El 29 de abril de 1974, el presidente de los Estados Unidos Richard Nixon anunciaba en un mensaje televisado a todo el país que reconocía la responsabilidad de su gobierno en el escándalo Watergate, un caso de espionaje político del que él era cómplice y que se convirtió en un acontecimiento de repercusión mundial. Y del que todavía hoy se escuchan sus ecos. La invasión a la privacidad había llegado para quedarse y tomaba estado público. Comenzaba la era de la paranoia.

Apenas tres semanas antes, el 7 de abril –hace hoy medio siglo- Francis Ford Coppola celebraba su cumpleaños número 35 con el estreno de su sexto largometraje, La conversación, una película que se insertaba de pleno en el espíritu de la época. Todo lo que por entonces estaba saliendo a la luz –cualquier persona podía ser observada y escuchada en su intimidad, por todos los medios posibles- ya estaba allí en este film, que Coppola había comenzado a concebir ocho años antes.

Así como en The Rain People (1969), el cineasta se había adelantado a su tiempo, haciendo de su protagonista una feminista avant la lettre, una mujer embarazada que prefiere abandonar su matrimonio antes que resignarse a la rutina y la frustración, La conversación también se ponía por delante de los thrillers paranoicos de la era Watergate, como Asesinos S.A. (1974), Los tres días del cóndor (1975) y Todos los hombres del presidente (1976), que abordó el caso de modo literal.

Aunque Coppola había estado masticando The Conversation al menos desde 1966, cuando una charla con su amigo Irvin Kershner (el director de El imperio contraataca) lo estimuló a investigar sobre unos micrófonos direccionales capaces de grabar un diálogo a una distancia impensada, aún en medio del bullicio de un espacio público, no se puso a escribir el guion hasta el año siguiente. Por entonces, Coppola también vio Blow-Up, la célebre película de Michelangelo Antonioni basada en el cuento “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, y pensó que lo que el director italiano había hecho con una foto –ampliarla hasta descubrir en esa imagen de dos amantes en un parque la solución a un misterio- él a su vez lo podía intentar con algo similar pero aún más difícil, el sonido.

“Por supuesto, Antonioni me influyó”, admitió el propio Coppola en una entrevista con la revista Film Comment (No. 4, julio-agosto de 1974). “Me gusta esa película, y me gustan aún más sus otras películas. Esperaba poder robarle. Robar a la gente que admiras… Hay una larga tradición de eso. Es parte del arte, creo”. Y dobló la apuesta y fue aún más lejos: “Estaba leyendo El lobo estepario, de Hermann Hesse, en el momento en que escribí La conversación, y me impresionó mucho este tipo de personaje, Harry Horner. Por lo tanto, el nombre de mi personaje es Harry. Vive solo en un apartamento como el personaje de El lobo estepario. Eso también me influyó. Podría nombrar veinte cosas en las que la película está influenciada”.

Mientras el guion de La conversación se iba macerando a fuego lento, la carrera cinematográfica de Coppola era un sube y baja, como lo fue toda su vida. Del estrepitoso fracaso en toda la línea –artístico, comercial, personal- que había sido su musical El camino del arco iris (1968), que casi lo entierra para siempre como director y productor, Coppola había pasado al éxito impensado de El Padrino (1972), una película que siempre admitió haber aceptado hacer por encargo, pero que se convirtió en la más taquillera y famosa de su obra.

Las nueve candidaturas al Oscar (de las cuales ganó tres, empezando por la estatuilla a la mejor película) y los 285 millones de dólares que recaudó entre el mercado local y el internacional, convirtieron a Coppola en una suerte de Dios todopoderoso, habilitado a encarar cualquier proyecto que pusiera sobre la mesa. “El director es la estrella” era por entonces el lema de Hollywood y junto con dos de sus amigos de la generación de los “movie brats”, William Friedkin y Peter Bogdanovich, que venían a su vez de los éxitos de Contacto en Francia (1971) y ¿Qué pasa, doctor? (1972), Coppola formó una productora llamada The Director’s Company, con respaldo económico de la Paramount. El acuerdo era que cada uno de los tres miembros podía hacer una película a su elección, sin necesidad siquiera de mostrar previamente el guion, siempre y cuando el presupuesto no excediera de los tres millones de dólares, un dinero que no permitía una súper producción, pero de todos modos era considerable para la época.

Bogdanovich fue el primero en salir de las gateras con Luna de papel (1973), coprotagonizada por Ryan O’Neal y su hija Tatum, que tuvo excelente repercusión de crítica y público. Y le siguió Coppola con La conversación, una película de avanzada en lo formal y muy exigente para el gran público, que no tardaría en darle la espalda, porque ya asociaba indisolublemente su nombre con El Padrino, que es extraordinaria pero tenía unos atractivos que no eran precisamente los de un taciturno lobo estepario dedicado a espiar al prójimo, por más que ese personaje estuviera en manos del gran Gene Hackman, que venía de hacerse famoso con The French Connection.

La película se inicia con la que es su escena madre y también su “pièce de résistance” en lo formal: con un lento movimiento de zoom hacia adelante, la cámara –desde una altura y una distancia enormes- se va acercando a una plaza de la ciudad de San Francisco, donde se ve -y se escucha- gran movimiento y bullicio. Gente que va y viene, una banda de jazz que toca a la gorra y hasta un mimo (como en el final de Blow-Up) que parodia el paso de algunos de los transeúntes. Entre ellos está Harry Caul (Hackman), que lidera una complejísima operación de espionaje de una pareja joven (Cindy Williams, Frederic Forrest), que han elegido esa plaza, justamente, para poder moverse constantemente y hablar entre la multitud sin ser escuchados.

