Hay fiesta en el pueblo y eso no es de todos los días. Hay que ponerse a tono. Sacar del ropero la mejor pilcha, lustrar zapatos, acomodar la huesera para el bailongo de la noche y hasta guardar un resto porque la cosa sigue al otro día.

En ese abril del 68 venía soplando un vientito cálido y acariciador. El norte santafesino es lerdo para hacerse al invierno y el otoño es una primavera ese año.

Todo lo enjaulado se pone nervioso y lo silencioso canta.

De temprano empezadito el viernes ya habían ocurrido las pequeñas desgracias para unos y diversión maliciosa para otros. Para la colección de anécdotas, que no otra cosa es la historia de un pueblo.

Ya la propaladora había equivocado el disco de aplausos para rubricar la actuación en vivo del osado cantautor de la zona poniendo en cambio la grabación de un gol en el relato del gordo Muñoz. Lo que obligó al dotado glosista, locutor y periodista a sacar un as de la manga diciendo a toda bocina: “Ha sido un gol interpretativo del amigo Medina”.

Ya la chata de don Severo convertida en escenario se había llevado músicos y cantante en enredos de pentagramas que pretendían ser “Nubes de humo” en una corta pero final cabalgata de sus percherones asustados por inoportunos petardos en medio de un ensayo.

Ya el Negro Lumumba se había estrellado con su bicicleta en el intento de remedar a los motociclistas de riesgo del parque de diversiones lanzados en tobogán.

Ya el asador a la estaca triunfador de cien fogones había recibido el supremo galardón vomitando ocho horas de vino junto al fuego en la solapa del senador departamental.

Ya las palomas mensajeras del Turco Ismael, que siendo árabe presidía la Asociación Italiana, habían traído los resultados de los partidos de fútbol de la jornada regional.

Ya un paisano de tenor revisionista había acuchillado el acordeón de un cantante de visita por discrepancias con la letra.

Cuando casi todo lo pequeño se había ido precipitando en ese pasado instantáneo de tribu que reseca la memoria de las islas en tierra del norte; cuando ya nada para el anaquel de la risa y el sacudón de cabeza había dejado de ocurrir vino la gala a cerrar el sábado.

Ahora sí la corbata y el vestido. El cigarrillo con boquilla, la boca pintada. Las uñas limpias, el agua colonia. El bigote tusado, el peinado de peluquería. Vienen los artistas. Hay una obra en el cine teatro “Garibaldi”.

Las viejas compañías de radioteatro que habían cautivado por décadas a mateadores y planchadoras de las tardes, pegaban los últimos suspiros de derrota bajo el hipnótico radiar de la televisión.

Siguieron sus giras, sus leyendas propagadas. Dieron sus últimas batallas pueblo por pueblo mangando sillas, bancos de parroquia, focos de ferrocarril, forrando galpones, haciendo telones de arpillera.

Era común, entonces, que el público tomara partido por los personajes buenos y abominara de los malos sin distinguirlos de los actores y actrices que los interpretaban. Aplausos, silbidos y hasta insultos a la salida se hicieron patrimonio de estos teatreros peregrinos junto con fama y sustento.

Y en aquél abril, Alfonso Amigo, Federico Fábregas, ¿o fue Norberto Blessio quien llegó con su troupe a coronar el sábado en una gala de naftalina?

Ya ni me acuerdo del título de la obra. Se ha perdido en el raspón de un paso de comedia que ese pueblo entregó al arte dramático.

El hall es todo rumor y risotadas. Se comenta que hay una demora. Que hay un actor enfermo. Que será reemplazado por alguien del lugar.

Qué buen aderezo para el plato principal. En efecto, un actor de reparto que debía representar a un ocasional beligerante que ponía a prueba la proverbial bravura del primer actor, héroe y galán había enfermado. Convocaron al prójimo más pintado en su reemplazo. El tramoyista y bufetero Irineo Manuel Ponce.

Pese a la insistencia del debutante Ponce de intervenir con algún parlamento en su escena, le adjudicaron el redondo papel de la ignominia. Debía interceptar a, pongamos, Adalberto el héroe y fingir una pequeña trifulca de la que el primerísimo actor y dueño de la compañía saldría asaz airoso como el libreto siempre lo indica.

El siseo preludiar de las plateas colmenares acompaña la apertura del telón. La obra de desliza frente a un público atento que hace honor al esfuerzo de la dramaturgia de comarca con algún aplauso suelto, un suspiro, alguna lágrima.

Entretanto Ponce ha estado esperando su momento en bambalinas precalentando su enjundia con unos vasos de Esperidina.

Salir el improvisado actor devenido en crédito munícipe y estallar la sala en ovación fue todo uno.

Apartándose del más elemental apego a las formas del asunto teatral, Ponce saludó con los brazos en alto. Varias voces pusieron orden en la sala y el oficio actoral primó sobre las tablas haciendo que los veteranos artistas retomaran el hilo argumental.

Entre no mezquinados sollozos y frases grandilocuentes la pareja protagónica se introduce en el momento culminante de un conflicto que ha de resolverse en minutos.

Hay un forcejeo y Ponce, el paisano bufetero, el esperado de todos, el actor, ya no puede ceñirse a un simple empujón, a unos puñetes arrojados al aire. Le espeta al galán _ “yoteviadáhijunagranputa !!” y la emprende a las trompadas netas y revoleadas, sonoras y cuantiosas sobre el rostro del ahora doliente héroe de la radio.

Y una voz cerril grita la frase que reúne al público en la expropiación del arte: “¡No le afloje Ponce!”

La obra oficial desbarrancó en tropiezos, puteadas, agarrones y lamentos. Algunos se fueron avergonzados. Otros eufóricos.

En adelante se comentaría en los boliches, se le repetiría a las visitas, se contaría con distintos finales.

También fue distinto el final de aquella obra cuyo nombre no recuerdo.

 

Al fin y al cabo siempre hay un Ponce que se cuela para cambiarle el final a la obra.