“Los chismes muchas veces terminan siendo verdad”, dice Felisa, la eficiente chaqueña que trabaja en una antigua casona de “un pueblo cheto de las sierras” de Córdoba. Los años de las vacas gordas pasaron para Amelia Sáenz Valiente de Quesada, postrada y sin poder caminar desde que atropelló a una vaca, cuya cabeza quedó incrustada en el parabrisas del auto; choque un tanto “anómalo” en el que murió su amiga Lorraine, presunta amante del marido de Amelia. ¿Accidente o crimen? Los rumores y las conjeturas crecen como hongos en un pueblo de “mucho platudo con tiempo” que se erige en una suerte de tribunal popular implacable a la hora de sentenciar quiénes son culpables o inocentes. “Será mi sangre inglesa o será la vida que me volvió práctica. ¿Qué importa si Amelia quiso matar a Lorraine o no? Motivos tenía, le sobraban, todos sabemos eso. Los que matan no son siempre asesinos”, advierte María Teresa, la dueña de una hostería, al enunciar su hipótesis desde una especie de “saber” compartido con los otros. Los acontecimientos se aceleran a partir de la llegada de Angie Ocampo, una pariente lejana de Amelia, que le propone transformar la vieja casona en decadencia en un hotel boutique. En todas las familias literarias hay “personajes” que escriben novelas magníficas y elusivas a la clasificación, como lo hace María Martoccia en Años de gracia (Tusquets); son ficciones que desacomodan las perspectivas y el punto de vista y operan como cajas de resonancia de mundos ambiguos y cargados de enigmas que no tendrán solución.

Las anécdotas de los personajes –narradas por esas voces que se salen de la vaina por contar, aunque más no sea una pequeña porción del mundo en el que viven o han vivido– despliegan instancias de condensación casi del orden poético, una suerte de belleza anómala en lo cotidiano del pasado. Felisa, la chaqueña que cuida a la señora Amelia, elogia los loros de su pueblo que son otra cosa, “no estas cotorras de miércoles que hacen ruido y no sirven para nada”. La impresión que genera Martoccia –como si lograra pulverizar el artificio del diálogo– es de una transparencia extrema, al punto de que los lectores podrán sentir que los personajes le están hablando al oído. “Aunque le parezca mentira, en mi casa había un loro que arreaba las cabras –agrega Felisa–. Volaba y gritaba ‘¡Cabras!’ y las cabras se separaban de las ovejas y entraban al corral. Me acuerdo de estar afuera, a la noche, con la luna grande de fondo, y el loro a los gritos llevando las cabras. No volvía hasta que entraban todas y mi mamá le daba un gajo de naranja o un pedazo de pan. El pan con chicharrón lo volvía loco”. En la hostería del pueblo que regentea María Teresa, despunta Jorge Biasini, una especie de “celebridad”, un ex modelo que hizo una publicidad para Christian Dior en 1954, que añora el glamour y la elegancia, los tiempos en que “uno caminaba por las calles de París y se encontraba con estrellas, con verdaderas estrellas”.

Años de gracia quizá sea el cierre de una zona narrativa construida a partir de la intensa experiencia de indagación del territorio de las sierras cordobesas, que empezó con la novela Los oficios (2003), continuó con Sierra Padre (2006) y Desalmadas (2010). Aunque conserva una casita en San Marcos Sierra, donde vivió unos quince años, hace tres años que está instalada en la ciudad, en el barrio de Caballito. “El año que viene quizá me voy a algún lado, veré para dónde rumbear. Soy un poco de levantar campamento, ir y volver, cuando puedo”, cuenta la escritora y traductora, que antes vivió en Inglaterra, Yemen, Malasia, Tailandia y Marruecos, en la entrevista con PáginaI12.

–El lenguaje de “Años de gracia” llama mucho la atención, especialmente por expresiones como “plata al divino botón”, “dicen que cuesta un ojo de la cara” y “no hay santo que lo cure”, entre tantas otras. ¿Cómo trabaja el lenguaje y la oralidad en la escritura?

–Es algo difícil de decir, me cuesta mucho teorizar sobre lo que hago porque no me interesa. Cuando me siento y escribo, me gustan muchísimo los refranes, me encanta la oralidad, el registro, me doy cuenta de que me gustan las palabras, los sinónimos. Me gusta adecuar el lenguaje a un montón de cosas. Además, es muy curioso cómo uno encuentra en los pueblos un lenguaje riquísimo en gente que no tiene la menor educación. Y al contrario: uno encuentra lenguaje pobrísimo en gente que supuestamente tiene más educación.

