Del otro lado del Zoom, se acompaña de un mate mientras va creciendo la charla más profunda que hasta aquí hemos tenido (tres entrevistas y por primera vez se sumerge cómodamente en los detalles de su biografía casi sin el riel de mis preguntas). Esta sanducera de pura cepa (oriunda de Paysandú) que con la salida de Soy sola (2006) conquistó los corazones argentinos con su poesía y su voz prístina, presentó en junio de este año No, un disco concebido, paradójicamente, en los sí de su vida.

Diez años pasaron desde aquella nota en Soy y mucha agua corrió bajo el puente que conecta su madurez con aquella adolescencia inconveniente. Nacida en 1971, a mediados de los 80 Ana Prada tuvo primero que saber amar, después partir a Montevideo, y al fin andar entre muchos pensamientos para entender su corazón. No fue fácil hacer frente a una época en la que “lesbiana” no era una palabra sino un vacío en la sonoridad civil, un estigma. El proceso de liberación no la eximió de pasar más tarde por grandes crisis de las que salió airosa y haciendo realidad, además, deseos que hasta a ella misma la sorprenderían. Ser madre por ejemplo, ¿o padre?

En medio de esta charla, Ana recibe una foto de Huguito. Se la envió Pata Kramer, la otra mamá del niñx. Es el mediodía cuando suena el celular. El sol raja la tierra del jardín de la casa de su novia y Ana gira la cámara para mostrarme una Santarrita que envuelve un muro y estalla su fucsia primaveral. Nadie diría que hubo discriminación, doble vida, persecución en la prehistoria de este momento. “Jamás en la vida me hubiera imaginado ser mamá -dice-. Mi adolescencia y el descubrimiento de mi sexualidad transcurrieron en Paysandú. Yo pensaba que era una enfermedad que se me iba a pasar, que solo me pasaba con una persona. No pude hablarlo con mi familia ni con mis amigos, durante años tuve una vida paralela donde sufrí un montón. Y fui discriminada porque estuve en la boca de todo el mundo. Estaba buena de joven y muchos gustaban de mí. A los más lindos y a los más codiciados, a todos les decía que no. Tuve un par de novios preciosos porque yo no entendía lo que me pasaba, nunca me enamoré de ellos. Yo estaba enamorada de otra persona. Los quería, sí, y había algo del amparo social que me daba alivio. El placer que puede darte hacer las cosas bien. Lo que para mí era hacer las cosas bien en ese momento". 

Recuerda Prada que en 1985 no se hablaba de homosexualidad masculina "excepto con el chiste grosero, menos de la femenina. Después sospecharon y no nos dejaban vernos con mi novia, nos encerraban, nos escapábamos. Nos encontrábamos por ahí, nos dábamos unos besitos detrás de los yuyos. A mis veintipico, mi madre me preguntó directamente, porque en Paysandú ya se comentaba, alguien nos había visto. Encima mi novia era hija de Eduardo Franco, un cantante muy famoso de Paysandú, de Los Iracundos. Giselle, la Yiyo. Cuando vino mi madre a encararme, le dije que sí. Llanto, coso, terapia familiar. Fui vestida de negro a la sesión y me senté en un rinconcito”.

¿Y cómo fue?

-En un momento empezaron a descentrarme del problema familiar. Las terapeutas se dieron cuenta de que había otras cosas en ese entramado; la que menos problemas tenía era yo que apostaba a la vida, al amor, a lo saludable de hacerse cargo. Fuimos dos veces, nada más. Después transitamos con mi familia instancias muy buenas y eso no impidió que viviera otra vez en Paysandú, y tampoco que me hiciera otra novia.

¿También de Paysandú?

-¡Peor! De Concepción del Uruguay. Difícil. Ella era más chica y cruzaba a verla porque no le daban permiso de menor. O un amigo la traía escondida en barco. Durante años tuve crisis severas, entre los veinte y los treinta. Por mucho tiempo pagué el esfuerzo psíquico que había hecho. Nada es gratis. Yo no tenía con quién hablarlo. Fui a estudiar a Montevideo. Terminé el liceo y empecé Derecho. Me quedaba en la casa de mi novia de ese momento. Me perdía en esa ciudad, no la conocía y no iba nunca a la facultad, iba a su casa. Yo siempre enamoradiza. Cuando me encara mi madre, me dice: no estudiás más. Tuve que dejar a mi novia y con el corazón partido volver a Paysandú, dónde me hice otra novia (risas).

