El sentido común derechista y antiprogresista se mantuvo incólume incluso en los tiempos en que se lo creyó superado. En 2003 al menos 40 por ciento del electorado votó opciones claramente de derecha neoliberal, cuando la década del noventa y su desenlace en 2001 estaban frescos en la memoria. En los años posteriores, ese sentido común quedó inactivo por la bonanza económica, la hegemonía ideológica progresista y cierto efecto de "espiral del silencio": los que se sienten minoritarios, callan y se tornan invisibles. En las elecciones de 2011 ni siquiera hubo ofertas electorales significativas de derecha neoliberal.

Para recordar la atmósfera del posneoliberalismo en la sociabilidad cotidiana de Argentina, el año 2010 puede postularse como punto cúlmine. Durante los festejos del Bicentenario, entre las multitudes en las calles de mayo de 2010, se respiraba un aire de éxito colectivo y la ilusión de superación de las crisis pasadas. La atmósfera se mantuvo en otros hechos inéditos de los meses siguientes: en julio, la aprobación del matrimonio igualitario, y en octubre, un duelo que tomó la forma de sentimiento colectivo de agradecimiento, tan intenso que hizo reconocer lo conseguido incluso a los detractores.

Durante los últimos años de ese ciclo salió a la superficie lo que había quedado reprimido en el climax progresista. Las protestas opositoras autoconvocadas (formalmente no partidarias) del 13S (13/9/2012), 8N (8/11/2012), 18A (18/4/2013) y 13N (13/11/2014) expresaron reclamos de libertad económica, antiestatismo y antiprogresismo. Fueron manifestaciones de consignas múltiples, difusas, y en algún punto contradictorias. Protestaban contra la corrupción, la inflación y el cepo cambiario, a la par que reclamaban mano dura como las marchas del silencio de 2004 y baja de impuestos como las patronales agropecuarias en 2008. Ante todo, protestaban contra la sensación de no poder expresar libremente sus ideas políticas sin ser ridiculizados. Expresaban malestar con el progresismo aun reinante.

Salto en el tiempo, pasaron cosas. En 2020 las protestas anticuarentena tuvieron repertorios y estéticas herederas de aquellas protestas antiprogresistas y antiestatistas de consignas múltiples. Ahora, sin embargo, las cosas habían llegado más lejos: durante meses se prohibió circular y trabajar sin permiso. El Estado dio por sentado que la cuestión sanitaria no podia descansar únicamente en la responsabilidad de los ciudadanos y una corriente de opinión tan intensa como efímera adhirió acriticamente a la estrategia de la cuarentena obligatoria como la única posible. Libertades individuales de las más elementales suspendidas por el estado de excepción, vigilantismo y repudio cotidiano a quienes eran percibidos como no suficientemente comprometidos con el aislamiento. Después, largos meses de restricciones, permisos y formularios para casi todo. Hasta los más obedientes habrán incumplido algún mandamiento. Cuando la hipocresía era evidente, se supo además que los que habían predicado pecaban sin culpa.

La experiencia de la cuarentena dejó en el imaginario colectivo una moraleja hiperindividualista, de escepticismo respecto de la cooperación social: "si te creés el cuento de lo colectivo, terminás pasando hambre". Alimentó los clichés antiprogresistas: "presos liberados, ciudadanos encerrados". Se expandió por analogía a la interpretación de los problemas económicos: "la justicia social es injusta", "que cada uno elija incluso la moneda que prefiera". Despertó el sentido común derechista y terminó por dar razones a los antiprogresistas otrora ridiculizados que veían tutelaje estatal de la vida cotidiana y restricciones a la libertad por todos lados. 

* Investigador del Conicet en el Instituto Gino Germani, UBA.