Un extranjero misterioso y taciturno, ya envejecido, hace una vida rutinaria que lo lleva siempre al mismo café de Venecia, donde gasta a cuentagotas y desde hace años una fortuna de origen incierto y tal vez turbio. No habla con nadie, pero su monólogo interior es desbordante y hace de él el narrador en esta nueva novela de Ebel Barat. 

Nacido en Rosario en 1957, Ebel Barat dirige la revista Entropía, coordina talleres de escritura en Homo Sapiens y es autor de muchas otras novelas, publicadas en ese sello. Su nueva obra Los perros del Amazonas es una ficción inspirada en dos personajes reales de la historia latinoamericana de comienzos del siglo XX: el comerciante alemán Karl Waldemar Scholz, conocido como "el barón del caucho", y su némesis en la ficción, su acreedor en la vida real: Luiz da Silva Gomes. Ninguno de ellos es el extraño señor que se pasea por Venecia. Estos personajes históricos aparecen como fantasmas en la memoria de esa voz que sostiene el torrente de prosa a lo largo del libro. Y que es la voz interna del introvertido caballero, quien al desgranar sus recuerdos para sí nos informa de su exótico nombre, Laska Eliades, y de su condición de eterno expatriado.

A pesar de que él cree haber cortado todo lazo con su pasado menos el de la memoria, a Laska lo persigue y lo desafía una especie de doble, otro entenado que narrará los faltantes en la historia de la rivalidad entre Da Silva y Scholz. La escena del desafío parece estar inspirada en una anécdota del escritor y político brasileño Henrique Maximiano Coelho Neto (1864-1934), converso a la doctrina espírita y practicante del arte marcial afrobrasileño de la capoeira, con el que logró evitar un atentado. Barat menciona a Coelho Neto en el libro, y él también practica artes marciales (tae kwon do).

Los perros del Amazonas se inscribiría o busca inscribirse en una tradición novelística latinoamericana que incluye a Zama, de Antonio di Benedetto: una narrativa donde la selva americana y la reflexión existencialista se unen en un mismo flujo del relato. Sin embargo, los personajes de Barat son muy civilizados para el abismo. El final tiene algo de western latinoamericano. Al comienzo, se nos deleita con los paseos venecianos de Laska recordando el barco que acunó su niñez, o por el invernadero prestado donde vive en medio de un jardín que tanto se parece a aquella selva que dejó tras el océano.

Lo más impactante y envolvente de esta novela es la presencia constante de la selva. El narrador, Laska, recapitula su camino de perdición a través del calor y la humedad, en un arco que va desde la inocencia hasta la corrupción a través de los territorios salvajes del Amazonas. Y siembra la expectativa de un descenso al infierno verde a través de un nuevo viaje al corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, pero nos depara otra historia. 

Laska, con su nombre de perro, responde en alguna medida al arquetipo del marinero errante, o del judío errante (si se acepta sin matices racistas esta otra versión del mito). Pero a pesar de estar llegando al final de sus días rememorando una vida azarosa, no exenta de amoríos pasajeros que Barat relata con su habitual riqueza imaginativa, Laska es un hombre perrunamente fiel: fiel al recuerdo del amor de su vida, María Amelia, y al del hombre que suplió para él la figura del padre. Laska no tiene más que veneración para con Karl Waldemar Scholz, quien desde su solo punto de vista es representado como alguien muy distinto del implacable explotador que debió haber sido en realidad.

La urdimbre real de este tapiz ficticio involucra lo que hoy es el Palacio Río Negro, en Manaos: un palacete en plena selva, erigido por Scholz con el dinero sangriento de la explotación del caucho. Causas económicas y políticas hicieron que pasara a manos de Da Silva y finalmente al Estado. Desde el descubrimiento de la vulcanización del caucho y su consiguiente demanda en neumáticos, la industria británica neocolonial del caucho fue una de las más crueles de la historia moderna. La extracción del "oro negro" en las selvas amazónicas de Colombia y Perú, como asimismo la construcción del tren que lo transportaba a través de la jungla brasileña, redundaron no solo en daño ambiental sino en el genocidio de naciones originarias. Las inhumanas condiciones de tal explotación aparecen apenas como un telón de fondo en el libro. Sí se menciona la caída abrupta de la pata amazónica del negocio, al mudarse los intereses británicos a otros continentes.

A Barat lo que le importa contar es otra cosa. Los perros del Amazonas es la voz de un hombre en el final de su vida, evaluando sus decisiones, evocando diálogos extensos con el único hombre que suscitó su respeto. El tema de estos diálogos es la pregunta por el destino. ¿Estamos predestinados a ser quien somos, o hubiéramos podido elegir otro curso de acción? Laska, desde su anonimato veneciano, empieza a despedirse no solo de quien fue sino de quien presiente que hubiera podido ser. Y si no la hubiera arrastrado a María Amelia a un pueblo perdido en la selva, ¿acaso estaría solo ahora? Y si se hubiera bajado del barco en otro puerto, ¿cómo hubiera sido su vida? En otro orden de cosas, la novela también es una despedida del Amazonas mismo, que ha sido depredado casi hasta la extinción masiva, no solo ambiental sino de la humanidad.