–¿Por qué cree que la persona con más educación no tiene tanta riqueza de vocabulario?

–No necesariamente la persona educada es observadora; con la observación vienen los sinónimos. Yo he visto en el interior gente muy observadora. Cuando observás, necesitás diferenciar. Y cuando necesitás hacer diferencia, ampliás el vocabulario. He encontrado palabras que me han sorprendido porque el noroeste también conserva cierto lenguaje más castizo; encontraba muchos sinónimos, muchos refranes olvidados porque el lenguaje va cambiando. La persona observadora necesita palabras para describir lo que observa más que el que no mira. No necesariamente son lectores ni han tenido una educación académica; es gente muy observadora que puede ser analfabeta y no haber tenido casi educación. Me gusta que las palabras se adecuen a los personajes, a la clase social, al modo de hablar. Siempre me fijo que el personaje sea coherente cuando habla: si este personaje dijo “tirar plata al divino botón”, no puede decir “tirame las agujas”. Esto es lo que me entretiene cuando escribo.

Las carcajadas de Martoccia brotan y mueren enseguida; es de la estirpe de las escritoras que cultivan cierta excentricidad en la mirada a la par de un bajo perfil, que la lleva a prescindir de cierta sociabilidad festivalera que impone el “ambiente” literario. Tiene razón Luis Chitarroni cuando afirma, en la contratapa de Años de gracia, que nadie escribe hoy como Martoccia. “Nadie considera como ella la superficie y la hondura de la novela, nadie la explora con esa intranquila y radiante suficiencia, con esa desconfiada superioridad”, plantea Chitarroni. Como si en sus manos reposara la memoria de una improbable costurera que no da puntada sin hilo, explica que escribe diálogos y después intenta que “ese zurcido sea lo más invisible posible”.

–Hay un evidente deleite con los diálogos. ¿Qué encuentra en el recurso del diálogo?

–Los diálogos avanzan mucho la narración y después voy cosiendo eso hasta que quede una unidad. ¿Por dónde empiezo? En esta novela fue por una mujer que tuvo un accidente con una vaca, que queda inválida, y que mató a la amiga. Todo lo demás es por añadidura. Después se va a dar todo lo que se tenga que dar. Alguien me contó la anécdota de un loro que arreaba cabras, entonces la metí; voy añadiendo o quitando. A veces hago un trabajo de poda y limpio mucho. No quiero ser reiterativa, seguramente lo soy, pero no quiero repetirme.

–¿En qué sentido no quiere ser reiterativa?

–A veces tengo miedo a ser excesiva… el mecánico que se enamora era un tema peliagudo, difícil, pero este mecánico se enamora de chicos jóvenes… Sin llegar a plantearlo en la novela, una pregunta que me hago es qué pasa con el hecho de enamorarse de un menor de edad. Además, es como cuando dicen que alguien es pobre si gana menos de 9000. ¿Y si ganás 9100 no sos pobre? ¿Dónde ponés el límite? Simplemente en la novela ese personaje se enamora y se ve en una situación de ilegalidad. Qué pasa con la ilegalidad que imponemos en otras culturas, qué pasa con esa fuga de esos dos mecánicos, un hermano que ayuda a otro a escapar. Siempre me gusta plantear apenas la ilegalidad, que no va de la mano de la inmoralidad porque lo ilegal y lo inmoral son dos cosas distintas. No por hacer algo ilegal sos inmoral o amoral. No me gusta ser reiterativa ni demasiado obvia. A veces escribo diálogos que tengo que condensar un poco para que no queden tan largos. No soy una escritora que afirmo, sino que presento a través de los diálogos. 

–Los diálogos de Años de gracia podrían desmentir que los escritores argentinos no son tan buenos escritores de diálogos y que la tradición rioplatense no es vigorosa en términos de diálogos. ¿De dónde le viene este gusto por el diálogo?

–El diálogo es muy sintético y con muy poco avanzás. Tengo una tendencia natural a ser sintética, no sé si lo logro. (Manuel) Puig es muy bueno con los diálogos; pero quizá a la literatura argentina no le interesa mucho el diálogo. Yo voy mucho al teatro, desde muy chica, todo el tiempo. No quiero escribir teatro, pero ir al teatro es la cosa que más me descansa y me fascina. El teatro es puro diálogo; pero también creo que están las conversaciones que escuchaba en mi casa cuando era muy chica, que eran permanentes. Yo no sé si lo que te gusta influye a la hora de escribir. Obviamente las lecturas forman un bagaje y yo leo principalmente literatura anglosajona. Yo encuentro un placer y un descanso en el teatro. Además, me gustan los actores, me gusta ver buenas actuaciones.

