El escritor y periodista Cristian Alarcón -creador de Anfibia y Cosecha Roja-, que dedicó gran parte de su vida a las crónicas y al periodismo de investigación, por primera vez se sube al escenario para hacer consciente una experiencia tan íntima como colectiva. Fue necesario de un largo recorrido personal y profesional para que hoy naciera Testosterona, una puesta dirigida por Lorena Vega que incluye teatro, danza, performance, biodrama y videoarte, y que puede verse los lunes de marzo en el teatro Astros.

A partir de la noción de cuerpo sensible como germen textual, Alarcón creó una obra escrita por él y en la que además actúa. Para esta apuesta narrativa y estética, decidió poner en escena parte de la historia de su niñez, cuando tenía 6 años, y fue sometido a una terapia de conversión a través de inyecciones de testosterona que buscaban “borrar” sus rasgos femeninos. La obra performática experimenta el desconcierto de un niño inyectado con esa hormona y las masculinidades forzadas. Nace de un trauma infantil y dialoga con las nuevas nociones de futuro, pero no se trata sólo de un trauma, sino de un “dispositivo que interpela a cada une respecto al cumplimiento y la negociación con los mandatos propios”, detalla Alarcón. “En esta pieza, la narrativa visual es muy importante. Hay un armado delicado y al mismo tiempo ingenieril. Es un montaje de partes que engranan perfectamente y una experiencia que involucra mucho al espectador, en donde se produce un estallido de sentidos múltiples”, agrega. A través del teatro, Alarcón se reencontró con “un cuerpo mancillado por la química, objeto de experimentación médica en pos del control de la sexualidad, del deseo y de la identidad”.

-¿Cómo nació el proyecto y la idea de llevar a escena una experiencia tan íntima?

-Es un proceso largo que comienza antes de la pandemia con “Olor a diablo”, un poema que escribí producto de un ramalazo de memoria que volvió a mí en un instante, en un recuerdo de infancia que recuperé en un momento impensado. A veces uno piensa que cuando está en una terapia psicoanalítica larga lacaniana, que los recuerdos llegan al diván mismo, pero otros llegan en sueños y otros se producen de manera arbitraria. Y en este caso apareció producto de un trabajo intelectual después de la lectura de una serie de textos del libro Cuerpo, de Anfibia. Yo tenía que escribir el prólogo de ese libro, pero en vez de eso me salió este poema que finalmente quedó como un texto más de ese libro. Y eso fue el inicio de todo esto, lo que disparó el proceso creativo. Luego vino la pandemia y ahí profundicé al retomar algunas historias de mi infancia que me sirvieron para escribir el “El futuro después del COVID-19”.

-¿Y ahí ya tenías la idea de llevarlo al teatro?

-Ahí comenzamos a hablar con Lorena Vega de convertirlo en una performance. Primero lo tramé con una performer colombiana que se llama Nadia Granados. Después, con Lorena las cosas empezaron a ordenarse y empezamos a tener conversaciones cada vez más profundas sobre la necesidad de repasar mi historia, de cuáles eran los materiales que además del recuerdo puntual de las inyecciones tenían que ver con este tema, y empezó a ser ya no una investigación exclusivamente sobre una experiencia traumática infantil sino una sobre la deconstrucción masculina, sobre los límites de esa deconstrucción, sobre los modos de ser varón, sobre el sentido que le fui dando a mi masculinidad en cada etapa de mi vida, y las personas y personajes que surgieron a partir de esas historias y con esos materiales.

-¿Cómo aparece la performance y tu historia a nivel escénico?

-La impronta de esta performance es un híbrido entre el biodrama, el teatro documental y las nuevas estéticas visuales. Y eso es una apuesta a la que llego porque me siento desafiado por el voltaje que tiene el trabajo de una creadora como Lorena, que me desafía a mí y a todos los que formamos parte de la obra a una innovación, en donde ella se compromete al punto de también poner en jaque sus propias claves de construcción teatral.

-¿Crees que con la escritura de esta obra pudiste resignificar esa experiencia traumática?

-Absolutamente. Hay algo nuevo en mi modo de mirar, pero también en la edición que hago de los temas que cubrimos, e incluso en el mapa humano de mi vida. Uno registra, escucha, observa y percibe de otro modo cuando logra moverse del anquilosamiento masculino que propone la conquista como única posibilidad. Cuando uno está en un proceso de deconstrucción, el movimiento es de avances y retrocesos, y allí redescubre a un otro que por fin se configura como un sujeto. Si hay algo que me ha producido la experiencia de investigación periodístico performática es este redescubrimiento que me permite salir de la base de la operación eugenésica de la que fui objeto, que es justamente no ser objeto y no objetualizar al otro.

-Más allá del cuestionamiento a la masculinidad hegemónica, ¿hubo un cuestionamiento a tus padres por su decisión de inyectarte testosterona?

-No se trató de perdonar a mis padres sino de hacer consciente una trama en la que estuvo situado el hecho traumático. Trama y trauma como dos caras de una moneda imposible de evaluar de otro modo. Un trauma que tiene una lógica trasnacional, porque la hormona era comercializada por laboratorios norteamericanos y británicos que habían utilizado información de los nazis, pero al mismo tiempo una mamá y un papá que pretendían curar lo que la Organización Mundial de la Salud consideraba una enfermedad. Es decir, una iniciativa que tiene que ver con la idea de cuidado, pero que no deja de tener un reverso que es el de la autoprotección ante la abyección posible del hijo, porque el señalamiento hacia el niño marica no es un señalamiento sólo hacia el niño sino también a su estirpe. Y esos padres luchaban contra todo eso junto. El maricón iba a ser infeliz, era lo que pensaba el corpus social entero, de izquierda a derecha. El pensamiento sobre las disidencias sexuales era el mismo. De allí al millón y medio de jóvenes copando el centro de la Ciudad de Buenos Aires para una marcha del orgullo hay un enorme camino hecho.

-¿Era común que se inyectara testosterona en la época?

-Mucho más común de lo que podemos imaginar, pero también silenciado de un modo atroz por la corporación médica que no reconoce la existencia de los tratamientos y, sobre todo, por los padres que a sus hijos les decían casi siempre lo mismo, que habían recibido las inyecciones para evitar que fueran estériles. Nos olvidamos de lo que era la tramitación de la sexualidad en aquella época. Es interesante pensar también cómo son las nuevas literaturas lgbtiq+ y qué encuentran de interesante para contar en este escenario ideal de identidades libres, en donde se puede obtener el reconocimiento social de los pares. Tengo diálogos con amigos no binaries que plantean, por ejemplo, como se están dando las discusiones al interior de esos grupos cuando no pueden cumplir con el modelo hegemónico del no binarie ultra delgado y andrógino. Lo humano, en su infinita producción de daño apenas inventa una categoría, logra producir el modo de cercenamiento que acaba de evitar con la inauguración de la categoría.

-¿Por qué crees que escribiste este texto en este momento de tu vida?

-Creo que para algunas profundidades existenciales uno necesita un recorrido vital. Mi propia escritura estuvo marcada por la negociación con una masculinidad hegemónica y patriarcal, que se fue diluyendo en el ejercicio del propio periodismo y la literatura.

-¿Te gustaría seguir indagando en la actuación?

-No me atrevo ni siquiera a pensarlo. Hacer de mí mismo está siendo muy difícil. Creo que el de lo escénico y performático puede llegar a ser un camino que no tiene límites. Evidentemente, hay algo que me divierte del trabajo colectivo y la multiplicidad artística me llena de un brío novedoso. Es hermosísimo y aprendo todo el tiempo.