Cuántos predicados desbordan de los vestidos femeninos de las alfombras rojas, tantos como los que se desprenden de nuestros vínculos, los que involucran a varones pero sobre todo los que nos enredan como permanentes enemigas. Buena parte de ese legado de la mujer como enemiga de si misma, un pilar tan arraigado del machismo más acérrimo, se despliega en la televisión de aire, donde incluso hay un programa, “Combate”, que se teje alrededor del liderazgo femenino, el cuerpo tallado, y la competencia entre ellas para que el show tenga color, brillo, textura. Así de picante es el intercambio de cuerpos y voces de “Bailando por un sueño” y todos sus satélites, que incluye la web de El Trece con la pelea del día, siempre provista de un puño de box para ilustrar la afrenta. Y que viene provista de llanto, acusaciones, pedidos de explicaciones y mucho, pero mucho estrés atrás de las caras arrugadas de las chicas (casi siempre son las más jóvenes) que sufren, más si se exponen con sus parejas, como es el caso de Silvina Luna o de Laura Fernández. Un campo de batalla más donde las mujeres pasan un derecho de piso tanto más embarrado y extendido, con escalas de fama y poder a cuentagotas que se miden con el sudor de la frente y mucho gimnasia y silicona. Tal vez algo de eso tuvo que ver con la salida de Naiara Awada de la pantalla caliente del baile, estresada por la presión y las críticas, harta del monitero permanente de sus looks, sus movimientos, sus dichos en redes sociales y su poca habilidad para hablar del matrimonio presidencial del que, aparentemente, no tiene nunca demasiadas novedades. 

Hace poco, el affaire Jaitt-Latorre puso en evidencia esta debilidad de la caja boba por debilitarnos hasta la asfixia para que midamos más: fueron ellas las que salieron a defender los trapos propios, dejando que el varón se limitara a aparecer primero como víctima, después como defensor de “la familia” en la palabra de su abogado Burlando que no ahorró violencia para referirse a Jaitt (“en la cárcel la están esperando ansiosas” dijo) y cuando ya ellas lo habían dicho todo, en la pista del baile y con el enorme cuidado y amor de su amigo Tinelli que lo trató poco más que como un arcángel bajado por un marciano celestial. Allí dijo todo lo que se esperaba de él, que su mujer es “una leona, luchadora, gran madre”, toda esa adjetivación almibarada que se predica de “las buenas”, mientras que Natacha, sin voz ni voto más que su propio twitter, se mostraba en ese lado B en donde la oscuridad y la luz marcan a las contrincantes: la puta versus la santa, diciendo locuras y especulando con arreglos extrajudiciales. Esa es la presentación que manda el mundo panelístico de las mujeres, que funda gran parte de su razón de ser en el enfrentamiento de ellas, más cuando de temas menores se trata. Así, Moria Casán es la jueza experimentada que bendice o acusa, las “ángeles” de De Brito se desviven por sacarle el cuero a todas, casi siempre alimentando los chismes sobre las de afuera y matándose entre ellas, como es el caso de Latorre y Nancy Pazos, otra participante del Bailando puesta permanentemente en duda por “gorda”, “pesada”, “aprendiz de vedette” y “periodista frustrada” por nombrar algunos de los motes que se le regalan. Todo bajo la mirada atenta e imparcial del conductor que las deja hacer hasta que considera que el gallinero subió demasiado el volumen y las voces no se distinguen lo suficiente. Aprendió de Tinelli que, en su mejor versión, deja que toda figura se exponga y llegue al punto máximo de su patetismo, como pasó con Carmen Barbieri y su separación de Santiago Bal por una mujer más joven que “olía mejor que ella” o con la exhibición constante de Gladys “La Bomba” Tucumana como conventillera y defensora de la orientación sexual de su hijo, enfrentada con la novia de él, puchereando la “suegrez” y mostrándose con su novio más joven como no quiere que se muestren los chicos: sexuada. Gladys aprendió rápido que para sobrevivir en un show como éste hay que bramar contienda con otras, si están llenas de purpurina mejor, y los varones aprenden que cuando ellas berrean mejor bajar el arma y dejar que lo hagan a sus anchas. Así se tejió la enemistad entre Pampita Ardohain y Nicole Neumann el año pasado en que la jurado terminó abandonando el estudio en lágrimas y que sigue alimentando el versus entre ella y la China Suárez tras el incidente de la manta y la palta que separó a la modelo de su pareja de diez años, Benjamín Vicuña, y lo emparejó a él con la actriz con la que compartía cartel en El hilo rojo. Ellas siempre hablan. El, siempre mudo. 

Mientras la alianza feminista toma las calles en cada movilización de Ni Una Menos y su poder se extiende a otras luchas, como la de las trabajadoras de Pepsico o la del reclamo por la desaparición forzada de Santiago Maldonado, la televisión nos da la espalda mostrando estereotipos vetustos, que nos enfrentan siempre con la exigencia de ser bombas, ya sea para explotar con otras o para llevar bien la tanga que, a la manera de la revista de los sesenta, sigue tan firme como los glúteos que acompaña. A pesar de la trampa de que los cuerpos y las sexualidades se muestran en su diversidad (la incorporación de gays al baile, la pregunta a una chica por si le gusta otra como es el caso de Mica Viciconte y la figura caballito de batalla en la que se escuda la tele para disimular inclusión con Flor de la V) se sigue pidiendo sangre a las uñas esculpidas tal como se le pide a las víctimas que sean buenas víctimas, destruidas y acongojadas, luego de una violación, y nunca empoderadas, claras y concisas en sus denuncias.

Bien por Anita Pauls que se tomó el buque de estas tierras y desde sus videos en Instagram se muestra celebrando la menstruación y el sexo enfundada en una bombacha manchada de su propia sangre. Esa sangre que sí vale la pena.