Farat es un niño. Todos saben a su alrededor que es un niño. Él no sabe que es un niño, tiene apenas dos años. Es 1929, los niños no saben que lo son. Tampoco sabe que es la prenda de una promesa atávica.

Y hay un juramento que con este niño ha comenzado a cumplirse ritualmente en un pequeño poblado sirio, a miles de kilómetros de la Salta donde ha nacido casi ayer.

Su tío ha recibido el compromiso de su padre, que dictamina que un hijo varón debe pasar su infancia en la tierra de su sangre.

Árabe por dentro y por fuera, su tío ha visitado periódicamente la Salta donde ha recalado hace ya años su hermano. Y ha intentado llevarse a los primeros varones. Ese padre abrahámico y patriarcal se ha negado con excusas. Las hembras no sirven para el caso.

Rotas las resistencias, Farat cumplirá su destino.

Ahora tiene unos años más. Farat habla una lengua que no hubiera imaginado y escribe en una tablita palabras serpentiles. Viste una chilaba, un pequeño gorrito tejido y sandalias. Su mundo se mueve entre rebuznos, gritos y rezos. Anda a torpes empujones de camello. Huele a grano y anís.

Hoy es día de enfardar, de juntar las cabras y de llenar el silo.

Sus primos, numerosos y entusiastas van volcando el contenido de sus bolsas y canastos en interior del enorme pozo que abre su boca devoradora del fruto del trabajo del hombre y la esperanza de un invierno sin apremios. Los granos caen como lluvia en el silo. Los jóvenes festejan con extraños silbidos y el patriarca observa en silencio. Farat abre toda su curiosidad y mastica unos dátiles.

De pronto, sabe Dios porqué, uno de los muchachos resbala, intenta tomarse de los bordes pero, finalmente, cae en interior del silo que ahora es un tembladeral, un charco de sequedad sedienta. Comenzar a hundirse y un hermano que se arroja a salvarlo son un instante.

Ahora, ambos desdichados se hunden enlazados en el mismo ignominioso destino. Aumentan los gritos, se arrojan cuerdas, ya se acercan las mujeres, apartan un poco a Farat. La sangre hace el compromiso y otro hermano intenta arrojarse al rescate. El patriarca mueve un brazo como barrera hacia el pecho del muchacho. “Ya se ha llevado demasiado hoy el Señor”, dice y Farat ha grabado para siempre en su memoria semítica la naturaleza del drama, la tragedia y la desgracia. 

Todo en pocos minutos en una aldea sin nada de lo que conocerá después, ya lejos.

1936, Farat está ahora solo, trémulo, en una cenicienta habitación de hotel, a pocas cuadras del puerto de Buenos Aires. Ha descendido de un barco oxidado y sucio ayudado por algunos desconocidos que le hablaban en un árabe condescendiente. 

Le han colocado con un alfiler un cartelito sobre su camisa occidental. En él dice su nombre y el de quién irá a buscarlo.

Al cabo de un tiempo, haciendo rodar el atadito de ropas por la cama donde espera sentado, se abre la puerta y entra un hombre. Un hombre que él no conoce y que parece asustado. El hombre da unos pasos inseguros hacia Farat y lo abraza con fuerza. Llora y agradece mirando hacia el techo como si fuera el mismo cielo.

Salen en silencio hacia la calle. Habrá un tren a Salta. Habrá una familia esperando. Habrá que aprender el idioma e ir a la escuela. Habrá que conocer todo y desarrinconarse de los juramentos y de la tragedia del silo.

Ahora es 1975 y yo estoy escuchando esta historia de labios de Farat Sire Salim* en una celda de la cárcel de Resistencia, en Chaco.

*En el momento de ser detenido era ministro de la Suprema Corte de Justicia de Salta. Murió en 1993 a los 67 años, habiendo dedicado su vida a buscar justicia.