Llevaba casi media hora corriendo. Era un domingo glorioso, perfecto, con el sol radiante y la emoción abrasadora de cinco mil personas trotando juntas, lo cual es aún más emocionante cuando una no corre un maratón desde los 15 años. Era una carrera en homenaje a Miguel Sánchez, un atleta desaparecido. La largada era en el Obelisco. Antes de andar, todos coreamos fuerte, uno por uno, los últimos 10 segundos de la cuenta regresiva hasta arrancar por la 9 de Julio, después por Belgrano hasta zambullirnos en Puerto Madero y seguir.

La mitad del recorrido parecía un buen momento para tomar nuevo impulso, desafiar la sequedad de la boca y algún jadeo ocasional. Estaba feliz y me dejaba volar como en un sueño. Me veía entre cuerpos satinados que parecían flotar. Subíamos por Córdoba, llegando al cruce con Leandro Alem, cuando comenzaron a sonar bocinazos. Me entusiasmé pensando en una hinchada festiva: nos saludaban. Fui una ilusa: nos insultaban. Un barbudo en camiseta se asomó por la ventana de un Ford Focus plateado y gritó desaforado. Una cincuentona con pelo lacio cobrizo y anteojos oscuros, apoyada en el capot de su Neón, miraba fijo a los corredores con cara de bruja. Recordé aquel famoso video de Thriller, de Michael Jackson, donde emerge un ballet de muertos ridículos en posición de asustar.

Los bocinazos hicieron caer al sótano el espíritu deportivo y desterraron las fantasías hedonistas. ¿Tanto apuro un domingo a las 10 de la mañana? ¿A nadie se le ocurría preguntar por qué tanta gente corría? ¿A nadie se le ocurría alentar? Parecía una masa intolerante y engreída, obsesionada con salvar su individualidad de los dramas más tremendos de la humanidad: una manifestación de desocupados que corta el tránsito diez minutos y un maratón para reivindicar a un atleta desaparecido que lo interrumpe cinco.

Pensé con alivio que si nos maldecían a los maratonistas, el problema no era sólo con los desocupados. Pero el alivio era erróneo: la bronca era contra cualquiera que participara en algo colectivo. Al dejar Córdoba me dio una puntada: no era el bazo, era del otro lado. Una patada al hígado.

En los rastrillajes de la dictadura, en las pinzas del Ejército, ¿había bocinas y proclamas sobre el derecho absoluto al libre tránsito? Y ahora, ¿el tránsito libre es siempre más trascendente que el derecho a trabajar o a expresarse? Cerca del final de la carrera, en Carlos Pellegrini, un grupo de autos directamente se abalanzó sobre los maratonistas. Y algunos conductores escupieron. Ese día nos enrostró las pequeñas dictaduras cotidianas en acción. Perseverantes, bien metidas en la vida doméstica. Ahí, al borde de quedar naturalizadas e invisibles, dispuestas a molestar todo el tiempo. Siempre llevando latente algo peor.

Muchos no se dan cuenta, todavía, en estos días en que se habla tanto de inseguridad, que no hay nada tan seguro como los espacios públicos llenos de gente. Gente en un maratón, en una plaza, en un piquete o en una concentración en Congreso por el asesinato de un chico a manos de una banda de delincuentes y policías. No estaría mal que los que fueron a la marcha por Axel Blumberg creyendo en la mano dura, se dieran cuenta de que nunca estuvieron tan a salvo como esa noche.

Yo, mientras tanto, me quedo con el recuerdo de aquel tipo de cincuenta y pico con melena a lo Sergio Denis, que me habló cuando me agarraba el costado con cara de padecimiento y bajaba la velocidad.

–Dale, falta poco. Pasos largos, pasos largos.

Pero lo mejor fue lo que dijo después, tendiéndome la mano:

–Yo se qué te duele –me consoló.

Me dolía todo, pero el tipo me hizo reír y flamear hasta la llegada.

 

* Publicada el 9 de abril de 2004.