Hace justamente siete décadas su legendaria huida a Francia, a través de los Pirineos, luego de haber llevado a cabo el asalto al Banco de Gijón, que le reportó al movimiento libertario español una entrada sustancial para su tarea propagandística. ¿Quién era ese Buenaventura Durruti que en apenas 40 años de vida había jaqueado a las policías de dos continentes, había organizado las huelgas más grandes de España, se había levantado contra la monarquía y la decadente república hispana, había presidido decenas de mitines obreros con su oratoria precisa y electrizante y finalmente había tenido la muerte de los héroes en el frente de Madrid combatiendo a los uniformados de Francisco Franco, ese general de voz aflautada ayudado por el nazismo y fascismo europeos, mientras la Europa democrática se callaba la boca?

Chiapas nos demuestra que los pueblos no se rinden nunca ante la injusticia, a pesar de las derrotas sufridas. Entre diez que guardan silencio habrá siempre uno que no se pondrá de rodillas. Y siempre habrá un Buenaventura que pegue el primer grito rebelde.

Muchas veces, a través de una vida podemos definir un país y una época. Y por supuesto reflejar la sociedad que le tocó y quiso vivir. En Buenaventura Durruti está encarnada esa España de las tres primeras décadas de este siglo. Tres décadas que significaron grandes esperanzas para los desposeídos. Nunca tantas voces gritaron tan seguido la palabra revolución.

Pocas veces en la historia se han dado dos figuras tan parecidas como el leonés Durruti y el argentino Guevara. La misma pasión por la lucha revolucionaria, el mismo desprecio por los cargos y comodidades, la misma fe en la capacidad de rebelión del pueblo sumergido. Con una diferencia Buenaventura fue bien de abajo, un obrero. El Che provenía de la alta clase media con un dejo aristocrático. Con tan distinto origen y el mismo fin: dar la vida por sus ideales. Los dos traspasan los límites humanos y entran en lo legendario. (Hay una tercera figura con la misma pasión y la misma muerte, una mujer, Rosa Luxemburgo, una intelectual, pero con la palabra en la calle.)

Los tres, en la historia, representan a miles y miles de mujeres y hombres que en épocas y latitudes distintas buscaban el paraíso en la Tierra haciéndose camino sin esperar más. Esto, creemos, es lo más subyugante de la historia. No los grandes monumentos, ni las obras de arte, ni los adelantos de las ciencias y las técnicas sino esa voluntad humana de luchar por un mundo mejor, la concreción de una utopía. Que en el fondo es, tal vez, lo más racional: la búsqueda de una fórmula que haga más feliz a la humanidad y más digno el corto tránsito de la vida. Así de sencillo. Y justamente en esto, Buenaventura es protagonista. No lo es desde un escritorio o desde un monasterio, sino de salida, desde la niñez misma donde queda esa imagen que el joven y luego el adulto Buenaventura tratará de modificar: “Desde mi tierna edad, lo primero que vi a mi alrededor fue el sufrimiento, no sólo de nuestra familia sino también el de nuestros vecinos. Por intuición, yo ya era un rebelde. Creo que entonces se decidió mi destino”, escribirá a su hermana Rosa, muchos años después, como explicación de su conducta. Una imagen lo acompañará toda su vida: el momento en que él cuando niño, de apenas siete años, ve cómo su padre, un obrero huelguista, es llevado preso por dos policías. Esa humillación, esa injusticia cruel, por el solo crimen de defender sus derechos y los de sus compañeros. En las sensibles pupilas del pequeño Buenaventura queda registrado para siempre el noble rostro de su padre en ese instante.

Y así fue que para él, lo “legal” era la revolución, lo “ilegal”, el sistema que dividía a la sociedad entre los que mandaban y los que obedecían, los dueños y los siervos, los explotadores y los explotados. Y las instituciones que defendían esas injusticias: el monarca, los dueños de la tierra, de la industria, la Iglesia Católica y los partidos políticos burgueses. Pero también aquellos de la izquierda “dialoguista” que en los momentos decisivos se aliaban no con los revolucionarios sino con los “agentes del orden”. Buenaventura ponía siempre el ejemplo de la socialdemocracia alemana, que reprimió sangrientamente a los consejos obreros de Munich y a los espartaquistas, y al Partido Socialista Obrero Español, que ya en la República asintió a matanzas como la de Casas Viejas, contra el campesinado.

