Un helicóptero, una guitarra eléctrica y una criolla, los rostros de George Harrison y el Che Guevara, el de Spinetta de la época de Invisible, un tanque de guerra, una consola, un grabador viejo, un bombo de batería, el afiche de La naranja mecánica, un bajo, el hongo atómico dibujado y, debajo, la cara con gesto perplejo de Adriana Varela. Al lado, el cartel de una estación de tren: “Avellaneda”. Los elementos, agrupados a la manera de la tapa del disco Revolver de Los Beatles, parecen el fruto icónico de un febril brainstorming. Es la portada del nuevo trabajo de Adriana Varela, una de las artistas más inclasificables de la música argentina. Este disco es un aporte más hacia esa dificultad a la hora de definirla. Cuando asomó hace unos 30 años bajo el ala protectora de Roberto Goyeneche –entonces, gracias a Pino Solanas y a una peculiar estética de la decadencia que cautivó a un público no tanguero, casi un cantor pop–, Varela se desmarcaba: “Yo no entiendo nada de tango; a mí siempre me gustó el rock”. Más que muñeca brava, una muchacha ojos de papel constituida bajo el cielo industrial de la calle Pavón, ese sur fabril que cantó desde Enrique Cadícamo hasta Javier Martínez. Vuelve Varela: a su adolescencia en Avellaneda y por añadidura al rock argentino. Su voz de callejón procesa un random de épocas y estilos: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Almendra, Charly García, Manal, Sumo, Fito Páez, Los Abuelos de la Nada, Gustavo Cerati, Spinetta Jade, Pedro Aznar y Seru Giran, más un tema de la dupla Hugo Midón-Carlos Gianni. 

No está sentada en el umbral pero fuma y fuma. En su histórico departamento ubicado a metros de Parque Las Heras, recostada sobre el piso como una adolescente, sigue volviendo al barrio: “Mi casa quedaba en Pavón al 700. Yo era una tilinga. Era socia de Independiente, pero iba al Regatas y al Club de Leones. Justamente en el Club de Leones tuve una revelación que, al fin, está vinculada con este disco. Era una cachorra, tenía 11 años. En una fiesta pasaron ‘Misery’ y ‘There’s a Place’ de Los Beatles. Me quedé paralizada. Me pasó algo raro. Yo iba a una escuela de monjas y sentí... calentura. No me calenté conscientemente, fue algo orgánico. Ahí empezaron los quilombos en el colegio. Yo tenía una guitarra y tocaba folklore, no sabía tocar rock en ese momento. Además, estudiaba piano. Yo soy profesora de piano. Al pedo, pero soy profesora de piano. 

¿Y el rock argentino?

–Ahí, al toque. Un día escuché a Almendra por televisión. Me acuerdo de Spinetta, hiper flaco, en blanco y negro, cantando “Hoy todo el hielo en la ciudad”. Me puse a llorar. Un día se lo dije a Luis. Ahí arranqué. Venía Manal a Avellaneda, iba a verlo; venía Vox Dei, iba. Las letras de estos tipos me rompieron la cabeza.

Los covers de rock argentino son un clásico que oscila entre la fórmula y el homenaje. Se trata en todo caso de la derivación lógica de una historia que ya tiene más de medio siglo. Sin embargo, Adriana Varela quiso ir más allá y deformar, correrse, agregar capas, hasta aproximarse a una nueva creación. Avellaneda es una producción independiente, disfrutable y audaz. Justamente el riesgo ocasiona algún desnivel. Cada tema tuvo su tratamiento. A veces la pelota se clava en el ángulo: justamente, en “Hoy todo el hielo en la ciudad” con cuarteto de cuerdas y la voz invitada de Ricardo Mollo; en “La despedida”, de y con Fito Páez; en el hallazgo de “Mañana en el Abasto” intervenida por “Si me voy antes que vos” de Jaime Roos y “Tomorrow Never Knows” de Los Beatles.

El cerebro detrás de escena es Rafael Varela. Además de hijo de la cantante, un notable guitarrista de rock y de tango con una cabeza musical gigante. Se puso a los hombros la producción artística y la dirección general del proyecto, y convocó además de Mollo y Páez, a Pedro Aznar, a Mariano Otero, al uruguayo Gustavo Montemurro y a Bobby Flores, entre otros. El resultado es caleidoscópico como el concepto de la portada. El disco tiene muchas puertas para entrarle. Desde el tema uno, el tono que domina es mate, tirando a oscuro. Abre con una versión electrónica, industrial, de “Todo un palo” y la frase “el futuro llegó hace rato” se escucha como una siniestra premonición. Bobby Flores preludia la versión de la canción de los Redonditos con la lectura de un fragmento de 1984, de George Orwell.  “Puede ser que sea un disco oscuro”, piensa en voz alta Adriana. “Pero no es uniforme”.