–Los personajes de la novela son casi todos muy chismosos, hasta los que pretenden no serlo resultan chismosos a su pesar. ¿Cómo funciona el chisme en Años de gracia?

–Los hombres son chismosos también, no sé por qué no deberían serlo, de dónde sale eso (risas). Ahora que lo pienso me interesa el chisme sin juzgar; contar lo que le pasó al otro sin juzgarlo es un arte, mostrando lo distinto de las conductas. El chisme es acorde con los ambientes chicos, donde todo se puede convertir en un infierno.

–Lo de pueblo chico, infierno grande funciona, ¿no?

–Sí, es curioso porque a la vez adoro el anonimato de la ciudad. En Sierra Padre me pasó algo muy desagradable. Yo escribí sobre el dueño de un vivero, un croata nazi que era gay. Le molestó más que escribiera que era gay que lo de nazi. Yo lo describí casi exactamente cómo era. A los dos o tres meses volví al vivero; había salido una nota en la que se mencionaba el vivero, pero ni se me ocurrió pensar que podría haberla visto. Entré al vivero, vino un muchacho y me dijo: “señora, ¿usted es la de la nota? Por qué no se va”. Y me tuve que ir… Yo no podía creer que hubiera llegado el chisme. Otra vez me pasó que entré a una farmacia y me puse a hablar con una señora y había otra mujer que dijo: “no le cuentes nada que ella lo escribe todo”. Creo que (César) Aira dice que la gente no se reconoce cuando uno la escribe. Yo escribiré mal porque se reconocen (risas). Ahora disfrazo un poco más a los personajes, los traslado de contextos. A los que vivimos en la cabeza nos pasa eso: a mí se me ocurre que tal personaje es fulano y es fulano. Pero lo sé yo nada más.

–¿Cómo es “vivir en la cabeza”?

–Lo mejor que me puede pasar es vivir en la cabeza. Cuando ya estoy vislumbrando otra novela, empiezo a vivir adentro de mi cabeza. Todo lo demás me resulta horrible y no me interesa en absoluto. No sabés lo que soy yo llenando un formulario en un banco. Tengo que ir con mi hermano, mi hermano me acompaña… El mundo es hostil y violento; estamos viviendo una época violenta disfrazada de no violencia. Desde muy chica tuve la conciencia de que este era un país cruel y salvaje.

–¿Qué hecho le hizo ver esa violencia?

–Lo curioso es que este es un país cruel y salvaje puertas adentro. Ahora estoy escribiendo un diálogo sobre eso, sobre mi primera experiencia, sobre la primera vez que escuché a mi padre y a un médico hablar de la operación que le habían hecho a Evita. Yo era muy chica. Me acuerdo que el señor tenía un gorro de astracán y el astracán es la piel del feto de una oveja; es una piel muy cara y muy buena porque el feto tiene la piel más suave. Siempre asocié que me estaban contando la operación de Evita y el señor tenía un gorro de un animal al que le habían metido la mano en el útero. A Evita también le habían metido la mano en el útero y esa operación había sido muy cruenta, muy sangrienta. A los que amamos a los animales –yo tengo un perro que recogí de la calle y tuve gatos–, el campo impone una crueldad por la productividad. Yo conocí muchos paisanos que cuando el perro empieza a matar gallinas dicen que al perro hay que ahorcarlo, no se lo puede llevar a un refugio. Y lo ahorcan. A los árboles frutales para que produzcan más a veces se les da hachazos. El mundo en el que estamos viviendo es de una violencia inusitada.



La ficha

María Martoccia nació en Buenos Aires, en 1957. Escritora y traductora, estudió letras en la Universidad de Buenos Aires. Publicó los libros de cuentos Caravana (1996) y Enemigos de la lluvia (2015), y las novelas Los oficios (2003), Sierra Padre (2006) y Desalmadas (2010). Es coautora junto a Javiera Gutiérrez de las semblanzas biográficas Cuerpos frágiles, mujeres prodigiosas (2002) y de una colección de relatos infantiles basados en leyendas budistas (2009). Martoccia cuenta que está escribiendo una novela sobre los años 60, que es la época de su infancia. “Estoy armando los diálogos de los personajes, trabajando sobre la crueldad y el salvajismo de este país del fin del mundo, percibido así por mí o por ese personaje. Yo no soy muy afecta a la primera persona, al yo. Me gusta más la tercera, pero todavía no me decidí por una narradora”, dice la escritora que ha traducido, entre otras, dos obras de Yasunari  Kawabata: La bailarina de Izu y Mil grullas.