Los adultos desaparecen, así, deliberadamente. Revientan sus cabezas contra las paredes, saltan por agujeros que se llaman ventanas. Un concierto de cuerpos estallando sobre el cemento. Y luego el silencio. Así empieza Los niños 6, de Jesse Ball. 

En una cuestión de segundos, y es que tarda tan poco terminar con la vida, la ciudad en donde viven Devlin y Mina, se queda sin adultos. El momento narrado contiene la perturbación y la confusión de un niño, que ve la escena sin entender que carajo está pasando. Todo sucede demasiado rápido, como las escenas de un derrumbe o una explosión: ruido, silencio y después… después aparece un movimiento que no se sabe bien cuánto coincide con lo vivo.

En ese estado de confusión van saliendo, lentamente de sus casas como buscando, quizás ayuda, quizás sentido. Pero ya no hay nadie a quién pedir ayuda. Ni ayuda, ni socorro, ni sentido, como si el sentido hubiera estado alguna vez en algún lado. Ahora se sabe, se perdió hace rato.

Ya no hay nadie que les prepare la leche, o los despierte suavecito para que comience el día, ni los tome de la mano para cruzar por la calle. No queda nadie, tampoco, quién grite, ni rebolee cosas por los aires, ni les recuerde de forma permanente qué tipo de molestia son. Nadie más que niños, lo demás es carne muerta y futura comida para los pájaros.

Jesse Ball, te arranca el corazón de entrada, para contarte algo… algo que sucede todos los días, aunque no veamos una colección de cuerpos sobre el cemento: los adultos se desaparecen. Se desaparecen, aunque la sangre aún se mantenga dentro de las venas y no chorree, se desaparecen, aunque los ojos y las orejas aún conserven un lugar en el rostro. El mundo amanece huérfano cada día. Como una inversión del Limonero real: amanece y están con los ojos cerrados.

Como en El señor de las moscas, pero amplificado y es la ciudad entera la que se ha quedado sin adultos, y desde la mirada de un niño, la ciudad podría ser infinita, porque hay un tiempo, en que el otro, esos otros, pueden ser el mundo entero para un niño.

“Muere una persona y el mundo sigue girando, pero si muere alguien que necesitamos, alguien para el cual hemos adiestrado nuestro cuerpo entero y todos nuestros sentidos, si esa persona muere, entonces, oh, el mundo se extingue.”

Es como si Jesse hubiera desarrollado una pregunta a través de esta escritura: ¿Qué es estar solo? ¿Inmensamente solo? La soledad a la que se enfrentan estos niños, no es el tipo de soledad de la que habló Winnicott cuando señalaba la capacidad de estar solo como un hito del desarrollo humano, al igual que la marcha y el lenguaje. No es ese tipo de soledad en la que un niño puede confirmar que estando consigo mismo ya no está solo. Esta novela trata de otro tipo de soledad, de esa que destruye experiencias y hace metástasis: la soledad que llamamos desamparo.

Ante esa especie de estallido, de tsunami de cuerpos cayendo, de esa caída real y simbólica que se da ante la desaparición masiva de los adultos, los niños salen a la calle, agarran algunas cosas y empiezan a caminar:

“Algunos traían un juguete. Otros no traían casi nada. Las personas se aferran a algo que encuentran para tranquilizarse. De repente la vida llega a su fin y eso es lo que eligen sostener.”

El desamparo tiene una capacidad de destrucción a la manera de una bomba atómica, y algo de eso parece saber Ball, porque en el transcurso de la novela, se va viendo esa forma de aniquilación subjetiva. Los niños se agrupan, caminan, se encuentran sin saber qué hacer para sobrevivir, no saben que necesita un bebé, y no tienen las fuerzas para cargarlos. El juego desaparece y quizás, si aparece, lo hace de forma aislada como una velita apagándose, consumiéndose de a poco.

Los niños se agrupan y caminan, algunos buscan restablecer alguna rutina, como si en la rutina, se pudiera atrapar algo de esa vida, de esa otra vida, en donde se sabían algunas mínimas cosas. Entonces algunos necesitan ir a la escuela, por ir nomás, para ver qué está pasando allí, dice uno; otros piensan ir de los abuelos, pero sin saber bien cómo llegar, otros simplemente permanecen en un lugar, quedándose o yéndose, como dice la canción, pero sin propósito.