¿Cómo surgió la idea? ¿Por qué ahora un disco de covers de rock?

–Porque soy una inconsciente. Yo no pienso. Las cosas salen. Un día mi hijo me dice: ‘¿Por qué no grabamos ‘Mañana en el Abasto’ para Radio Malena?’. Yo laburo en esa radio, que es de tango. Bueno, nos encerramos en el cuarto de Rafa, grabamos una versión –que nada que ver con la que está en el disco– y me copé. Me di cuenta de que esa era yo también. Así surgió la idea del disco. Después todo se demoró, porque caí en un pozo depresivo muy profundo. Estuve muy mal.

¿Qué pasó?

–Murió un amigo mío, el padrino de mi hija, mi primer novio, el novio de los 13. Seguramente se sumaron más cosas, pero ese fue el detonante. Me agarró ataque de pánico. Un infierno. No me podía mover. No podía caminar. Estaba con una acompañante terapéutica. Ya está, me siento mejor. Celebro cómo estoy. Ahora soy una mina casera. ¡No me rompan las bolas con presentaciones, eventos y esas pelotudeces! Con el laburo que tengo mi cuota de sociabilidad la tengo cumplida. Me encanta ver películas. Soy una vaga, puedo pasar la vida rascándome el higo. 

“Sí, es una vaga”, remarca Julia, su hija, que aparece en escena después de despedir a un alumno de canto. Julia figura en los créditos del disco como coach vocal de su madre. Es cantante y tiene todo el aspecto, ella sí, de ser una muñeca brava. “A veces los hijos se transforman en padres de uno”, dice Adriana. “Pero tanto a Rafa como a Julia los siento como compañeros de vida. Ellos se bancaron mi historia, una historia complicadísima. No fue sencillo para mí escapar de los mandatos sociales, ser lo que quería y morfar de eso que quería.” Julia la escucha y vuelve al disco: “Ella es rockera y buena cantante. Hay temas que le costaron, otros no. ‘Avellaneda blues’ no le costó; ‘Adiós’ de Cerati, que es más canción, sí. Lo rockero o blusero lo sacó al toque. Le costaba ser, digamos, un poco más light. Yo le decía que por ser más light no perdía la identidad. Igual no me dio mucha bola. Trabajamos cosas técnicas, de respiración. Y el tema del color: mamá tiene un color grave, su rango va de los medios a los medios graves. Cuando tenía que hacer un medio agudo le quedaba como sobreactuado. Entonces había que encontrar la naturalidad. Fue una lucha. Te repito: es vaga”.

Ríe la madre. Nada le importa demasiado, está de vuelta de muchas cosas y esa actitud descontracturada, con la carcajada de tabaco siempre lista y un humor impiadoso que cae sobre ella misma, la cubre de una extraña templanza. “El Polaco Goyeneche me decía que quería morir arriba del escenario. Yo le respondía: ‘¡Pero estás en pedo, Polaco! Yo ni loca’.  Mi personalidad es anarca. Me levanto a las tres de la tarde, me voy a tomar un cafecito... Tiene razón Julia. Hago lo que se me da la reverenda gana. Y más desde que estoy limpia de chupi”.

¿Limpia?

–Sí, señor, ¿no sabías? Un gran triunfo.

¿Te costó?

–No tanto. Yo no tomaba alcohol. Pero a los 40 años dejé de fumar y bueno, algún vicio tenía que tener. En esa época cantaba con el Polaco en el Berretín. Cuando bajaba del escenario me tomaba un whiskicito. Al principio no lo disfrutaba. Te digo con sinceridad: lo hacía para ponerme en pedo. Y bueno, seguí. Con Sabina tomaba mucho. Un día mi hermano me dijo: “¿Por qué no parás con el whisky? Pasate al vodka, que es menos dañino y se toma menos”. Ahí pasé al vodka con hielo. Me acuerdo de escenas terribles. En La Bodeguita del Medio en Mar del Plata, también en el Hermitage. No dormía, vomitaba. Mis resacas eran espantosas. En 2010 murió mi viejo y fue un límite. No podía caer más bajo. Un día dije basta y dejé de chupar.