En todos lados iba a resurgir el “problema”…

-Se ve que era una energía que me mantenía con fuerza. Mirá que sufrí, que la pasé mal. Yo tomé mucho toda mi vida hasta hace dos años. En pandemia toqué fondo y dije: si yo no corto con esto, no voy a salir. A veces me sorprendo frente a un whisky, que era lo que tomaba, y me doy cuenta que no tengo el deseo. Laburé tanto internamente que hice un click grandísimo y me dije: quiero quererme. Fue en Paysandú nuevamente. Estaba en mi rancho que es mi casa de la infancia, acostada, mirando los palos del techo, contándolos una y otra vez como toda mi vida. Y fue como una meditación, me cayó una ficha. “Mira todo lo que viviste, Ana. Murió tu madre, tenés un hijo, pasaste por esto y por lo otro. Tengo que salir de esta depresión”. Así dejé de tomar.

¿Deprimida dijiste?

-Sí. Me agarró la pandemia separándome de Pata y lejos de mi novia nueva. Cumplí 50, me vino la menopausia, nos fuimos comiendo los ahorros, no podía trabajar. No tenía contacto con el público. No tenía esa adrenalina que es un vicio. Tenía programada una gira por Europa y poquito antes se cerró todo. Fue un cambio muy grande. Aprendí a vivir de nuevo.

¿Y la combinación de maternidad y menopausia qué tal?

-Para mí mejor porque siempre me dolía la panza cuando menstruaba. No lo tomé como una pérdida. Simplemente hay hormonas que dejan de andar dando vueltas. No es que se te terminó la vida. Dejé de tomar y tengo mucha más energía porque el alcohol te chupa. Me di cuenta de que cuando murió mi madre empecé a tomar para apagar la tristeza. Pero eso no iba a cambiar si yo no procesaba. Y fumaba como una loca. En el escenario, mi cerebro le daba una orden a mi voz y no me salía. Me pregunté por qué fumaba, ¿qué me estoy queriendo callar? Lo digo en mi canción “Soy corteza”, de No. Dice: Soy corteza, tengo cortesía. Por no decir que no, digo que sí a cosas que me hacen daño. La separación con Pata, con quién nos adoramos y somos familia para siempre criando a Hugo de una manera hermosa, no fue fácil. Yo, por otro lado, reconstruyendo el amor, porque siempre lo estoy buscando y Pata también. Empecé terapia y al tiempo dejé de fumar porque necesito querer mi oficio. La música es mi vida, la gente me quiere, espera un disco y paga una entrada para verme. No puedo ir con la voz cascada. Estaba fumando mucho en pandemia también por la separación con mi pareja que había dejado acá en la Argentina, con quién ahora nos volvimos a encontrar. Un año sin vernos, después nos vimos unos días y al final nos separamos…

Sos de volver con tus ex… con Pata pasó eso, ¿no?

-Me enamoro de manera antigua, románticamente. No es que diga “viva la monogamia”, que es una mentira insostenible producto de una necesidad social de supervivencia que caducó. Creo que es válida siempre y cuando sea porque querés. Y que los rituales sean los que querés hacer. Cuando tenía diez años me imaginaba a mi edad casada con hijos.

Un poco se hizo realidad, te casaste con Pata y tienen un hijo…

-Sí, pero me fui por otro lado. No todo el mundo vivió las cosas que viví. Hay parejas que se juntan tres o cuatro amigos para alquilar un bulo porque tienen amantes. Está todo bien, pero no me sigas vendiendo el cuentito de que esto funciona. Yo soy de tener pareja, me enamoro y soy fiel aunque me hayan dejado. Pero no porque quiera ser monógama sino porque me pasa.

Hace poco comentabas que sentís que tu rol en la crianza es similar al de un papá…

-En el colegio de Hugo a veces se han preguntado: Tiene dos mamás, sí, ¿pero cuál es la verdadera? Queda muy machista de mi parte ponerme “la papá” pero el rol es como el de un papá… No soy la abuela ni la tía. Desde el primer momento fui yo su referente. Él cortó camino y nos dice Ana y Pata. O mamá Pata y mamá Ana, pero antes nos llamaba “mamá” y nos íbamos las dos. Había que buscar un término que podía ser la “papu”, mamá Ana… Hay un vacío de término. No sos la segunda mamá, pareja de la que lo parió. Sos mucho más que eso.

