Una calle en Rafael Calzada, otra en Remedios de Escalada, una en Lanús Oeste, llevan el nombre del "Mártir de Metán", tal como llamaron unitarios y liberales al gobernador de Tucumán, don Marco Avellaneda (1813-1841). Fue, ni más ni menos, que el padre de Nicolás Avellaneda, aquel que da nombre al Partido homónimo.

Avellaneda padre consiguió su cargo luego del asesinato de Alejandro Heredia (1788-1838), un reconocido guerrero de la independencia y vigésimo segundo gobernador de su provincia. La gestión de Heredia —se dice— fue la de un gobierno conciliador en su intención de pacificar a unitarios y federales. Rosas, que de conciliador tenía poco, le escribe en una carta del 16 de julio de 1837 una sentida advertencia cargada de futuro que podría resumirse así: "si confía en los unitarios le va a suceder lo mismo que a Dorrego y a Quiroga".

El 12 de noviembre de 1838 una partida liderada por un tal Gabino Robles lo cruza camino a su estancia y le raja a un tiro en la cabeza. El cadáver fue abandonado en el mismo lugar del hecho y la rapiña se encargó de mutilarlo. Entre los complotados estaba Marco Avellaneda, quien fue atrapado tres años después, luego de la derrota de Lavalle en Famaillá. Según su testimonio, tomado antes de ser ejecutado, Avellaneda habría provisto los caballos a Robles y sus secuaces, aunque sin conocer los propósitos de la partida. Si se encontraba en la zona era porque "iba a visitar a un hermano político". Explicó además que la razón por la que fue visto entrar en Tucumán al grito de "¡ha muerto el tirano!" es porque había sido obligado y que desde su cargo en la Legislatura no fue capaz de denunciar o condenar a Robles porque estaba atemorizado.

Previo a la muerte de Heredia, en 1836, Avellaneda había escrito una carta llena de encomios al entonces gobernador. En ella le agradecía sus inestimables servicios y el haber hecho rodar para un pueblo libre "las cien cabezas de la hidra". Un romance de tradición oral recogido por Alfonso Carrizo en su Cancionero de Tucumán resume la historia de ambos gobernadores:

En una tarde de noviembre

por una boscosa senda,

hacia Tucumán viajaba

el Gobernador Heredia.

No lleva escolta a su lado,

que en su vanidad ingenua,

cree que lo escolta su fama

de héroe de la Independencia

En una vuelta del camino

"¡Alto!" –dicen– "la galera",

y cuando el gobernador

asomaba la cabeza

se oye una descarga y cae

con la cabeza sangrienta.

[…]

Doctorcitos unitarios

lo mandaron a matar,

mal hicieron los doctores

y caro lo pagarán.

Cabezas de esos doctores

de las picas colgarán...

Luego de la derrota de Famaillá, Avellaneda es traicionado y atrapado en la Estancia "La Alemania", camino a Jujuy, y ejecutado en Metán, Salta. El lugar del martirio es recordado con una calle en Ingeniero Budge. El caso es que Avellaneda y un grupo importante se había separado del general Juan Galo Lavalle. Según palabras de este último: “porque supusieron como otros varios que mi persona sería tenazmente perseguida”. En su fuga Avellaneda iba acompañado por el capitán Gregorio Sandoval, antigua escolta del general unitario. Sandoval decidió ganarse los favores del jefe de los ejércitos federales Manuel Oribe entregando el 26 de septiembre de 1841 a esta figura de relieve junto a sus acompañantes. Oribe (calles de Ituzaingó, José C. Paz, San Antonio de Padua y Trujui) en comunicación con Juan Manuel de Rosas escribe el 3 de octubre del mismo año:

“Los salvajes unitarios que me ha entregado el comandante Sandoval son Marco M. Avellaneda, titulado Gobernador de Tucumán, coronel titulado José María Vilela, comandante Lucio Casas, sargento mayor Gabriel Suarez, (la lista sigue) los cuales salvajes unitarios han sido al momento ejecutados en la forma ordinaria, a excepción del salvaje unitario Avellaneda, a quién por añadir a esta calidad la de cómplice y uno de los promotores del horrible atentado perpetrado en la persona del Excmo. Señor general don Alejandro Heredia, además de otros muchos crímenes, mandé a cortar la cabeza que será colocada a la expectación de los habitantes en la plaza pública de la ciudad de Tucumán”.

A pesar de lo que asegura Oribe, también la cabeza del teniente coronel Lucio Casas acompañó a la del ex gobernador en el macabro espectáculo, expuestas ambas en picas. Al igual que con la cabeza de Castelli, exhibida en Dolores, otra señora (en esta ocasión llamada Fortunata García) rescató la cabeza de Avellaneda y la ocultó por años hasta que pudo entregársela al futuro presidente de la República.