Para sostener a las familias de los obreros presos y para la propaganda de la revolución libertaria, Durruti y sus amigos Ascaso y Jover iniciaron un periplo de asaltos a mano armada por la América de habla hispánica que los llevó desde Cuba, por México hasta Chile y la Argentina. En Buenos Aires, entre otros, hicieron un asalto espectacular en el Banco de la Provincia, en San Martín. Se llevarán suculento botín. Con la policía española, la argentina logra identificar a los bandoleros con acento hispánico. Uno de ellos es el ya famoso Buenaventura Durruti, alto, fornido, con un rostro como esculpido a hachazos, siempre aún en los momentos de más peligro, con una sonrisa socarrona. Los detendrán, finalmente, después de un novelesco viaje, en Francia. Y el gobierno radical de Alvear exige a París la extradición inmediata de los bandidos. Más, le ofrece, si le entrega a los prisioneros, que aceptará una mora en el pago de trigo que le debe Francia –comparado durante la guerra– y manda un buque de guerra de la marina argentina, el “Bahía Blanca”. Además de oficialidad reforzada viaja a bordo el comisario Fernández Bazán, creador de la “ley Bazán” (tirar primero y preguntar después; una “ley” que quisieron reflotar en nuestros días mamarrachos “a la Pati” y “a la Malevo Ferreira”). Francia accederá al pedido de los radicales argentinos. Pero no todo será tan fácil. Los anarquistas argentinos amenazan a Alvear con “quemar el puerto con Buque de guerra y Fernández Bazán adentro”. El periódico libertario La Antorcha dirá: “¡Carne a las fieras, señores gobernantes de la emputecida Francia que trafica con las vidas humanas!”. Y de la Argentina expresará: “Un país bárbaro, incivil, sin garantías individuales o colectivas, expuesto a que todos los abusos, todas las violencias de arriba tengan fácil e inmediato asidero en él, eso es la Argentina”. Y: “La Argentina es un país inmensamente estúpido, sin relevante conciencia moral, sin el más mínimo atributo ni sentido de justicia. Aquí sólo hay un infame miedo que gobierna y un más infame miedo que obedece. La única garantía es la de cobardía ambiente, de la mentira ambiente, de la crapulosidad ambiente”.

En Francia se realizaron actos con miles de personas en favor de los detenidos. A Alvear se le complicaba la cosa. Entre los dos gobiernos se llegó a un arreglo: se dio un plazo para la extradición. Vencido el plazo, se dejaría la libertad a los tres. Alvear toma conciencia de los problemas internos que podrían surgir con los tres en Buenos Aires. Y el buque de la marina de guerra no llega a tiempo. Inexplicablemente, se retrasa. Y el ansioso comisario Bazán se tiene que meter la 45… en el chaleco. La algarabía de los anarquistas aquí y allende los mares fue de varios meses.

Para Durruti, en la libertad, comenzaba el período de la organización y la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Con la caída del militar no se acabó su acción, recién comenzaba. Participó de múltiples intentos revolucionarios. Cada fracaso lo tomaba él como una enseñanza y rechazaba las críticas del coro que celebra cuando se gana y critica cuando se pierde. Así, hasta que cayó muerto en su lucha contra el oscurantismo franquista.

La pregunta hoy, sobre Derruti, es ¿cuántos Buenaventura tendrán que nacer todavía, cuántos Chiapas tendrán que ocurrir para que la humanidad encuentre el sistema de la dignidad y la solidaridad? ¿Cuántos?

Y en este adiós no definitivo a Buenaventura, estos versos de nuestro Raúl González Tuñón, quien en 1926 lo vio así:

Lo veo en el retrato del prontuario, de frente, de costado, con un número, con su cabello turbio, despeinado. Sólo faltaba arriba una paloma con algo de furioso y delicado.

* Publicada el 12 de febrero de 1994.