El cuento por su autor

“Stella” forma parte del cuento “Vidas”, cuento coral cuyo título es un acrónimo de sus cinco personajes: Verónica, Iván, Daniela, Andrés y Stella. Escribí el texto en los primeros meses de la pandemia, en tiempos en los que todo era difícil, en tiempos de detenimiento total. Y por contrapeso apareció una escritura rápida, vertiginosa, como si buscara el envión de un remolino que me permitiera seguir adelante. No era solo cuestión de moverse. El movimiento tenía que engendrar algo más, una electricidad vital.

Estos personajes viajan, migran, van y vienen. Lejos del exotismo, cerca del impulso nómade del sobreviviente. Atravesados por las necesidades de nuestros países latinoamericanos que expulsan, atraen y nos hacen rebotar, pero también guiados por un secreto deseo, propio e individual. Así somos, así vamos. Si pudiéramos detenernos simultáneamente (y en diacronía) en las miles de historias individuales, ¿qué veríamos, qué descubriríamos de nosotros mismos? “Stella” cuenta la historia de una escritora, y es a la vez un homenaje y una ligera transformación de Hebe Uhart (amiga y maestra más allá de los tiempos) en personaje de ficción. Tramado con restos de memoria personal, palabras encontradas en las libretas de su archivo, subrayados de lecturas, pero sobre todo con juego imaginario: ¿qué pudo haber hecho Hebe en su último viaje a Córdoba, ese del que no me comentó nada, un viaje a un lugar que no conozco?

De tanto evocar, el recuerdo se gasta, se vuelve letra muerta, texto ya escrito. Y yo precisaba algo vivo. Tuve suerte, la ficción hizo lo suyo; los materiales se movieron con energía nueva y anclaron en un presente, eternamente actual, como quien no quiere la cosa. Ficciones de otro; ¿no será acaso esta una de nuestras maneras de andar por el mundo?

Stella

Ella era escritora. Se llamaba Stella. Y no daba dos pesos por las historias que se ocuparan de personajes que fueran escritores. Con sus conflictos de escritores convertidos en grandes conflictos. ¡A quién le interesa!, protestaba. Prefería la observación de una vaca, una familia de monos, la odisea de una familia de migrantes. Seré breve entonces. Cuando la conocí, Stella era una mujer grande y de preguntas directas, pero ella misma esquiva; había temas que jamás entraban en la conversación, que dejaba fuera de registro. De allí que mi conocimiento sea trabajoso y errante, de paleontología casera, con la única certeza de que el pasado es un animal en vías de extinción.

En sus libretas anotaba frases curiosas, tareas pendientes: “editorial y veneno para hormigas”, “rechacé cuento de Papá Noel”, “si me puse los zapatos, mis pies me llevan”. Aunque el país de los jóvenes le quedaba lejos, conservaba gestos provocadores: desprenderse de regalos no deseados, premios berretas o artesanías chotas. Moverse. Afirmar con picardía: no vuelvo ni para buscar el paraguas que me olvidé. Recorrer las calles de Once buscando telas exóticas para hacerse un echarpe hippie, comprar un camperón de plumas para un viaje a Italia, largo, negro hasta los pies, que la hacía parecer una campesina en el destierro o en el equívoco, más que una turista.

A veces al salir de su casa y encarar de noche hacia el Mercado de las Flores yo misma le daba vueltas al asunto, rumiando el paso del tiempo, la inflexión a la vejez, ¿hubo? A los cincuenta años seguramente ya había aprendido varias cosas de sí: que esconder bajo la cama libros prohibidos y anhelar consignas conciliadoras en una lucha de guerrillas era algo que había sido de una ingenuidad apabullante. Que enamorarse de un buzo con escafandra en La Boca y pretender regenerar a un poeta alcohólico eran berretines que había que ponderar con cuidado. Que preparar traducciones de latín como quien tira un ancla en medio de la tormenta era algo que volvería a hacer, absurdo y necesario. Lo que quizás vio, entonces, alguna mañana bien temprano frente a la ventana de la cocina, fue que no había cambios del día a la noche, que el arte de la narración fallaba en plantear esas cuestiones como un giro o punto de quiebre, eran mejor dicho una cuestión de ritmo. Corrientes que venían de lejos y que uno podía alentar o desalentar. Que en un momento, sí, se instalaban en la vida de uno como quien no hubiera hecho algo diferente antes. Las personas que dejaban de fumar, por ejemplo. Un día, efectivamente, era el último día que prendían un cigarrillo, que aspiraban el humo, sacudían con elegancia o torpeza la ceniza en el cenicero, en el piso del balcón, al aire, efectivamente había un último día en que habían mirado al cigarrillo como quien mira un problema, una encerrona, una trampa. Pero para alcanzar ese día, ¿cuántos insomnios, alzas y recaídas? Y después. ¡Oh! Dos años después el cuerpo ya no recordaba nada. Habrían vuelto los olores más intensos: de las flores, del pasto recién cortado, de la tierra mojada, del pis de gato. La del cigarrillo sería la vida de otra persona, una persona que ya no sería ella.

