Como corresponde, tanto el protagonista de la novela original de Philip K. Dick (Sueñan los androides con ovejas eléctricas),como de la adaptación al cine de Ridley Scott (Blade Runner) se llaman igual: Rick Deckard. Una diferencia importante, sin embargo, es de estado civil. En la novela el hombre está casado (y quejumbroso), y en la película es un soltero solitario, en la tradición del investigador privado de la “serie negra”, que el film sigue en sus ropajes, estilo visual y hasta en la voz en “off” en primera persona (eliminada por Scott cuando pudo editar una “versión de director”).

Dick escribió el libro en 1966 y lo publicó en 1968. Fue uno de los tantos puntos altos de “los años 60”, donde hubo un salto hacia arriba en la calidad de su obra. La producción siguió siendo altísima: era un campeón de velocidad para tipear en la máquina de escribir, sobre todo para seguir la velocidad de su cabeza. En un reportaje declaró que “escribía con las manos en vez del cerebro”, una forma esquinada de hablar del inconsciente.

El cambio lo provocó una nueva mujer, Anne Williams Rubenstein, reciente viuda y madre de tres hijas, a quien conoció en 1958, con un deslumbramiento primero en la conversación, y después en lo afectivo. Comenzaron con gran energía y placer, y Dick reveló ser un padre excelente: las hijas trataban de comprenderlo incluso cuando la relación empezó a hundirse con violencia mutua, cinco años después. Se casaron, tuvieron una hija propia, y trataron de adaptarse. Dos elementos clave del declive fueron la negativa de Anne a dejar que Dick participara en la venta y producción de joyas que ella fabricaba artesanalmente, y los cambios de estado de ánimo y opinión intensos de Dick. Para él, fue su tramo de vida familiar más extenso. También el período de su primera visión enorme y repetida: un rostro maligno gigante en el cielo, que lo miraba. 

En la década del 60 Dick escribió entre otras Confesiones de un artista de mierda (1959), El hombre del castillo (1961), Tiempo de Marte (1962), Dr. Bloodmoney o como nos la apañamos después de la bomba (1963), Clanes de la luna alfana (1963-64), Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1964). El año 1966 fue milagroso: escribió tanto Sueñan los androides… como Ubik, dos obras maestras.

La relación con Anne termino desmoronándose bajo la violencia creciente en las discusiones, y sobre todo cuando Dick empezó a comentar que ella quería matarlo, lo cual (según él) explicaba que la hiciera internar en un psiquiátrico por varias semanas. Ella falleció en 2017, con una memoria publicada sobre la relación con Dick, donde se esfuerza por seguir considerándolo con afecto.

Varias de esas novelas estaban habitadas por mujeres de muy diverso tipo, pero en general divididas en buenas y malas (clásico en la “serie negra”), o directamente colocando ambos extremos en una misma mujer. El biógrafo Lawrence Sutin (en la excelente Divine Invasions, 1989) trazó con esmero sus cambios y carambolas en ese plano.

En el comienzo de la novela Dick planta con rapidez y puntería elementos esenciales: los “climatizadores de ánimo”, por ejemplo, o las “cajas negras de empatía”, donde los habitantes de una Tierra despoblada (casi todos se han ido a Marte después de una guerra) se conectan con Mercer, un Dios paterno. El otro plano que la película recorta es el de los animales eléctricos (o los escasos sobrevivientes orgánicos), que dan pie a la vez a los mejores momentos de humor, y los más macabros. 

El personaje de J. F. Sebastian en la novela es John Isidore (un “cabeza de chorlito” desdeñado socialmente), que trabaja en una compañía veterinaria que se encarga de animales eléctricos y orgánicos. Vive en un inmenso edificio vacío de mucho pisos, donde la presencia del silencio ocupa todo, y subraya cualquier ruido. Como el tonto que es (y por lo cual Dick lo quiere y respeta) imagina que podrá cambiar un poco las cosas, y queda casi demolido por su fracaso en la relación con una “androide” (“replicante” en la película). Lo mismo le pasará a Deckard con Rachael (en Blade Runner, en cambio, es un amor correspondido, con final feliz a pleno incluido en la versión inicial). 

Pero en las páginas finales esa amargura (llena de humor negro por momentos) asciende al trabajoso final feliz de la literatura: Deckard aprende a apreciar a su mujer. Y hasta logra que Mercer (bajado de su puesto místico por una especie de payaso televisivo) vuelva a existir, dúplice. Hasta le devuelve la vida a una araña que los androides, sin empatía ninguna con los seres vivos, fueron privando de una pata tras otra en una noche siniestra.

Deckard exagera un poco: cree descubrir un sapo orgánico, real, en el desierto. Pero su escéptica, depresiva mujer (que ahora lo trata con cariño) le revela que no es más que un sapo eléctrico más. Derruido por un par de días de trabajo agotador y angustioso, cae dormido. La mujer llama entonces a un proveedor que figura en las páginas amarillas. Le pide medio kilo de moscas artificiales. Hábil, el vendedor le ofrece “nuestra charca perpetua, salvo si se trata de un escuerzo, en cuyo caso tenemos un equipo completo de arena, piedrecillas multicolores y seudo-desechos orgánicos”.