos, hoy aún era hoy.

¿Cuándo ha ocurrido esto que cuento? No lo sé. Hace mil años y ella no estaba en Buenos Aires. Hoy respiro Rosario. Y el silencio.