A Avellaneda no solo le cortaron la cabeza. Con la piel hicieron un fiador y una manea para el arreo de un caballo. Sarmiento, antes de Caseros, estuvo a la pesquisa de poder adquirir ambos adminículos con la intención de enviarlos al Museo de París.

El historiador Bernardo González Arrili relata con diálogo novelesco la ejecución del gobernador. Su verdugo, el coronel Mariano Maza, se ocupó —aclara el historiador— de mellar el filo del cuchillo antes de ejecutar la tarea mientras fumaba un pucho de chala. El degollador se demora, empieza con un tajito, luego con otro, hasta que don Marco se harta y le dice: —¿Qué? ¿Se está burlando de mí? ¡Termine de una vez!

Más escalofriante es relato del capitán García, militar bajo el mando de Oribe, que en su diario personal describe los sucesos de aquel día:

"Seis soldados con sus cuchillos en mano les cortaron la cabeza estando de pie (el plural incluye a Lucio Casas); los cuerpos cayeron, el de Avellaneda, con la cabeza completamente separada, se afirmó en las manos apenas cayó y por largo rato estuvo como quien anda a gatas. Mientras tanto, la cabeza separada y tomada por un soldado de los cabellos, hacía las más extrañas gesticulaciones: los ojos se abrían y cerraban girando de izquierda a derecha y viceversa y echando de frente, sin apagarse, mientras el labio inferior se colocaba muchas veces debajo de los dientes, con un movimiento natural y poco forzado como cuando la ira nos hace contraer de ese modo la boca».

La cabeza —continúa García— vivió de este modo doce minutos y el cuerpo del mismo, después de estar inmóvil, presentó otro fenómeno de vitalidad. Un tal Bernardino Olid, capitán allegado al general Oribe y uno de los hombres más feroces y carniceros, sacó el cuchillo y observando la blancura y delicado cutis de Avellaneda, dijo «de este cuero quiero una manea», y dando un tajo todo a lo largo del cuerpo del decapitado señaló la piel, haciendo correr por el lomo lentamente el cuchillo: el cadáver se enderezó nuevamente apoyado en las palmas de las manos y hasta donde le es posible a un hombre vivo levantarse en esa actitud, se mantuvo por más de tres minutos; finalmente Olid corrió nuevamente el cuchillo y sacó la lonja para la manea; el cadáver ya no se movió.

Este Bernardino Olid u Oliden estuvo luego a cargo de la jefatura política de Maldonado, Uruguay. Sarmiento lo tenía entre ceja y ceja porque no le había querido vender en 1851 la manea y el fiador. Cinco años más tarde exigía desde Buenos Aires la deposición del cargo y la extradición de dicho capitán.

El nuevo gobernador de Tucumán, don Celedonio Gutiérrez (tío de Uladislao Gutiérrez, aquel amante de Camila O’Gorman), decretó la erección de una pirámide en honor a Juan Manuel de Rosas, Manuel Oribe y del ejército confederado del Norte. El monumento permaneció en pie durante veinte años. En 1862, ya con la victoria de Mitre en los campos de Pavón, el nuevo gobierno tucumano del presbítero don José María del Campo, ordenó la demolición de la pirámide. El coronel Juan Elías, que había sido edecán de Lavalle, pronunció un discurso al momento en que “la pirámide caía con estrépito, en medio de las aclamaciones de todo el pueblo reunido en la plaza a gozar de su triunfo”.

El coronel Mariano Maza fue el verdugo de Avellaneda. Era hermano de Ramón e hijo de Manuel Vicente Maza, ambos ejecutados por orden de Rosas al haber estado involucrados en un complot contra el dictador. Mariano Maza quedó, por lazos familiares, en una posición demasiado incómoda. Preocupado por demostrar su celo federal fue él el encargado de degollar, unos meses después, a los gobernadores de la Liga del Norte, Marco Avellaneda de Tucumán y José Cubas de Catamarca.

Luego de Caseros, Mariano Maza se exilió en el Uruguay. En 1879, el dictador de la República Oriental, general Latorre, encargó a un pintor un retrato de Marco Avellaneda para regalárselo a su hijo Nicolás, a la sazón presidente argentino. Latorre envió a llamar al coronel Maza y le mostró el retrato. Según un cronista de la época, Latorre le preguntó si conocía al retratado.

—Sí señor, es el retrato del padre del actual presidente argentino.

—Pués prepárese usted para ir a llevarlo. Lo envío de regalo a mi colega de la otra banda (y junto con el cuadro Latorre le ofrecía a Maza en bandeja).

Maza se excusó, no sin cierta razón, alegando que no se sentía la persona más competente para llevarlo. Competente o no, Latorre le ordenó llevarlo al día siguiente en el primer barco a Buenos Aires.

"Al día siguiente —dice el relato— corrió la noticia de que el coronel Maza había fallecido víctima de un ataque de apoplejía fulminante".

Esta es la quinta nota de la serie El cuerpo de Goliat.