Muchas voces del barrio aseguraban que Felipe era más bueno que el pan. Padre de mi amigo Guillermo, era también un poco el padre de todos. A los adultos de más de tres décadas los considerábamos gente vieja, un abismo marcado por sus vestimentas, modo de hablar o gustos musicales, nos empujaba a juntarnos entre pares, constituyendo anónimas tribus callejeras. 

Don Feli era la excepción, su alma de niño nos atraía, nunca nos sentimos vigilados o presionados ante su presencia, más bien nosotros invadimos sin permiso el altar de su soledad. 

Un hombre semi calvo, con larga barba blanca, paseando sobre sus hombros a Fidel, un joven ejemplar de raza caí, le regalaba al barrio una imagen darwiniana que no pasaba desapercibida. El simio lo acompañaba desde la primera jornada del rosariazo, cuando un tren carguero proveniente del norte del país rodando sobre los rieles del Belgrano, fue detenido a la altura de la calle Juan José Passo, vandalizados los vagones e incendiada la carga. 

Varios furgones conteniendo animales capturados en la selva formoseña con el fin de ser vendidos como mascotas en las grandes ciudades, armadillos, charabones, tapires, escaparon del fuego poblando una tierra extraña, mientras que una nube de pájaros exóticos invadió los árboles de Empalme Graneros. 

El manifestante logró rescatar a un oso hormiguero gigante junto a un mono recién nacido con la intención de donarlos al zoológico de la ciudad, sólo pudo entregar al hocicudo, un corazón noble no puede encarcelar a una criatura que llora como un cristiano reclamando a su madre ausente. 

Una mañana de verano en la que me mandaron a comprar pan, leche y manteca, me demoré en el campito de la esquina en medio de un picado usando al canasto como uno de los postes del arco a defender. No sólo perdimos por un gol, también extravié el dinero que transportaba. 

Desesperado, busqué refugio en la casa del viejo para descargar mi llanto y mi pesar. Antes de reponerme la plata necesaria para realizar la compra postergada y hacerme prometer que no repetiría el mismo error en el futuro, supo tranquilizarme con una frase que me quedó grabada para siempre, “bueno, ahora quedate tranquilo y dejá de lamentarte que en esta vida nadie pierde nada hasta que pierde a un amigo”. 

Para los torneos nacionales Evita, no sólo nos consiguió un juego de camisetas color rojo en su sindicato, también nos inscribió con el nombre “Los diablos del cielo” y de paso se calzó el buzo de delegado del equipo con un único mensaje que nos repetía antes de cada encuentro, “el resultado es sólo una circunstancia que jamás podrá manchar la felicidad de jugar entre amigos". 

El día que quedamos eliminados, volvimos cantando en el bondi durante todo el camino de regreso. Una fría tarde de otoño me encontraba sentado sobre un cordón adoquinado, al costado de una calle por la que siempre volvían menos autos de los que iban hacia el centro, cuando lo vi descender de un taxi hablando solo, tirando patadas y trompadas al aire en medio de un remolino de hojas secas hasta caer pesadamente en mitad de la vereda. 

Corrí hasta él, lo ayudé a sentarse sobre el umbral de su pasillo, lo miré a los ojos y por primera vez noté una pena aguada que nublaba el cielo de su mirada. Nunca voy a saber si me reconoció, sí me habló a mí o si en realidad sólo pensó en voz alta cuando dijo estas palabras; “el tiempo es un asesino silencioso, el viento, arrastrando las hojas secas, nos recuerda el triste final de todos los seres vivos, lo que duele es ver a los brotes verdes girando injustamente en los remolinos de la muerte”.

Luego de un silencio prolongado, un poco más tranquilo y esperando, tal vez, recuperar fuerzas para incorporarse, supo perderse en un recuerdo lejano, me contó sobre su compañero de banco de quinto grado, un alumno introvertido a quien el resto del curso no dejaba de molestarlo con bromas pesadas. El “raro” sólo hablaba con él, con una voz tan suave como melodiosa que parecía nacer en el centro de su corazón inocente. Cuando su amigo enfermó, tomó como un deber llevarle las tareas escolares todos los días hasta su casa. 

En su última visita, a modo de despedida, Manuel le leyó en voz alta un cuento de Adolfo Bécquer, “las hojas secas”. Nuevamente de pie y antes de ingresar a su domicilio, el hombre sensible terminó su relato con esta frase, ¡“Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria!”.  

En otoño, Rosario es más bella aún. Con pasos lentos, debido al peso de todo lo perdido que cargo en mi mochila, me gusta pisar las hojas secas durante mis caminatas por la plaza Alberdi. En ocasiones, su crujir es una música que viene de otro tiempo, de otro lugar, es murmullo de voces en un idioma que no entiendo pero percibo claramente lo que me quieren transmitir, a pesar de no encontrar palabras para escribirlo.

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