El cuento por su autor

Corría fines de 1994. “¿Te interesa un laburito de fin de semana, Adri?”, me dijo Fernando. Íbamos juntos al secundario, en José León Suárez. Su tía tenía una sandwichería, le iba cada vez mejor, por eso necesitaba ayudantes, más aún para diciembre, el mes más fuerte del año. Como las cosas en casa no iban nada bien en lo económico –un padre borrado, una madre que trabajaba de lo que podía–, no dudé en aceptar. Si bien trabajamos todos los sábados de diciembre, unos veinte años después, cuando escribí este cuento, decidí condensar esas experiencias en un solo día, el veinticuatro de diciembre. En el cuento, ese día conocimos a ese “viejo panzón”, el entrañable Coronel Colman. Coronel era su nombre, no su profesión. En el relato juego un poco con esa ambigüedad. Hay varios hechos que decidí dejar afuera para no recargarlo demasiado, va un ejemplo: una vez Colman se puso el delantal de la dueña de la sandwichería aprovechando que ella había salido a hacer un trámite. Le quedaba muy chico. A continuación, se puso una peluca pelirroja y se pintó los labios color fucsia. Todavía recuerdo la expresión de Antonia cuando lo vio. Y así como quité, también hice algunos agregados a este hombre que tanto nos hacía reír; confieso que me basé en Luca Prodan, músico a quien amo: imaginé un Luca de viejo, que no hubiera llegado a la fama en el camino de la música, que la haya abandonado antes, ¿cómo habría sido? Ahí lo tienen a Coronel. Como diría la gran Liliana Heker cuando escuchó este cuento la vez que lo llevé a su taller: “Colman está loco, pero tiene ética”.

A Fernando no lo pude ubicar más, y vaya que lo intenté (todavía lo hago); a Colman tampoco, estará muy mayor o ya en otro plano; y para mí la vida también fue pasando; pero quedan aquí, en formato literario, inmortalizados estos personajes. Creo que se lo merecen.

Sánguches

—Tienen un compañero nuevo —nos dijo Antonia, la dueña de la sanguchería.

Yo paré de cortar fiambre y Fernando dejó de enmantecar las planchas de pan. Un viejo panzón se nos acercó.

—Coronel Colman —dijo.

Con Fernando nos miramos.

—Bueno, sigan —dijo Antonia—tenemos mucho por hacer.

Eran las ocho de la mañana de un veinticuatro de diciembre. La mesa estaba llena de papeles con los pedidos de los clientes. Teníamos que hacer toneladas de sánguches de miga.

—¿Usted no trajo delantal? —le dijo Antonia al Coronel.

—No, señora. No sabía.

—Bueno, la próxima tráigase algo, ahora córteme esos tomates en rodajas. Vos, nene —me dijo—finitas las fetas, de papel tienen que ser.

—Sí, Antonia —dije, y regulé la máquina.

Ella se acercó.

—Así no, ya te lo dije el sábado pasado, sale todo roto, ¿ves?, así, siempre así, ¿estamos? ¿Los triples para Lavalle están listos?

—Sí, acá están —dijo Fernando.

—Andá a entregarlos.

Cuando Fernando volvió, Antonia dijo:

—Me voy a la peluquería. Cuando tengan un rato no se olviden de los cien simples de jamón y queso y de los cincuenta triples de crudo y tomate bien cargaditos para mí. Fernando, tomame la caja.

Apenas se fue, Fernando gritó:

—¡Los palmitos!

Fui a la heladera, saqué una lata y la abrí. Fernando y yo empezamos a comer.

—Coma, Coronel, coma —dije.

—Eh, yo no sé, querido, la señora…

—Sin miedo, Coronel, que no se va a enterar.

—Gana fortuna —dijo Fernando—, ¿qué le hace?

El Coronel agarró un palmito y le dio un mordisco. Dimos vuelta unas latas y nos sentamos en ronda.

—¿Usted es de por acá, Coronel? —dijo Fernando.

—De Ballester, querido —dijo y dio otro mordisco.

—¿Y por qué no trabaja más de Coronel? —Fernando acercó la jarra de jugo, los vasos y sirvió.

