El Luna Park anoche pareció encendido. El público chifló el nombre de Antonio Gramsci. Cuando Milei nombró a Lord John Maynard Keynes la asistencia estalló con un “oooohhh Keynes sos ladrón, sos ladrón, sos ladrón, Keynes sos ladrón”. El coro soportó fragmentos inverosímiles de técnica económica (“El PBI de los últimos 1800 años...”), para renovar su entusiasmo en cada pausa del orador. Daniel Scioli-el-candidato-es-el-modelo sonrió para las fotos en primera fila. La consigna que merecería haber presidido el encuentro podría haberse formulado así: "La Economía es batalla cultural". Luego vino la música: "se viene el estallido" ¿Se trata de mera expropiación de 2001? ¿se consideran a sí mismos estallido? ¿O acaso lo presienten oscuramente? Quizás sea todo eso a la vez. Un grupo de jóvenes sonríe y celebra a Luis Toto Caputo, ministro de Economía, mesa-dinerista, auspiciante de la fuga de capitales durante el gobierno de Macri. Hay que suponer que se trata de muchachos apostadores y/o mineros de cripto monedas. Partícipes de una amplia conjura que asegura no ya sólo que el dinero no se hace trabajando --saber que derrama de las élites--, sino que considera a la propia cooperación social productiva como una remora ideológica a la que se aferran los resentidos socialistas para enmascarar su envidia hacia los ricos. Si la ideología -como ha escrito Slavoj Zizek- pertenece al orden de las cosas antes que al de los individuos, es evidente que la lucha cultural deberá tratar de las cosas mismas antes que del proselitista convencimiento uno a uno. Y puesto que son ellas las que creen por nosotros, materializando fantasías sociales que se presentan como realidad objetiva, será pues contra ellas que habrá que orientar la llamada “batalla cultural”. Dicho de otro modo: si la realidad no nos exige que creamos personalmente en ella para imponerse como orden impersonal incuestionable, ni está preocupada por lo que ocurra en nuestra conciencia mientras permanezcamos como fragmento aislados, basta con un colapso en el plano de las fantasías colectivas para que se derrumbe irremediablemente dejando tras de sí ruinas temporalmente inutilizables. Eso pasó en 2001. Y parece que pasó también -de un modo muy distinto, por no directamente opuesto- en 2023. En ambos casos el enunciado ideológico interviene para nombrar los despojos, y asegurar el sistema de creencias de un nuevo orden de realidad. Es en este sentido que la ideología va más allá de resultados electorales. La batalla cultural, planteada en términos ultra-reaccionarios, se resume en la idea negacionista de que todo colectivismo es criminal. Pero conviene entender que el colectivismo esencial de nuestra sociedad es, ante todo, la cooperación social productiva. Es contra la centralidad que corporeidad asociada puede adquirir en tiempos de crisis que opera la fascistoide fantasía neoliberal. Lo hace de un modo desconcertante, con música de La Renga y letra de la escuela austríaca, pero hace. La pregunta, por tanto, no es ya por Milei y los suyos. Y menos aún por la defensa del orden de cosas previas, que merecía sucumbir. La pregunta que importa se refiere a nosotros, y se refiere al nuevo tipo de relaciones entre los cuerpos, cosas y las palabras por el que vale la pena dar batalla.