El nuevo y ampliado triunfo electoral de la restauración conservadora parece más grave que lo que pinta su similitud con las remembranzas del huracán menemista de los ‘90, apoyado en la ola neoliberal que ya recorría el mundo. 

Hay similitudes. Aquel avance de la derecha se basó en un PJ cooptado casi en su totalidad por el oportunismo de los vientos internacionales. No había con qué darle. Avasallaba el Consenso de Washington, como se conoció al conjunto de reformas impuesto a los países de economías débiles, devastadas por la crisis de las deudas externas, bajo la tutoría del FMI y el Banco Mundial. El Estado debía achicarse para agrandar la Nación, la privatización de las empresas públicas tuvo el concurso gremial, la fiesta del 1 a 1 con el dólar reprodujo el entusiasmo de las clases medias con la tablita de la dictadura –la analogía de ahora es poder comprar divisas con toda libertad, sin límites– y la corrupción estructural de ese remate republicano se consideró un dato menor. Hoy apenas es cuestión de las corruptelas del gobierno anterior, bajo cuyo paraguas y en precisa inmediatez con la victoria oficial del domingo pasado se permitió que el Congreso quitara los fueros y habilitara la detención de Julio de Vido como el emblema, quizás, inmediatamente previo a ir por Cristina. En los ‘90 ya ocurrió que el baile en el Titanic fuera sucesivamente avalado en las urnas, incluyendo la elección presidencial de 1995 cuando ya estaba claro que Menem no era precisamente el líder nacionalista victorioso de seis años antes. La actualidad semeja lo mismo hacia 2019, con un Cambiemos que da sensación ganadora así candidateara al Mago sin Dientes. 

Es muy fuerte la tentación de arriesgar que la historia vuelve a repetirse y, de hecho, esta circunstancia argentina tiene muchos ingredientes que lo sugieren. A veces rige la idea de que ese es un argumento ramplón, propio de quienes se ubicarían en una zona de comodidad analítica que no se esfuerza por hallar componentes nuevos y desafiantes. Puede ser. Y también puede ser que el confort sea al revés porque, al menos en política, comprobar tanta cosa repetida implica aceptar que en algunos aspectos no hay grandes novedades de un tiempo a otro; y eso llevaría a un pesimismo histórico que mayormente no le gusta reconocer a nadie. Para el caso y en términos económico-sociales, el ciclo iniciado en 1976 por y para las minorías del privilegio tuvo un interregno durante el alfonsinismo. El terror de Estado como mecánica de gobierno sistemática se retiró, pero la tenue resistencia entre 1983/87 contra el salvajismo de la financierización del capital voló por los aires con una entrada neoliberal que duró diez años. Los propios y extintos radicales, hoy subsumidos en el macrismo como tristísimo furgón de cola, definieron el final de Alfonsín como golpe de mercado. Eso es lo que ahora se reintroduce, corroborando como anomalía al período kirchnerista. Casi como “fantasía”, al decir del actual presidente del Banco Nación, Javier González Fraga, cuando aludió a que pobres y sectores medios estaban locos si en verdad  creyeron que consumir un poco más y vivir un poco mejor era posible. Lo normal es o sería esto. Lo que volvió. Y volvió respaldado con millones de votos en los que se nuclean, por un lado, expectativas de no se sabe qué futuro económico plausible que no haya sido ya desmentido por la historia de estos modelos de exclusión social. Pero, sobre todo, volvió con sustancia de odio, de revanchismo, en dosis que tienen la enjundia gorila tradicional y la indiferencia de grandes franjas asumidas como despolitizadas. Quienes vivieron el ‘55, y quienes no pero sí saben de qué se trató por sola curiosidad intelectual, también observan una historia repetida que además está reflejada en tanto manual de la grieta, que tanto habitante de frasco cree nacida con los K.

