Martín Gurri publicó La rebelión del público en 2014 y lo actualizó en 2018. Recientemente el libro fue editado en castellano. El planteo del escritor e investigador -en el campo de la geopolítica y el cambio social- fue, en su momento, anticipatorio, y continúa vigente. "La tesis es que la tecnología digital ha destruido la autoridad de las elites que dirigen las instituciones de la sociedad moderna. Un público enojado, conectado en red, puede estallar en cualquier momento, deseoso de repudiar estas instituciones sin ofrecer una alternativa a ellas", resume en el intercambio de mails con Página/12. "El gran conflicto político de nuestro momento histórico no tiene nada que ver con la derecha o la izquierda, con los capitalistas o los socialistas: es una colisión tectónica entre el elitismo y el nihilismo, que es global y afecta todos los aspectos de la vida", cierra. Para él, la llegada de Javier Milei a la presidencia en Argentina es "una ilustración perfecta" del tópico abordado en este trabajo.

La rebelión del público. La crisis de la autoridad en el nuevo milenio -publicado por Adriana Hidalgo, dentro de la colección de filosofía política "Interferencias", con traducción de Santiago Armando- es un estudio del impacto de las nuevas tecnologías y las redes sociales sobre la política, el Estado, la autoridad. El autor, nacido en Cuba y residente desde hace muchos años en Estados Unidos, describe un momento de irrupción de la ira pública contra el orden establecido. Un tiempo muy distinto al siglo XX industrial, que se caracterizaba por modalidades verticalistas de circulación de información y saber. Ahora eso es de abajo hacia arriba. Y muchas personas, en distintos puntos del mundo, se sienten alienadas y desconfiadas del gobierno, los medios, la ciencia, las universidades.

"Las elites de todo el mundo actúan como si todavía viviéramos en el siglo XX. El número de personas conectadas a Internet se acerca a los 6.000 millones, lo que las deja eternamente sorprendidas", advierte Gurri, quien trabajó como analista en la CIA. "La revuelta del público ha tenido lugar en países pobres como Sudán y ricos como Francia. Ha golpeado en dictaduras como Argelia y democracias formales como la de Chile. Las revueltas pueden tener un sabor de izquierda (Black Lives Matter) o de derecha (Chalecos Amarillos). Evidentemente, hay un elemento estructural profundo que trasciende las viejas categorías del análisis político", analiza. Ese elemento lo proporciona "la transformación radical (y global) del sistema de información".

-¿Qué cambios detecta en su área de investigación desde 2018? ¿La pandemia reforzó las ideas del libro?
-La revuelta del público comenzó con la tristemente mal llamada “Primavera Árabe” de 2011. Llegó a su punto máximo en 2019, cuando se produjeron al menos 25 grandes insurgencias callejeras en todo el mundo. Luego, de repente, se detuvo por una pandemia de Covid-19 que fue tanto un evento político como médico. Los medios sembraron el pánico a todos los niveles. Un público aterrorizado se volvió dócil y desesperado creyendo que las autoridades poseían la sabiduría para garantizar su protección. Los gobiernos se escudaron en la infalibilidad de la ciencia, lo que hoy suena absurdo pero, dadas las circunstancias, parecía tranquilizador. El pensador británico David Goodhart lo llamó “la hora del Estado”. Esa hora ha expirado. El increíble triunfo electoral de Milei es sólo un ejemplo del sentimiento anti-elite en las naciones democráticas; otros incluyen las victorias de Meloni en Italia y Wilders en los Países Bajos, el resurgimiento de Trump en Estados Unidos y la fuerza actual de partidos parias como Agrupación Nacional en Francia y Alternativa para Alemania. Este no es un desarrollo nuevo que requiera una explicación complicada. Es el mismo impulso anti-elite y anti-institucional de antes, resucitado y retomando su curso tras el paréntesis político de la pandemia.

-Mediante Internet, el público destruyó (o intenta destruir) algo que no le gustaba pero para lo cual, sugiere usted, no hay reemplazo. ¿Está emergiendo algún tipo de nuevo orden?
-Estamos en las primeras etapas de una transformación colosal de la era industrial hacia algo que ni siquiera tiene nombre todavía. No viviré para ver el final. A la raza humana le tomó 150 años descubrir cómo lidiar con la imprenta. El mundo se mueve más rápido hoy en día, impulsado por Internet. Pero hay nuevas complicaciones: inteligencia artificial con “grandes modelos de lenguaje” como ChatGPT. Lo digital ha acelerado la historia pero también ha aumentado exponencialmente el ritmo del cambio. El sistema industrial estaba basado en la producción y el consumo en masa y los movimientos políticos de masas, organizados en jerarquías pronunciadas y controlados por una clase de elite desde arriba. Estas instituciones jerárquicas todavía están entre nosotros, aunque en un estado de profunda decadencia y desintegración. Internet es horizontal, rápido e igualitario. Se ha utilizado para organizar protestas y desestabilizar el orden establecido, pero no ha surgido ningún modelo de organización para rivalizar con las viejas jerarquías. Puede ser que no haya ninguno posible, que el animal humano sea por naturaleza jerárquico. Pero inevitablemente, en algún momento en el futuro, se alcanzará algún tipo de equilibrio. Nuestra tarea es garantizar que la democracia y las sociedades abiertas sigan intactas al final de este viaje.