A los cincuenta años ya no tenía tiempo para andar tirando por ahí como margaritas a los chanchos, pero tampoco edad para echarse a dormir el sueño de los justos. Había vivido lo suyo. Había dejado pasar. Se había encerrado tres días en un departamento a cal y canto, se había visto desde afuera, sin reconocerse en ella misma: sus piernas macizas, su pelo corto, la mirada de perrito perdido que deambulaba por la habitación, su voz y su parloteo como si fueran objetos de otro. Había salido adelante. Tiró a la basura la mitad de sus pertenencias. Adquirió algunas resignaciones. Lo contó y después lo negó. Entre las cosas que conservó había cuadernos de filosofía: Spinoza, Hume, Simone Weil; la bendición papal para su hermano, fotos de abuelos inmigrantes y una carta escrita a máquina, con tinta negra y roja, que le habían despachado a las apuradas para alcanzar la encomienda de las siete de la tarde que salía de Tandil. Stella casi nunca volvía sobre esa época. ¿A quién le gusta volver sobre esas épocas? Se refería a esos días con elipsis y vaguedades, admitía apenas que sí, que había sido un período malo, peligrosamente movido. Negaba vinculaciones, la idea misma de bisagra. La alegría era un trabajo como cualquier otro, decía. Se la podía encarrilar o dejarla pastorear. Y ella encarrilaba. No siempre, claro. En las noches de insomnio era difícil. Recitaba entonces nombres de personas que empezaran con la letra A: Analía, Anastasia, Anaximadro. Después con la letra B: Benicio, Bonifacio, Buffalino y así, hasta caer en sueños. A veces fumaba en cuanto se despertaba, pero sabía que ese no era un buen hábito. Se lo sacudía como podía. Se obligaba a salir de la cama en la madrugada con la radio o un mate frente al balcón. Los pensamientos llegaban y se iban con oleaje sereno hasta tanto el día se afirmara: que una idea ocurre en el cuerpo y el yo no decide una poma; que de la causalidad muy poco, pura repetición. Que entre animales y humanos, fronteras mínimas. Que del vacío y el dolor: ahí silencio. Que a la imaginación ni corta ni desbocada, con riendas. Que ella era así: nunca había sabido esfumar colores en los mapas de geografía, iba derecho viejo al celeste del mar. Pero que escribía como si tradujera, con obediencia, sin obsesiones, sin interferir, como si rezara. Ligera. De todas esas cosas se dio cuenta, las que eran, las que ojalá fueran. Las repitió en su altarcito criollo. Buscó ejemplos, como si preparara una clase. Comió un durazno, se lo merecía. Una vez que supo todo esto, se dejó llevar. ¿Y esto fue a los cincuenta o a los setenta años? Seguía abriendo carriles, pero eran carriles sobre las mismas huellas profundas, como si fueran ríos eternamente recorridos. Ahora podía decirle al hombre viejo de Tandil: ¿Otra cerveza? ¿Para qué si ya no nos hace lo mismo? Aunque después insistiera: Yo no digo esas cosas. Qué extraño. El tiempo, mirado desde esta perspectiva, empieza a perder linealidad. Y las historias quedan para siempre orbitando fuera de su elipse. Estamos en el balcón de su departamento, es un piso alto y su balcón tiene una vista abierta. Stella apoya las manos en la baranda y mira hacia el norte. Habla con frases cortas de lo que entra en su campo de observación. Pareciera que el tiempo nos ha vuelto aire, un aire ligero, un aire que vibra y revolotea, que pasa por ahí, nos roza las manos, los dedos inquietos, instrumenta el dibujo fugaz de algunas letras para llegar finalmente a lo único que cuenta, a una mañana de otoño, fresca, una mañana tapada con cierta neblina que le aseguraron se iría levantando con el sol.