El Coronel agarró el vaso de jugo.

—Me echaron de la fuerza. Mejor, no era lo mío. —Se secó la transpiración de la frente con la mano—. ¿Y ustedes que hacen aparte de esto?

—Vamos al secundario —dije—, nos falta un año y listo. Por eso acá venimos los fines de semana nada más. Ah, y yo tengo una banda de grunge.

—¿En serio? ¡Sos músico como yo! Dios mío… Lo que daría por volver a tener la edad de ustedes. Haría todo al revés de lo que hice. Para empezar, tendría que haberme quedado en la banda de jazz —se quedó mirando la cortadora.

—¿Qué tocaba usted? —dije.

—Tuteame, querido. Era el cantante —siguió mirando la cortadora.

—¿Se siente bien?

—Sí, es que me gusta mucho el jamón, no se sí sería mucha molestia…

Me levanté y corté una feta bien gruesa para cada uno. Sonó el timbre. Nos metimos la feta en la boca y masticamos rápido, el Coronel tenía los cachetes como globos. Fernando tiró la lata de palmitos vacía abajo de la heladera. Era don Vilte, que venía a charlar con Antonia. Yo le dije que no estaba y se fue. Nos pusimos a trabajar. El Coronel cortaba tomates y nosotros sacábamos simples. Así estuvimos como una hora y nos volvimos a sentar.

—Así que ustedes… —el Coronel hizo un gesto para que le diera otra feta—, sigan su vocación cueste lo que cueste. —Se mandó la feta que le di entera.

—Yo no sé cuál es mi vocación —dijo Fernando—, me gustaría bailar, pero no nací para eso. No me sale.

El Coronel se sonrió.

—¿Así que no naciste para eso? A ver, los dos, párense acá —. Corrió las latas y se puso de espaldas a nosotros.

—Miren mis pies. El izquierdo adelante, derecho atrás, el izquierdo rebota atrás y el derecho adelante.

Empezó a tararear una música. Yo intenté seguirlo, pero me costaba.

—Escuchá lo que canto —dijo el Coronel.

—¿Qué es eso?

—Autumn leaves, una belleza, seguí mis pies. De nuevo, izquierdo adelante, derecho atrás…

Después de un rato me terminó saliendo, y a Fernando también le salió. Yo no lo podía creer.

—¿Qué baile es este, Coronel? —dijo Fernando.

—Es el paso básico del swing. ¿Viste que podías bailar? Ahora asentemos el conocimiento, una vez más, izquierdo adelante…

—¿Qué están haciendo?

Nos sobresaltamos. Era Antonia.

—Le estaba enseñando unos pasos de baile a los chicos, señora.

—¡Con todo lo que hay para hacer!

El Coronel se puso colorado.

—No se los puede dejar un minuto a ustedes —dijo Antonia—, apurame el fiambre, nene, ¡no hicieron nada! Fernando, dale con los panes ¿Y los tomates, Colman?

—Me falta muy poco, señora, muy poco, ya se lo termino.

Trabajamos más rápido que nunca. Armamos muchas tandas de simples y triples. La gente se iba llevando los encargos a tiempo como quería Antonia. Se hicieron las dos de la tarde. No dábamos más.

—¿Podemos parar para comer, Antonia? —dijo Fernando.

Ella no contestó.

—¡Antonia!

—No me grités que no soy sorda. Parece que ustedes no se acuerdan del día que es hoy, acá no se come hasta terminar todo, y menos con el tiempo que perdimos. — Lo miró al Coronel—. Ya hoy a la noche van a tener tiempo de comer. Ahora pará con ese fiambre, nene—sacó de la parte de abajo de la heladera un pedazo grande de jamón—. Cortame este.

Hasta el Coronel puso cara del olor que tenía eso.

—No está podrido —dijo Antonia—. Está apenas pasado, que es una cosa muy distinta. Está muy caro todo, no se puede andar tirando. Me sacan cien simples de jamón y queso para la parroquia, dale.

Me puse a cortar.

—Tomá —me dijo—tirale un poquito de esto, poquito.