De lo que Caul –un freelancer que vende sus servicios a quien se los pague- consiga extraer de esa conversación dependerá no sólo el destino de sus víctimas sino también, en un giro kafkiano, el suyo propio, en tanto él terminará poniéndose en peligro. A partir de un conflicto personal que lo atormenta (el personaje es católico practicante y carga con una culpa que no se atreve a revelar ni siquiera en el confesionario), Caul contradice su regla de oro y comienza a involucrarse en el contenido de esos audios. Toma partido y se obsesiona con impedir lo que él supone será un asesinato. Y esa será su tragedia: el espía y voyeur pasa a ser perseguido y vigilado. Escuchado en todo momento, justamente él, que sabe todo lo necesario para evitarlo.

En diversos testimonios y entrevistas, Coppola siempre fue muy cuidadoso en destacar el papel fundamental que tuvo en la película el trabajo de su amigo, el sonidista Walter Murch, “un artista sonoro” según sus propias palabras, a quien le confió también el montaje del film, en tanto aquello que se fuera comprendiendo de esa conversación en apariencia banal iría determinando casi todo aquello que finalmente se ve en las imágenes del film.

Además, para cuando La conversación entró en etapa de montaje, Coppola comenzaba el rodaje de El Padrino II, que le demandaba toda su atención, por lo cual confió en que sus ideas serían respetadas e incluso mejoradas por Murch, que hizo un trabajo impresionante, muy avanzado con respecto a su época. Tanto que los zumbidos de estática que deliberadamente dificultan descifrar la conversación de la pareja exasperaron a algunos dueños de salas, que salieron a aclararle al público que sus equipos de sonido estaban en perfecto estado y que esos “defectos” eran propios de la película.

Gene Hackman en "La conversación"

Apenas un mes después, en el Festival de Cannes la vieron con otros ojos. Y la escucharon más atentamente. Tanto que el jurado presidido por el veterano René Clair le otorgó el premio mayor, la Palma de Oro, la primera de las dos que tiene Coppola en su haber (la segunda fue por Apocalypse Now, en 1979), privilegiando La conversación por sobre sus más fuertes competidoras: La angustia corroe el alma, de Rainer W.Fassbinder; Las mil y una noches, de Pier Paolo Pasolini; La prima Angélica, de Carlos Saura; Stavisky, de Alain Resnais; y Loca evasión, de Steven Spielberg, nada menos.

Para fin de ese mismo año, poco antes de Navidad, Coppola estrenaba en Nueva York El Padrino parte II, lo que puso al director en una situación casi inédita hasta entonces, la de competir consigo mismo por los premios anuales de las asociaciones de críticos de los Estados Unidos y también, a comienzos de 1975, por el Oscar de la Academia de Hollywood. De hecho, Coppola alguna vez confesó que temía que los votos de sus fans se dividieran entre una y otra película, abriéndole el camino a Barrio Chino, de Roman Polanski, su principal contendiente. Pero finalmente el Oscar a la mejor película fue para El Padrino II, además de la estatuilla al mejor director, por la que La conversación no competía.

Extraña paradoja: su película más íntima y personal, tanto que su protagonista comparte varios rasgos con el propio Coppola, como una infancia marcada por la polio (uno de los pocos datos que se tienen del enigmático Harry Caul, a partir de una pesadilla), quedaba opacada por su otra obra maestra del mismo año pero de una envergadura de producción mucho mayor, hecha para uno de los grandes estudios y no para The Director’s Company, que era su sueño de libertad.

Un sueño que duró poco, por cierto: el estrepitoso fracaso del segundo largometraje de Bogdanovich para el grupo, Daisy Miller (1974), adaptación de la novela homónima de Henry James, con Cybill Shepherd como protagonista, y diferencias artísticas con William Friedkin, que consideraba a La conversación lisa y llanamente “un robo” a Blow-Up, rompieron el acuerdo y cada uno siguió por su lado, mientras disolvían la compañía, para la que Friedkin no llegó a filmar nada, porque estaba dedicado por completo a El exorcista, producida por la Warner. A esa altura, Richard Nixon ya no estaba en la Casa Blanca, pero esa ya es otra historia.  

Megalopolis

La nueva película de Francis Ford Coppola (85 años) ya está lista y tuvo su primera proyección privada en Hollywood, para distribuidores de todo el mundo, hace apenas una semana. Se titula Megalopolis y tiene como protagonista a un arquitecto (Adam Driver) que quiere reconstruir la ciudad de Nueva York como una utopía tras un desastre devastador. Además de Driver, que se ha vuelto una estrella de primera magnitud en el cine de autor, el poderoso elenco incluye a Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Dustin Hoffman, Jon Voight, Laurence Fishburne, Aubrey Plaza, Shia LaBeouf, Chloe Fineman, Kathryn Hunter, D.B., Sweeney, Jason Schwartzman, Baily Ives, Grace Vanderwaal y James Remar. Para esa exclusivísima exhibición privada en la sala CityWalk IMAX de Los Angeles, Coppola invitó también a algunos de sus viejos amigos, entre ellos Roger Corman, Al Pacino, Anjelica Huston, Nicolas Cage, Andy Garcia, Spike Jonze, Jon Favreau, Colleen Camp, Darren Aronofsky, Cailee Spaeny y algunos miembros del elenco, como Shia LaBeouf y la hermana de Coppola, Talia Shire. Megalopolis todavía no tiene fecha de estreno mundial, porque antes de comprometerse con alguno de los grandes festivales del año, Coppola -que viene trabajando en este proyecto desde hace casi cuatro décadas- quiere cerrar un acuerdo de distribución a su medida, que sería muy exigente. Pero en términos de producción, la película está lista para participar de la próxima edición del Festival de Cannes, que se llevará a cabo del 14 al 27 de mayo.