Eso le dijo el chofer, un hombre de la zona que esperaba sin apuro, y Stella asintió con un gesto que podía decir claro cómo no iba a salir el sol y a la vez qué suerte, menos mal; y le preguntó de inmediato si ya podía subir a la combi. Fue la primera del grupo que estuvo lista después del desayuno. En el lobby del hotel, la mirada hacia afuera, la mano derecha sosteniéndose de la tira del bolso ecuatoriano que llevaba como cartera. Pasitos cortos entre los sillones y la puerta de vidrio. Conservaba la ansiedad natural de toda su vida, pero como toda persona vieja se había levantado mucho antes de la hora, a eso de las seis. Los más jóvenes del grupo aparecieron al filo del horario, cuando ella ya estaba sentada al lado de la ventanilla en el interior de la combi que los iba a llevar hasta la reserva de monos carajá. El camino eran apenas doce kilómetros desde La Cumbre, por sierras bajas y bosque no muy tupido. Le gustaba la provincia de Córdoba, toda su gente era emprendedora. Respondió rápido las preguntas de rigor de los compañeros del grupo: sí, sí, muy bien. Después se quedó en silencio mirando un rato por la ventanilla. Pedreros, alguna liebre, una vaca pastando ajena al movimiento de los autos. En su bolso llevaba una libreta, un fibrón negro, la billetera y una botellita con agua. Un campo de lavandas florecidas les dio la bienvenida. Cruzaron la tranquera, siguieron por un bulevar: el aire tenía un fuerte olor a pino y eucalipto, un aire que invitaba a respirar hondo. Los recibió un guía que se llamaba Juan, que empezó a contarles la historia de la reserva. Ella observó los carteles de la entrada y anotó en su libreta: “No mask, no pass”, “Aquí les enseñamos a los monos a ser monos”. Observó que las crías de los monos iban sobre el lomo de las madres y enroscaban su cola larga alrededor de la de ella. Así podrían rodar de rama en rama, arriba y abajo sin caerse. El detalle de la cola y la carita de perfil pegada al cuello de la madre. Monos en todos los árboles, altos en las ramas. La neblina fue levantando, como habían anunciado, y el aire fresco le dio una energía nueva. A la mañana siempre tenía mucha vitalidad, pero a eso de las once solía recostarse. El cuerpo le pedía pausa y giro. Los árboles eran altos y de ramas flexibles. Estos monos vivían mucho mejor que los humanos. A mí me gustaría un jardín así, encima los cuidan, los rescatan, están mejor que muchos ¿sí o no?, bromeó. En el primer grupo estaba Flicus, un mono negro y viejo que había llegado desnutrido muchos años atrás: vientre hinchado, piel y huesos; con el tiempo se había convertido en el macho líder, el que marcaba el territorio y ponía orden en el quilombo. No era de extrañar, pensó, los sobrevivientes si encarrilan no se bajan más. Las hembras eran quienes permitían el ingreso de nuevos monos al grupo. Guardianas, concluyó. Observó también a Homero, un mono que se distinguía del resto porque en cuanto bajó del auto y descubrió entre los árboles a otros monos se desesperó por ir con ellos. Mono pero no boludo, iba a decir Stella, pero se contuvo. No siempre reaccionaban así los que habían sido mascotas de humanos, corrigió Juan, más bien era extraño, les costaba limar la confusión entre la identidad y las costumbres aprendidas. Anotó también la voz directa del guía: “Juana, Elme, Taylor, Sofi, vamos… a comer”; “Smart, Chipi, Flopi… vengan” y entonces llegaban unos monitos chiquitos, inquietos, marrones y amarillos, listos para recibir la comida que Juan les ofrecía con la mano, unas frutas, mientras le hablaba al grupo: En las películas hacen de ladrones; en la vida real son peores, son tremendos. Los monitos capuchino, los monitos caí, iguales a los bebés humanos. Pero esto no lo anotó porque ya lo sabía. Capuchino por la semejanza con el traje de los frailes. Encapuchados, pensó. Sheryl ahora se colgaba de las ramas, caminaba sobre ellas con elegancia y soberbia, segura de sí misma como de su raza, pero había llegado unos años atrás vestidita con pañales y pollera y una mochila rosa con sus cosas personales. La mujer que la entregó pidió disculpas: Que no estaba tan limpita, que ya no la podía bañar porque mordía. Registró todo como para expandir después: latita de picadillo, monos rubios y negros, teléfono celular por cuatro bananas, no pueden vivir en cautiverio (qué notable), se entristecen, se dejan morir. Se deprimen mucho, dijo Juan, si no les gusta la comida, alguien del grupo, la choza. Monos muy sensibles al rechazo y a la destrucción de su bosque. Monos viejos, monos ciegos y monos nuevos están en jaulas de rehabilitación. A los viejos los apartan del grupo los propios monos. A los ciegos no les tienen confianza. Los humanos intervienen, los cuidan, pero también alteran (¡ojo!). Stella también vio escaleritas hechas con troncos en un árbol para incentivar la trepada y escuchó gritos de hombres como si fueran monos y luego aullidos de los propios monos, todo era un entrenamiento para enseñarles a reconocer y marcar el territorio. Una combinación de redención humana y de palestra griega, pensó. ¡Cuánto material! Antes de volver con los jóvenes que ya rumbeaban hacia la combi se quedó un rato más frente al grupo de monos donde estaba Homero. Homero la registró. Terminó de comer los frutos de los árboles y se sentó sobre una piedra alta frente a ella. A Stella siempre le habían fascinado los ojos de los monos, esa mirada tan parecida a la nuestra. Ojos mansos, chillones o curiosos, tan expresivos, tan iguales y tan inescrutables. Homero extendió el brazo, la palma hacia arriba. Ella devolvió el saludo, como sabía que hacían en señal de respeto y obediencia, la palma hacia abajo rozando la de él. Homero aceptó e hizo una mueca con la boca, los labios, los dientes, se acercó más, la midió. Ojos como el ámbar, blandos. Ojos con vida.