Son muchos los modos de habitar los libros. Su presencia muda en los anaqueles de nuestros hogares o de las bibliotecas públicas es garantía de un universo en estado de promesa. La revelación prometida o deseada que acecha en las páginas del libro que nos está destinado es sin duda una de las claves de la supervivencia de su formato, a contrapelo de los insistentes designios sobre su extinción.

Leerlos, acaso escribirlos, no son ni con mucho las formas más usuales de nuestra relación con los libros. Buscarlos incansablemente en las librerías, dar con ellos en forma casual, adquirirlos, poseerlos, subrayarlos, citarlos o comentarlos y a partir de sus contenidos, su autor, su editorial, o ciertas características físicas o estéticas de su factura construir series que han de resultar a la postre infinitas, son acciones que conducen casi sin solución de continuidad a transformar en coleccionista a quien poco a poco ha ido tejiendo su vida en diálogo con la palabra impresa.

La bibliofilia es un arte exquisito que supone un género de conocimientos que si bien no son secretos basculan en torno del exclusivismo y la distinción. El ansia de posesión singular de libros, y de libros singulares, cuya factura implica la seriación, propone situaciones paradojales. Pues se trata de objetos múltiples que se vuelven coleccionables por motivos muy diversos, en general instituidos por los propios coleccionistas, basados en gustos personales y criterios demarcados en base a sus posibilidades o simples caprichos. Uno de los más conspicuos recala en la ornamentación con lujosas encuadernaciones, aunque es más común la bibliofilia centrada en libros producidos en papeles especiales, con tipografías peculiares, ilustrados por famosos o raros dibujantes y grabadores, en tiradas restringidas. Vale decir, producidos ad hoc.

La gama de variantes que concurren para que un libro se vuelva pieza de bibliófilo se incrementa con la misma ampliación del mercado de la bibliofilia, que continuamente propone nichos específicos en constante variación. Así, en los últimos años la tendencia al coleccionismo de libros ya no necesariamente lujosos sino más bien vinculados a momentos peculiares de la historia literaria (en la Argentina, el coleccionismo borgiano se volvió una costumbre, aunque no le van en saga el dirigido a las ediciones populares de los años treinta o las publicaciones de las izquierdas) ha extendido el concepto volviéndolo cada vez más lábil. Libros firmados por sus autores, subrayados o anotados, se vuelven ejemplares únicos, objetos de atesoramiento e investigación.

Uno de los puntos donde la apropiación privada del objeto industrial se vuelve parte central del solaz fruitivo, del lujo singular del propietario de una biblioteca construida con denuedo a lo largo de los años, es el coleccionismo de ex libris. Ex libris (“de los libros de…”) es una expresión latina que designa un impreso de pequeñas dimensiones -13x7cm- que, adherido a los libros, identifica a su propietario. Ilustrado con elementos figurativos, alegóricos o decorativos, a veces acompañado de leyendas, expresa ciertas características de su personalidad o de la colección que rubrica. Originado en Alemania a fines del siglo XV, ha ido evolucionando en técnicas de ejecución, variedades y estilo. Desde el aguafuerte, la xilografía o la litografía, hasta los métodos modernos de impresión -fotograbado, offset, serigrafía o copia digital- su naturaleza de emblema que articula nombre e imagen ha permanecido invariable.

Los hay de carácter institucional o conmemorativo, ligados a una colección de piezas musicales -ex musicis-, o de libros eróticos –ex eroticis. También hay ex libris parlantes (es decir, aquellos cuyos dueños tienen un nombre igual o de un sonido semejante al de la imagen representada); conyugales, macabros, infantiles, deportivos, cómicos, mitológicos, náuticos, heráldicos; en suma, una gama casi inclasificable. Que, ya sea por su pertenencia a personalidades ilustres de las letras o la historia, o por haber sido ejecutados por grandes artistas, conforman un amplio y curioso espectro que grafica la deriva de ese objeto múltiple y enigmático que es el ex libris.

Pequeño objeto artístico cuya existencia casi secreta signa con su marca el ejemplar escogido para formar parte de una serie mayor, el ex libris se ha transformado de mero apósito funcional adherido con el fin de proclamar la propiedad del poseedor, en un formato autonomizado de su función donde se ejercitan no pocos de los mejores artistas. A esa característica se suma otra no menos importante: la mayoría de los ex libris son producidos de manera dirigida, por pedido del propietario, recogiendo ciertas trazas de su personalidad resumidas en objetos o símbolos que lo representen. Prolongación personalizada de la tradición de los emblemas, los ecos de la heráldica, con sus señalamientos de blasones que singularizan al sujeto de marras, resuenan en la constitución de la imagen del poseedor, deviniendo un equivalente simbólico de su firma. Pero también –y sobre todo- resulta relevante la mirada del artista –dibujante o grabador- que da su impronta estilística al género en el cual se inscribe. Es por ello que supone un gran desafío para el coleccionista la catalogación de ex libris. Pues a veces su importancia estriba en el destinatario (una figura eminente de la historia, la literatura, o una institución o acontecimiento relevantes), en tanto en otras ocasiones es el diseño o el nombre del artista, o alguna especificidad gráfica lo que signan su importancia.

La Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional acoge la más grande colección de ex libris de Sudamérica. Proveniente de una donación efectuada en 1979 por los herederos de María Magdalena Otamendi de López Olaciregui (1920-1977), grabadora oriunda de Bahía Blanca, coleccionista y fundadora de la Asociación Argentina de Exlibristas en 1942, consta de 26.000 piezas originales donde predominan las de origen europeo, aunque también se destacan ex libris japoneses, brasileros, canadienses y por supuesto argentinos.

Otamendi solía encargar ex libris a los más importantes grabadores del país y del mundo, así como compuso algunos ejemplares para sus allegados o para conmemorar eventos e instituciones. Asimismo, canjeaba y adquiría piezas, organizaba y participaba de encuentros sobre el tema, y sostenía correspondencia con especialistas de diversos países. Pero sin duda la gran obra de su vida fue la conformación de esta formidable colección que hoy honra el acervo público nacional. Forman parte de la colección organizada por la coleccionista recortes de prensa, carteles, ephemeras, dibujos, grabados, objetos para grabado y su correspondencia con grabadores y propietarios de exlibris en la búsqueda de expandir su colección de estampas. La grabadora tuvo, además, grandes inquietudes bibliográficas en la búsqueda y recopilación de materiales impresos, publicaciones periódicas, libros modernos y folletos centrados principalmente en la temática de coleccionismo y de exlibris.

En la colección abundan los ex libris de autores argentinos –dibujantes notables como Alejandro Sirio o López Naguil, o grabadores de talla como Pompeyo Audivert, Víctor Delhez o Adolfo Bellocq- o pertenecientes a conocidos escritores nacionales, como Victoria Ocampo, Hugo Wast, Ricardo Güiraldes, Eduardo Mallea o Manuel Mujica Láinez. Asimismo, hay piezas de factura americana y algunas extraordinarias estampas europeas que grafican bien la diversidad y extensión de la serie.

Melancólico registro de su pasión de artista, coleccionista y sobre todo de promotora persistente del culto a este género excelso, casi secreto, del ex libris, la colección fue exhibida en la Biblioteca Nacional en 2015, en Mar del Plata y en Bahía Blanca, en la Casa de la Cultura de la Universidad Nacional del Sur, que, precisamente, había sido el hogar donde María Magdalena había construido la colección.