Era un polvillo blanco, cuando lo puse en las fetas se les fue el mal olor y el jamón agarró un color más claro. Cuando armamos los simples, me los hizo poner aparte.

—Ah, y no se olviden de mis sánguches bien cargaditos —dijo.

El Coronel cortaba los tomates cada vez más lento, le temblaban las manos y estaba todo transpirado. Ni un miserable ventilador teníamos. El jugo ya estaba tibio, busqué agua fría en la heladera, preparé más jugo y serví. Terminamos lo de la parroquia, lo de Antonia, y seguimos con otro pedido. Sonó el timbre, Antonia fue a atender. Yo corté tres fetas de queso bien gruesas y las comimos rapidísimo. Volvió Antonia.

—¿Qué están comiendo?

—Nada, señora —dijo el Coronel con la boca llena.

—¿Nada? ¿Saben que cuando ustedes fueron yo fui y vine diez veces? Si quieren comer algo de acá me piden permiso, ¿estamos? Cuando terminen lo de Kowaluk me sacan trescientos triples de jamón y tomates. Colman, apúreme los tomates.

El Coronel agarró una hoja de lechuga y se la puso como bigote, después dos rodajas de tomate en los ojos e hizo una voz muy grave.

—Soy el hombre sanguchito —dijo, sosteniendo las rodajas y dando saltos como un mono.

—¿Qué hace, Colman? —dijo Antonia.

Nosotros no podíamos aguantar la risa.

—Basta de pavadas, a sacar los pedidos ¡dale, dale! —dijo Antonia y golpeó las manos.

El Coronel, de espaldas a Antonia, se comió la lechuga y las rodajas de tomate que se había puesto y siguió cortando. Sonó el timbre. Antonia fue a ver.

—La catequista de la parroquia —dijo en voz baja. Preparame el paquete con lo que te dije, nene. —Fue a abrirle.

Yo iba a agarrar la bandeja con los sánguches, pero el Coronel me tomó del brazo.

—¡Pará, pibe!

Entonces vi cómo agarró los cien simples truchos, los cambió por los que habíamos preparado para Antonia, hizo con mucho cuidado el paquete y se lo llevó. Ahí supe que ese iba a ser mi último día en la sanguchería. Trabajamos en silencio hasta que volvió Antonia.

—¡Por Dios, qué lento que es usted, Colman! Mejor láveme esa lechuga. Vos nene, los tomates, Fernando, a picar huevos duros, ¡vam, vam, dale!

El resto de la tarde seguimos trabajando como bestias. No paraban de caer pedidos. Así se hicieron las nueve de la noche. Antonia lo mandó a Fernando a bajar la persiana y después nos pagó cincuenta pesos a cada uno.

—Dame mis sánguches, nene.

Se los di. Nos sacamos los delantales y nos lavamos las manos. El Coronel se puso atrás de Antonia y le tapó los ojos.

—Intríngulis chíngulis, ¿quién soy?

Antonia le sacó las manos con violencia.

—¡Qué me tocás!

—No se enoje, señora, que ya casi es Navidad, ¿brindamos?

—Hay una botella de cerveza en la heladera —dijo Antonia de mala gana.

El Coronel la abrió con los dientes, le pusimos hielo a los vasos y brindamos. Salimos a la calle. Nos estábamos saludando cuando el Coronel se sacó la remera, que estaba toda manchada y empezó a revolearla. Antonia retrocedió.

—Por favor, no se vayan todavía —dijo el Coronel—, les voy a cantar una maravilla, el Himno a la alegría. Escuchen.

Empezó a cantar en un idioma raro.

—Este tipo está loco —dijo Antonia, y se fue.

El Coronel hizo una pausa y nos pareció que había terminado, Fernando y yo aplaudimos, pero siguió cantando. Fernando me señaló el reloj, yo asentí. El Coronel se estaba subiendo a un volquete, nosotros empezamos a alejarnos de a poco. Cuando llegué a la esquina me di vuelta. Unos fuegos artificiales pusieron al cielo color rojo, él estaba parado en el volquete, cantando.