“No hay al principio nada, nada”, escribió Juan José Saer en su novela Nadie nada nunca y parece que hablara de forma precisa del comienzo de esta historia. Porque hubo un tiempo en Argentina, a finales de los años setenta, en el que no había absolutamente ningún contexto para que la cultura de vida alrededor del skate (con sus componentes ideológicos anarco punks y antisistema incluidos) fuese una realidad; sin embargo, y con un fuerte viento social en contra, unos chicos nada populares tuvieron que llevarlo adelante todo desde cero. Y, con el tiempo, lo lograron y lo hicieron posible: ahora hay pistas en infinidad de lugares a lo largo del país, es considerado un deporte legítimo (que el año que viene será olímpico) y forma parte de la estética juvenil aceptada y fagocitada por la publicidad. Incluso, el skate tiene su propio museo y es enaltecido con un poemario premiado: Equilibrio en las tablas (Mansalva) de Jonás Gómez. 

Pero en el origen todo fue desolación, soledad, precariedad e incomprensión.

Fascinados con el paradigma existencial del skate proveniente de California, y heredado en esencia del surf, unos jóvenes que no superaban los 12 años decidieron recrear esa misma escena en un territorio todavía metido de lleno en su última y demencial dictadura militar. Dentro de ese grupo minúsculo de seres humanos inquietos estaba un desconocido Guillermo Cidade, sobrino del enorme folclorista Ramón Ayala, conocido como Willy en su ínfimo círculo skater y al que todavía faltaba mucho tiempo para llamarlo Walas por destacarse en el ámbito nocturno de la música. 

Ahora mismo, ya convertido en una estrella de rock al frente de Massacre (abrieron para Guns & Roses en Córdoba y su disco Biblia Ovni tuvo dos nominaciones al Grammy Latino), toma un porrón de cerveza en un bar de Palermo y luego recuerda sus comienzos con las tablas: “La cultura skate es una cosa trasplantada. Viene de los Estados Unidos. Nosotros lo traemos y hacemos nuestra propia relectura, nuestra versión criolla. Y es una cosa absolutamente precaria en relación a nuestro referente porque mientras allá tenían todos los recursos a la mano y nosotros no contábamos con nada. Nosotros tuvimos que crear algo que no existía: un camino alternativo. Te hablo del año 78, plena dictadura militar. Yo tenía poco más de 10 años. Todo era un pensamiento hegemónico y después estaba el fútbol. Por afuera de eso era plantearse y ejercer tempranamente lo punk sin saberlo. Decíamos de manera inconsciente: yo no quiero ser como este modelo que me imponen, quiero ser algo distinto.” 

Sus palabras sirven para completar lo que se cuenta en Skate Punk, un lunático sobre ruedas (Sudamericana), el primer libro de Walas y en el que hace un recorrido por sus tempranas vivencias lejos de la seguridad del hogar que compartía con su madre y con su abuela, pero también se encarga de hacer, de manera exhaustiva, una historia del skate en Argentina como nunca se hizo. Se trata, en definitiva, de saldar una deuda: “Pasa que mi primer amor fue el skate y me salvó de un montón de situaciones, fue en una alfombra mágica que me sacó de mi casa, me mostró las calles y me salvó, principalmente, la vida. Casi a los 20 años descubro a mi segundo amor: el rock, con la guitarra eléctrica.” 

Skate Punk es, en muchos sentidos, la historia sentimental de Walas, sí, pero también se trata de reflejar el modo en el que un deporte peligroso y en ese entonces desconocido aportó su esencia para que se diera lugar a muchas ideas y sonidos al que pocos les prestaban atención: “Éramos muy jóvenes para saber que hacíamos contracultura. Pero teníamos unos referentes tempranos de ideología: Crass, Conflict, y demás bandas que nos enseñaban desde las tapas de sus discos. Pero más nos gustaban The Dead Kennedys, que nos enseñaron una ética. Otros como The Plasmatics nos enseñaron estética, o The Clash, Sex Pistols. Fuimos educados por un fanzine, no por la revista Gente. También teníamos un pensamiento antiglobalización que por entonces era lo anarco punk: el reciclado, la cultura de Hacelo vos mismo. No había nada, me acuerdo: teníamos que construirnos nuestros propios espacios, nuestras propias rampas, nuestros lugares, conseguirnos nuestra música. Era un circuito pequeño y muy hermoso, muy romántico. Hoy en día eso puede decirse que sigue cierto camino del humor a través de Violencia Rivas, el personaje de Capusotto: ella va tirando una serie de verdades del pensamiento anarco punk. Nosotros hicimos eso sobre ruedas: era más dinámico y nos podíamos escapar más rápido de la policía”, teoriza Walas. 

Un libro de valor enciclopédico y gráfico, con generosas imágenes en primer plano de las distintas partes del skate (bujes, ruedas, tablas...) hace pensar en un fetichismo por el objeto adorado que roza lo pornográfico. A Walas le gusta la idea: “Es cierto eso. Sucede que yo les devuelvo el amor que ellas, las tablas, me dieron porque fueron mis primeras novias. Voy al detalle, a lo preciso, a la memoria fotográfica, al recuerdo puntual: nombres, fechas, lugares, marcas, compañeros y algunos lo compararon, salvando las enormes distancias, por supuesto, con American Psycho de Breat Easton Ellis o con Just Kids de Patti Smith. Yo, sobre una materia más liviana, si se quiere, pongo mucha data en la anécdota y no dejo pasar un capítulo sin tirar un link para que esto siga creciendo”.

Como parte de un grupo de antihéroes que vio el cambio de época y ahora son aceptados por la misma tierra que antes los rechazaba, Walas sabe que su recorrido lo llevó por caminos inesperados. Con Massacre fueron a Las Vegas para el Grammy y cierran el año con  varias fechas en La Trastienda y eso no deja de ser sospechoso en alguien que se propuso como vanguardia. La aceptación, en un punk, sigue siendo un problema: “Nosotros nos consideramos nerds, víctimas del bullying, somos de ese tipo de gente. Personalmente a los Massacre nos gustan los Radiohead, Sonic Youth, los anteojudos, esa onda mucho más que la cosa fálica y los ganadores del rock. Hoy en día la realidad nos dio la razón. Nosotros salimos a defender lo disfuncional. Pero la transición hacia eso fue conflictiva. Cuando hicimos nuestro primer Obras nos hizo ruido porque era lo que queríamos destruir de chicos porque era de Pappo o Spinetta, Charly. Los punk queríamos destruir los cimientos del rock. Cuando te toca entrar ahí te preguntás ¿qué lugar ocupo ahora? Empezás a valorar y te amigás con eso que odiabas antes. Dejás de ser un tirabombas externo para estar metido y tratar de tirar la bomba desde adentro del sistema. Eso está buenísimo”. 

Massacre toca en La Trastienda, Balcarce 460, el viernes 9, a las 21, y el domingo 11, a las 20.