Pero legalmente vos sos la otra mamá…

-Si, legalmente sí. Lleva el apellido de las dos, porque yo me casé con Pata. Es Hugo Kramer Prada porque nos gustaba romper con eso de que fuera el apellido del “padre” adelante. La mutualista que lo tomó, como las planillas son antiguas, lo hizo figurar como Hugo Prada. Donde decía “madre” le pusieron el nombre de Pata y donde decía “padre”, el mío.

La mutualista se rige por la lógica patriarcal entonces…

-En ese momento decidimos eso, ahora capaz que me gustaría que fuera Hugo Prada. Pero quizás en ese momento no había desarrollado todavía este lazo no biológico que es increíble. Yo me olvido de lo biológico. Y no estoy ahí pensando quién será el donante. Pero al principio, cuando salimos de la inseminación y yo llevaba al frasquito y Pata entró, me preguntaba de quién será el bichito que estaría llegando al óvulo. Venimos de una sociedad machista, además de ser mujeres no aportamos lo genético, a lo cual se le da una importancia extraordinaria. Inseminación asistida hubo siempre, pero en las clases altas donde el problema era que el espermatozoide andaba mal, entonces se inseminaba a la mujer con el semen de alguien lo más parecido posible a él y nunca jamás se revelaba ese secreto para proteger la hombría. Y decían, como en el campo: me tocó la vaquillona fallada.

¡Brutal!

-Cuando nos otorgaron el donante me dijeron: “No tengo ninguno de rulos”. Y yo les respondía que no importaba. No estoy jugando a que es mío genéticamente. Hugo salió con rulos y bastante rubio, tenemos el pelo del mismo color. Pero las que adjudicaban el esperma estaban preocupadas por no tener igual porque lo “masculino” tiene que ser parecido. En las clases medias altas es mayor el prejuicio intelectual. En el pueblo donde vivíamos se sabía que éramos pareja, y cuando a Pata se le empezó a notar la panza, al tractorero no se le pasó por la mente decir otra cosa más que “¡Las felicito! ¿Qué nombre le van a poner?”. Lo más natural del mundo. Hay un montón de prejuicios de la burguesía intelectual. En otra clase social la supervivencia es lo importante; no se juzga, se sobrevive.

¿Sentiste en algún circuito discriminación?

-Sí, en las lesbianas mayores. Incluso se han separado de nosotras, no nos vemos con Hugo. Como una cierta ofensa: te perdimos, ahora sos madre. Para una lesbiana era impensable, un pecado de hybris. ¿Qué querés, encima tener hijos? Todo el tiempo unas amigas muy queridas a las que no volví a ver más -no por mí sino porque creo que a ellas les hace un poco de ruido- no había manera de que no preguntaran: ¿y el padre? A la tercera vez, saltó Pata y les dijo: acá no hay padre, hay donante. Un tipo generoso que se sometió a estudios, al que se le dio un pequeño viático por la molestia: eso hay, nada más.

Padre es un rol…

-Ellas no podían nombrarlo de otro modo. Como cuando un señor embaraza a su compañera y desaparece por veinte años, cuando reaparece es el padre. Si es el padre biológico conserva derechos. Por eso digo que nuestro lugar tenemos que reforzarlo y equiparar derechos, necesitamos transitarlo como inconsciente colectivo. En las nuevas generaciones no creo que sea necesario, pero en la nuestra sí. Pensá que no hay chistes de tortas, sí de gays, de gallegos. Recién ahora empieza a haber relatos divertidos, conversaciones graciosas, standaperas. El chiste es parte del entramado del pensamiento colectivo. No lo veo discriminatorio, igualmente hay una discusión que dar al respecto. Lo tomo como que de alguna manera incorporas una identidad a la existencia. Reírse de la estereotipación de algo es hacerlo existir.

¿Eligieron para la crianza de Hugo un ambiente natural?

-Decidimos tener a Hugo cuando ya vivíamos en la chacra. Sus primeros años fueron ahí. Y después empezó a ir a un jardín de infantes en Ciudad de la Costa que también es bastante agreste. Hay caminos de tierra, podemos ir en nuestras bicicletas al jardín.

En la canción “Podría ser” recogés el lenguaje de campo, que es también el de tu propia pertenencia…

 

-Se la compuse a mi madre después de fallecida, por mucho tiempo no la pude cantar. Tomé imágenes de la naturaleza. Pensé en los ciclos de la vida. Terminé de redondearla siendo mamá, por eso termina diciendo: “el viento mueve la espiga, cae la semilla en la tierra”. Nunca me hubiera imaginado un hijo tan maravilloso, que vino en un momento del mundo en el que pudo.