-¿Cuáles son los desafíos de las autoridades y de la sociedad?
-En la era industrial la autoridad descendió como si se tratara de una gracia divina sobre quienes estaban en la cima de la jerarquía. Tenían poder y prestigio, y cuando hablaban, el resto escuchábamos en silencio. En la era digital la autoridad debe ganarse minuto a minuto. Millones de personas escudriñan palabras y acciones de presidentes y primeros ministros para descubrir mentiras, errores, inconsistencias, estupideces y corrupción: Internet es una gigantesca máquina devoradora de elites. Hoy cuando los poderosos hablan los ahogamos con nuestros gritos digitales. En este contexto, quienes están en el gobierno, incluida la burocracia, no deben pretender tener “soluciones” para circunstancias complejas como la desigualdad. En lugar de asumir una postura de infalibilidad, deben revelar, en cada asunto, cuánto hay de incierto y desconocido. Deben abrazar la proximidad digital en lugar de esconderse de nosotros en la cima de la pirámide. Deben dejar de hablar y aprender a escuchar. Sólo entonces las instituciones podrán comenzar a recuperar la confianza que es el fundamento de la autoridad. El público puede llenar las calles con un gran número de manifestantes y aplastar las instituciones existentes. Está siempre enojado, en contra. Esta postura conduce lógicamente al nihilismo: la creencia de que la destrucción es una forma de progreso. El desafío para el público es brindar alternativas prácticas a las estructuras que repudiamos.

-¿Cuáles son los principales peligros de la crisis de autoridad?
-Mi mayor temor es qué sucederá con la democracia. La política y los gobiernos democráticos de hoy están organizados según el modelo industrial: ambos son piramidales y funcionan muy por encima de los ciudadanos comunes. El público, con mucha justicia, no considera que estructuras como los partidos o las agencias gubernamentales sean particularmente democráticas. Parecen fortalezas de poder en las que sólo unos pocos pueden entrar. Los de adentro –la clase que conforma la elite– piensan igual y hablan igual. Elegir entre ellos en las elecciones parece un ritual vacío. La revuelta del público comienza como un repudio a las instituciones que se llaman a sí mismas democráticas pero que, en realidad, son aristocráticas en estructura y espíritu. 

-¿Cómo conecta la actualidad argentina con las ideas del libro?
-Las recientes elecciones en Argentina fueron una ilustración perfecta del tema. Por un lado, estaba el antiguo régimen: el ala kirchnerista del Partido Justicialista. Cualquiera fuera la intención de este grupo cuando llegó al poder por primera vez, con el paso del tiempo su objetivo se ha convertido en el poder mismo (o eso le parece al público). El último gobierno habló con aire de infalibilidad pero la inflación se situó en el 120 por ciento. El país se empobreció mientras las elites prosperaban. Cristina Kirchner me recuerda a Hillary Clinton: ambas abrazan la justicia económica pero se mueven en los círculos más altos y rutilantes de la sociedad. Se había abierto un abismo entre el gobierno y los gobernados en Argentina que podía ser explotado por cierto tipo de actor político. La rebelión del público tiene dos formas principales de expresión. Una es directa: multitudes en las calles. La otro es electoral: políticos que explotan el repudio. Se les suele llamar “populistas”, palabra de la elite que sugiere que algo es popular cuando no debería serlo. En las naciones democráticas de todo el mundo, el disgusto del público hacia la elite ha dado lugar a una época dorada del populismo. Si te metieras en un laboratorio para construir al populista perfecto para la era digital el producto se vería y sonaría exactamente como Javier Milei

-¿Por qué?
-Todo lo que hace está descentrado, desentona. Dice cosas escandalosas. Su apariencia es estrafalaria. Tiene un peinado raro: debería hacerse un estudio sobre la importancia de los cortes de pelo extraños de populistas como Trump, Wilders, Boris Johnson, Beppe Grillo. No son excentricidades incidentales. Son señales políticas. Es una forma de decir: "Yo no soy ellos". El público está harto de votar por partidos de oposición que resultan no ser diferentes de aquellos a los que se oponen. Los populistas se aseguran de que las diferencias sean tanto físicas como retóricas. Han inyectado cultura popular, que es la lengua materna del público, en la dignidad petrificada de la elite política. Milei es una criatura de Internet. Llevó a cabo una campaña brillante en las redes sociales que atrajo especialmente a los jóvenes. La mayor parte fue en video: al igual que Trump es un performer natural. Entretiene incluso mientras fulmina: nadie sabe qué va a decir a continuación. Que estos atributos se traduzcan en un gobierno eficaz es otra cuestión. Un presidente populista es algo así como una contradicción: debe atacar las instituciones que preside. Esa es una maniobra difícil; la mayoría de los populistas electos no ha podido lograrlo.

-¿Cómo fue su trabajo en la CIA? ¿De qué manera ponía en juego su perspectiva social y geopolítica?
-Tuve el trabajo menos glamoroso en la CIA. No tenía licencia para matar. Nunca jugué al bacará en Montecarlo rodeado de mujeres hermosas. Fui analista de medios globales. Resultó ser un lugar con una magnífica vista del futuro: vi de primera mano el efecto de Internet mientras se extendía por todo el mundo