Hace algunas semanas tuve la intención de escribir sobre el establishment, ese término evasivo cuya polisemia telegráfica y concentrada lo ubica en la esfera más distinguida y refinada de la poética política. Parecería que hoy en día sus connotaciones fueran más allá del significado que le dio aquel cuestionado periodista inglés, Henry Fairlie, que puso la palabra en circulación desde una revista londinense, allá por los años cincuenta del siglo que culminó, para nosotros, con el espantajo del riesgo país -determinación del establishment si las hay- asolando nuestro despertar de cada mañana. Fairlie impuso the establishment como la representación de la cerrada estructura de imbricaciones sociales que ejercía el poder real en Inglaterra y, tal vez, su elección haya estado influida por una terminología eclesiástica del inglés de la época, larga de explicar, pero que podría sumarle atrevidas reflexiones celestiales.

La idea se manifestó rentable para referirse a los hilos invisibles que manejan por sí el mundo fáctico y la imaginería romántica se ve tentada de pintarlos escondidos en oscuros capotes medievales, transitando pasajes subterráneos y tomando decisiones irreparables, reunidos tras gruesos muros de piedra que no permiten oír sus susurros perentorios, pero, en realidad, según se los ve desde lejos, sonrien al sol de la cubierta de un yate con un vaso en la mano, o mastican lomos y colitas de cuadril en el lujoso quincho de una quinta resguardada o se apoltronan en los sillones de cuero de una oficina, en el último piso de un rascacielos espejado, iluminada por un ventanal que permita ver toda la amplitud del mundo que pretenden supeditar a sus intereses. Desde ahí suben y bajan la tasa Libor, determinan el precio del petróleo, sientan y des sientan gobernantes, urden guerras, despachan invasiones, financian descontentos populares, desmontan soberanías cabalgando endeudamientos, mediatizan el bien y el mal para relativizar o acomodar su esencia, como dioses. Dioses raros, anómalos, abocados al éxito de sus enjuagues y escindidos de ese, si no bueno, al menos pretendidamente justo, del cuento evangélico que, a juzgar por su desempeño en los últimos cinco mil años, o no existe o es un misario caprichoso y cínico, acólito de los dueños del poder o, en el caso de que haya tenido buenas intenciones, ha demostrado una falta cabal de capacidad de liderazgo para guiar a sus huestes angelicales y terrenas.

Si no es Dios, será el diablo… en las versiones demoníacas que la Europa bárbara recibió del oriente bíblico y adaptó a su pensamiento sañudo para diseminarlas a bordo de sus carabelas.

Pongamos por caso a Lucifer. Era el más hermoso de todos los ángeles que circulaban por el cielo, un querubín bello, dotado de la mayor sabiduría. Con flautas bombos y violines giraba por las recámaras de Dios encargado de alabarlo y musicar su gloria. Un día de soberbia y ambición se dio vuelta como un guante, enfrentó al Señor que lo había encumbrado y llevó a su coro de ángeles a formar bancada propia, mandando al diablo -valga la redundancia- las obligaciones para las que había sido elegido.

No sería raro que quien lo hubiera inducido a la rebelión fuera Satanás, el verdadero enemigo, el adversario, tal la significancia de su nombre arameo. Satanás seduce, arrastra a la conducta imprudente, miente, crea espejismos, lidera fantasías, confunde las mentes. En su advocación mefistofélica pone en tu camino bellas modelos con inclinaciones a políticos o una embajada en una democracia rubia o una obra pública en tu provincia; tal vez te apremie con una carpeta que mueve tus arrepentimientos a destiempo, te engolosine con subvenciones de corporativismo social o deje al arbitrio de tu hermandad de trabajadores la tutela de abultadas remesas que durante tantos años habías reclamado. Y a cambio se roba tu alma, tu futuro y tu voto displicente, negligente, irremediable.

Satanás enreda tus pensamientos de manera que no distingas los alcances del número cero en la evaluación de los porcentajes de pobreza. Te lleva a confusiones terminológicas en las que acomodar la basura significa dejar sin trabajo a los empleados del Estado y a creer que aquellos jóvenes que encontraron en la política una manera de transformar el mundo no son más que monigotes vaciados en grasa para untar tu sartén. Al cobijo de sus ojos de lago helado alucinaste con los valores del dólar, con devaluaciones inexistentes o inocuas, con la continuidad del fútbol para todos, con la seguridad de que todos los agujeros del supermercado por donde se escurren tus denarios y todos los aumentos de tarifas que angustian tu porvenir no son angurrias de los poderosos sino reflejos veraces, sinceros y legítimos de una realidad que él mismo inventó para vos. Y finalmente aturde tu mente desde la pantalla del televisor para convencerte de que tener un montonazo de canales que repitan la misma historia de una corista embarazada que se acaba de divorciar es la mejor garantía a tu derecho a estar informado. Así, aunque el rey anda manifiestamente desnudo poniendo en evidencia sus huecos más obscenos, vos, su súbdito voluntario, insistís en verlo vestido con ricos ropajes esperanzadores y semestralmente promisorios. Falacias del diablo que sí existe y anida en el establishment. Más aún, tantas pruebas han reunido los eruditos sobre su existencia, que sus subordinados pretenden reducir el presupuesto destinado a los ámbitos de la ciencia y la tecnología con el objeto de que se interrumpan los trabajos de campo que completarían las investigaciones que demuestran esta tesis.

Corre en el aire la sensación de que el tal establishment, a nivel global, estuviera saturado, a punto de estallar. Quien aguce los sentidos podrá escuchar, al menos, cómo se resquebrajan sus cimientos y ver a los condenados de la tierra trepando por sus muros, urgidos y rabiosos. El outsider que pasó sus ratos espiando, por las rajaduras de las murallas de Occidente, la profundidad de sus fallas, empieza a ocupar espacios porque ha sabido entender y dar curso a las ansias y las frustraciones de los que quedaron fuera, de los también outsiders del sistema que distribuye o amarroca la riqueza. Entendió y atesoró el terror a que, aquellos que vienen del mar o de las miserias del Sur, se inmolen para el impredictible peligro de la integridad de sus vidas, quieran remplazar los chirimbolos del arbolito de navidad con velos sunitas y una kefiáh a cuadritos, merquen su fuerza de trabajo a precios desesperados. Capitalizó la impotencia de los estratos medios para afrontar sus enfermedades con dignidad de clase y su educación con solvencia económica. Dejó claro que outsider y establishment son dos términos de la misma ecuación.

  Por si acaso, todavía se podría agregar que el establishment no tiene compromisos ni agradecimientos y así como te puso, si la soberbia, la gula, la angurria y la desmesura de poder desmadran tus acciones, como ya te conté que le pasó a Calígula, te bajan de un hondazo o de un massazo o con una corrida de papeles off-shore. Ojo que el diablo siempre puede meter la cola.

Y perdón Francisco, no es nada personal. Es literatura no más.

* Escritora y periodista.