Hay diferencias y no son descartables. No lo son hasta el punto de que es factible estar frente a un reto de dimensiones desconocidas. La parte que se repite es la de los intereses para los cuales se gobierna. Desde allí, empiezan salvedades distintivas. Macri y los suyos no administran en nombre del poder económico. Son ese poder. Militares y menemismo fueron vectores. Esta gente es directorio, no solamente gerencia. Lo resume con forma y fondo el filósofo Gustavo Varela en su artículo publicado en el periódico digital Socompa (“Cambiemos, una manera de ser”). “No son la rancia aristocracia del siglo XIX. No son las fieras fascistas del treinta. Se parecen a los de la Revolución Libertadora (los antiperonistas se parecen, cualquiera sea la filiación política o ideológica) (…) En la política son de genealogía reciente (fines de los setenta, comienzos de los ochenta): finanzas y era digital. O sea, máquinas de producción y resultado. Ni Roca, ni Agustín P. Justo, ni Frondizi. Ni Onganía, ni De la Sota, ni Cobos. Eso es carne vieja. Los de ahora son buitres de carroña actual. Son (…) empresarios, de bicicleta, aire libre y viernes casual. No tienen país de origen, no les importa la Argentina. Pueden vivir aquí o en cualquier lado (…) Son gentes a pura eficiencia y con muchos recursos técnicos. No tienen cultura, apenas aquella necesaria para el desplazamiento. En general son iletrados, de bostezo fácil frente a un libro (…) Son corporaciones que negocian. Ni fábricas fordistas ni empresa familiar (…) No es un nombre. Son otra cosa: una raza política nueva que casi ni conocemos (…) No hay votantes. Hay usuarios. Eso ofrecieron en las elecciones: aplicaciones para usuarios (…) Ser felices, estar todos juntos, la alegría es poder colaborar, en todo estás vos, mirar al futuro (…) cedamos siempre el asiento. Dejemos bajar antes de subir. Tiremos la basura en los cestos: aplicaciones para la vida PRO (…) ¿Cuántas palabras tiene el vocabulario Macri? ¿O el vocabulario Bullrich, él o ella, no importa? ¿Cuántas? No importa. Crean un lenguaje con poco: felicidad, cambio, no volvamos para atrás, sí se puede, vivir mejor, todos los argentinos, equipo, vecino, juntos, nosotros. ¿Engañan? No, inventan un lenguaje atractivo. Un vocabulario tela de araña, atrapante, anhelado (…) La cara de María Eugenia Vidal también es un concepto (…)  Toda ella es el vecino, toda ella es el ‘sí, se puede’, toda ella es el ‘en cada rincón estás vos’ (…) El concepto ‘futuro’ es un andamio fundamental en la construcción de Cambiemos. Sabemos que hay muchos que no ven todavía la mejora en la economía, van a llegar las inversiones, cómo no sentir esperanza, en equipo lo estamos haciendo posible (…) La puesta en escena funciona y el grado de eficacia es enorme”. Varela advierte que la promesa de lo que ha de venir tiene fecha de vencimiento “a diferencia del pasado, que no vence”. Pero es entonces cuando aparece la pregunta de cuál derrota política es esta, en su sentido de proyección, porque está claro que a mediano plazo es insustentable un esquema de país dependiente anclado en el endeudamiento como única vía de recurso activador. El problema es el imaginario colectivo y cómo se trabaja la política ahí, que es donde la alianza de clases oficialista lleva la delantera, por ahora y hasta donde da la vista, con una holgura robustecida.

A diferencia de las instancias anteriores, cuando el peronismo globalmente entendido como expresión de las necesidades populares ofrecía respuestas de “futuro” (recambio renovador en los ‘80, el antimenemismo en los ‘90 que forjó una Alianza de viudos sólo comprometida con el discurso honestista, el kirchnerismo como  pieza disruptiva contra la derecha y con liderazgo sólido), hoy “peronismo” quiere decir más nada que poco si es por las perspectivas que se ofrecen desde el significante y significado de ese lugar. Tan nada como que sus sujetos y factores no entusiasman a nadie y así terminaron, electoralmente, quienes se pegaron a Macri. Pero la novedad es que la derecha gobernante ya no necesitaría a esos traidores o aguachentos como dispositivo de negociación. Ya no es que sin el peronismo no se puede gobernar. Esta derecha gobierna sola, confiada, y hasta gana en bastiones pejotistas históricos como Salta, Jujuy, Chaco, La Rioja, con la exclusiva oposición que encarna CFK y que, en efecto, es todo lo que le importa por mucho que en voz alta la consideren una muerta política reducida a la tercera sección electoral de la provincia de Buenos Aires. Aun con todas sus debilidades objetivas y sin recambio nominal que hoy se observe si acaso se pensara en un cristinismo sin Cristina al frente expuesto –para formularlo rápido– debido a la alta imagen negativa de la ex presidenta, ese es el único piso desde el cual podría ampliarse el freno a un gobierno demoledor.

La derrota electoral sería lo de menos si no estuviera acompañada por el concepto de derrota política. Pero será mucho peor todavía si se la acompaña de transas que transformen en un híbrido la oposición al modelo. Sin ir más lejos, cuando se registra a los grandes derrotados del domingo 22 lo primero que aparece no es Cristina sino las fotocopias peronistas del macrismo. No sirve de consuelo, pero sí de enseñanza.