El espectro temático que abarca a vuelo de pájaro es encantador: va de Cristina Kirchner a Jaime Roos, de sus giras europeas a Enrique Cadícamo, de viejos amores como Juan Darthés y Hugo Midón a su madre que vive “acá nomás, enfrente de casa”. Se autodefine: “Soy la típica clase media argentina insoportable, analizada, peruca, con aires de concheta y pro revolución. ¿Qué querés que le haga?”. Y se detiene en su matrimonio con el tenista Héctor Hugo Varela, el padre de sus hijos. Es un monólogo encantador, con un fondo denso: “La vida de los tenistas es una vida de mierda. De entrada, un tenista está loco. Lo que decía Gaudio los define. El hablaba solo, decía ‘Qué mal la estoy pasando’. Y es verdad, la pasan mal.  Tuve la puta idea de aconsejarle en su momento a mi ex que se analizara y fue una cagada. Estaba jugando en cualquier lugar del mundo y decía: ‘No quiero ganar, no quiero ganar’. Muy fuerte. Yo lo acompañaba. Diez años mirando la pelotita, diez años sentada en una mesa de café del planeta. Era todo: su mujer, su consejera, su asistente terapéutica. Para mí fue un karma, pero era muy pendeja y estaba enamorada. La última vez que viajé con él fue con la panza de siete meses a Brasil mientras se jugaba el Abierto. Yo tuve muchas vidas en una vida. ¿Cómo querés que no esté loca? Ahora con mi ex tengo una buena relación. Se casó con una mujer guapa y joven, tiene un nene de un año”.

No escucha tango en su casa (“¡ni en pedo!”). Prefiere poner discos de sus dos héroes caídos: Prince y David Bowie. Encuentra diferencias sustanciales entre el tango y el rock. “El tango tiene una tensión corporal, psicológica, muy fuerte. Por eso los rockeros dicen que cuando cantan tango, vibran. Yo para hacer este disco tuve que bajar el nivel de vibración. Como te contaba Julia: me suavicé. Dicen que el rock es heavy... ¡el tango es heavy! Escuchá cualquier tema, no sé, ‘Como abrazao a un rencor’. Es muy duro. ¡Demasiado, loco! Por eso me agota. Otra cosa que se compara es respecto de la droga. Los tangueros manejaban la dosis, en cambio la ‘pala’ yo la he visto en el rock. Yo en el tango no vi un excesivo reviente.

¿No?

–Te juro que no.

¿No observás que el rock absorbió cada uno de los tics del tango? La actitud conservadora, los festivales calcados, la crítica a lo nuevo...

–Puede ser. Creo que hay una decadencia artística en todo, no sólo en el rock. 

Con una presencia espaciada en los escenarios, tal vez más enfocada en su proyección internacional, su importancia dentro de la historia del tango quedó algo desdibujada. Quedó ubicada en un limbo que la distancia tanto de las últimas glorias del género como del desembarco joven consolidado hace unas dos décadas. Más allá de cualquier pintoresquismo –e incluso más allá de su propia tendencia a relativizar su arte–, Adriana Varela supo ponerle el cuerpo a discos complejos e históricos como Tangos de lengue –una serie de piezas inéditas de Enrique Cadícamo– y Cuando el río suena, una postal rioplatense producida por Jaime Roos. Su versión de “De barro” (Piana-Manzi), con la guitarra de Juanjo Domínguez, ya pertenece a uno de los instantes más hermosos de la historia del tango.

Cuando surgió en trasnoches memorables en el Café Homero con Las guitarras argentinas, Varela supo desmarcarse del sitio donde la querían congelar: el de la caricatura de la morocha argentina. Se corrió del tango hacia una amplia concepción de la música popular. Nunca pensó que  iba a ir tan lejos. Y aquí está: fuma y fuma y habla de rock y de dinero y de Freud. Su carcajada contagia. “Mirá: yo no te voy a versear. Es un placer poder cantar, que la gente te quiera y todo eso. Pero no jodamos. Como decía el Negro Fontanarrosa, el artista es un tipo que no quiere laburar. Me gusta el rock y me gusta el tango. Celebro esta mixtura. Me gusta el desafío. ¡Me gustan tantas cosas! ¿Sabés lo único que evito, lo único que no me perdonaría?

¿Qué?

–Aburrirme. Eso es la muerte, loco.