La narrativa de Ball, tiene mucho de decepción, es como si escribiera con todo el grunge adentro, y por momentos uno pudiera escuchar a Nirvana o Pearl Jam. Escribe con todo esa rabia, no es odio puro, por eso es rabia, porque para tener un poco de rabia, alguna vez se amó algo, pienso. Escribe con odio y con todo el amor, y en esa oscuridad encuentra micro zonas en donde pareciera descubrir el surgimiento de una comunidad. En Toque de queda, así como en Cómo provocar un incendio y por qué, pone en primer plano la crueldad de una sociedad, una crueldad naturalizada que coincide con lo humano, como si Jesse dijera: esto también somos. Pero escribe con el amor también, pero no con una idea naif del amor y los finales felices. Quizás escribe pudiendo ver dónde está la parte sana del mundo, como si pudiera ver ese tejido que no tiene tumores ni está necrosado, como si pudiera ver lo que queda. Lo que nos queda.

“Entonces, existe la habitación y todo lo que hay en ella, todas las cosas inanimadas, y también todas las cosas animadas, todo lo que se mueve por sus propios medios. Pero, en cierto modo, lo de moverse por sus propios medios es una ilusión, y no existen realmente las cosas animadas e inanimadas, solo existe el tiempo, corto y largo, y los procesos cercanos y lejanos. Los cuerpos se afectan unos a otros: saltamos de nuestra silla cuando alguien levanta el meñique en la otra punta de la habitación o del continente o a través del vacío del espacio. Todo lo que hacemos lo hacemos juntos.”

En El concepto de individuo sano, Winnicott no solo se interroga sobre el concepto de salud y enfermedad, sino sobre lo humano. Hacia el final de esta conferencia de 1967, plantea que la salud va a estar en relación al vivir con otros y con el ambiente no humano, la riqueza interior y la capacidad de tener experiencia cultural. Hace una comparación cargada de poesía, dice que los seres humanos, tienen funciones e instintos animales, y que a veces, se asemejan mucho a los animales:

“Quizás los leones sean más nobles, más ágiles los monos, más airosas las gacelas, más sinuosas las serpientes, más prolíficos los peces y más afortunados los pájaros, porque pueden volar, pero los seres humanos en sí mismos no son nada desdeñables y cuando son lo bastante sanos tienen experiencias culturales que superan la de cualquier animal (excepto tal vez las de las ballenas y otras especies afines).”

Y dice que son los seres humanos lo únicos capaces de destruir el mundo, y que quizás algún día lo hagan, tirando la última bomba atómica, y dice que ese día los seres humanos es probable que muramos sabiendo, que esa destrucción no fue a causa de la salud, sino del miedo, sabiendo que fue por el fracaso de la parte sana del mundo en hacerse cargo de su parte enferma.

Creo que en esta novela Jesse Ball, llega un poco más lejos, en este fin del mundo quedan en pie aquellos que no pueden hacer pie solos.

Hacia el final de la novela, se revela para mí, la máquina que construyó Ball, con esta escritura. Esta historia que comenzó a narrarse, por momentos usando una voz en tercera, y en otros, haciendo hablar a los niños, dentro de esta historia, el escritor produce una fisura con plena conciencia de lo que hace, y como un actor, rompe el pacto ficcional y le habla directamente al público lector:

“Te miro a los ojos y veo que estás vivo. Yo que escribo estas páginas puede que haya muerto hace cien años, mil años, pero al sostenerla entre tus manos tú extraes de ella un poco de mi vida como sangre. Es decir, te ofrezco mi compañía”.

Y hace algo, de una belleza conmovedora, le habla al lector sobre el sentido de la escritura, de su compromiso con ella:

“Ayer hice una pausa de este trabajo y me senté en el jardín de un amigo. Apareció una liebre y al verme se detuvo. Estaba dando su paseo acostumbrado. Sus ocupaciones habían comenzado en alguna madriguera, y sus ojos reflejaban la luz del mismo día que los míos. Emergió de esa madriguera con su vida. Su vida tocó la mía. La mía se volcó en estas páginas y esperó. Y tú, al encontrar este libro, despertaste lo que estaba a la espera: ahora, la vida de la liebre y la mía se alzan en sus múltiples patas y se estiran.”

Quisiera seguir y seguir, trascribiendo párrafos, y hacer algo parecido a leerle un pedazo de escritura a un amigo, y adelantarle que lo que va a escuchar es absolutamente maravilloso, pero me voy a contener, para que usted, lector, no se pierda de los efectos que tiene llegar al final de esta novela, algo parecido a quedarse sin aire debajo del agua.