Fiel a su estilo de retirar al Estado para abrir paso al mercado, el gobierno ha anunciado la liberación de los precios de los combustibles. Dio así por terminado un acuerdo que mantenía con los oferentes privados (e YPF). El argumento habitual para estas decisiones es que los precios deben regularse por el libre juego de la oferta y la demanda; esto es lo que supuestamente ocurre en general en los mercados.

Nada más convincente que alegar una regla general y simple, en lugar de hacer lugar a excepciones. Por ejemplo, si los precios de los comestibles –al margen de algunos precios más o menos cuidados– se fijan libremente, ¿por qué no los de los combustibles?

La respuesta es que no todos los mercados son iguales, mal que les pese a los que abogan por reglas generales y simples. Y la propia noticia de la liberación del precio de los combustibles nos da una pista. Se dice –textualmente– que “la Casa Rosada y (la Secretaría de) Energía estiman que las petroleras no remarcarán pizarras en octubre debido a la sensibilidad que generan las elecciones” (La Nación, 25/9/2017).

Si esto es así, quiere decir que no hay mucho espacio para el juego de la oferta y la demanda; más bien, hay una fijación unilateral de los precios, en base incluso a criterios políticos, no económicos. Si esto es así, regular los precios quizá no sea una mala idea: se trata de limitar el “poder de mercado” de los oferentes. 

Hay dos razones más por la que hay poco “libre juego de la oferta y la demanda”, en el caso de los combustibles.

Para empezar, la demanda en este caso reacciona muy poco al precio (es inelástica al precio, diría un economista). Esto es así porque no tienen sustitutos inmediatos. La cantidad que se consume depende esencialmente del nivel de actividad. El precio no tiene entonces la función de regular la demanda; la cantidad consumida es en este sentido un dato casi inamovible. Si existe la posibilidad de elevar unilateralmente el precio –que es lo surge de la noticia–, entonces se abre el camino para ajustes sensibles sin que las cantidades vendidas se vean afectadas, con las consiguientes ganancias para los vendedores.

En segundo lugar, la vía de la importación sólo está abierta para los que controlan las redes de distribución (en esencia, camiones y surtidores). Si el precio local resulta ser mayor que el que rige en otros lugares del mundo, esto no significa que habrá automáticamente importaciones. Los turistas que viajan al exterior traen televisores o indumentaria, no combustibles.

Por último, los oferentes de combustible son pocos y se conocen bastante. Llegar a acuerdos de precios es fácil, sobre todo sabiendo que las guerras de precios son inconducentes, porque las cantidades demandadas no varían con el precio.

De hecho, en los países razonables existe necesariamente un espacio de discusión entre oferentes y gobierno, formal o informal. Nadie piensa seriamente que el precio del combustible debe librarse “al mercado”.

Este tipo de acuerdos o conversaciones informales no tienen buenos antecedentes en Argentina, sin embargo. Lo ocurrido en 2004 con el precio del gas es un buen ejemplo. El gobierno decretó en enero de ese año la formación de un mercado no regulado para el gas natural de uso no residencial, para abrir la puerta a una recomposición de precios, tras la devaluación de 2002. Según evidencias, existió un acuerdo para evitar reajustes muy violentos, optándose por una vía gradual. Pero no fue lo que ocurrió. En febrero, los proveedores de gas estaban cortando el suministro de gas a las industrias que no se avinieran a un reajuste tarifario que seguramente no surgió del libre juego de la oferta y la demanda. Y febrero no es un mes donde falte gas, precisamente. Esto abrió la puerta a la percepción de que había una crisis energética en Argentina; esto no fue así, pero el gobierno de ese momento no se tomó el trabajo de brindar explicaciones. Si esto llegara a ocurrir con los combustibles, no quedaría sino la regulación de sus precios.

* IIE-Cespa-FCE-UBA.