Ver fútbol ya no es lo que era antes. Ni en la cancha ni por TV. Tengo cinco hijos varones. Con uno de los mayores, Emiliano, no podemos ir como visitantes a un partido hace diez años. En el Ascenso se prohibió la concurrencia en 2007. Con Thiago, uno de mis mellizos más chicos, perdimos la chance de sentarnos un domingo en casa a mirar la Superliga. El torneo de Primera División no tenía ese nombre. Pero ahora le pusieron un precio y dejó de ser gratuito porque lleva el prefijo Super y la palabra Liga, como se usa en Europa. Marketing puro.

El espectáculo en sí mismo no cambió casi nada. Es de baja o dudosa calidad. Un pelotazo sin ton ni son, un patadón, una sobredosis de especulación defensiva no se transforman en una jugada exquisita, un caño o una pared por más cámaras que se desplieguen alrededor del césped. Encima los árbitros se equivocan grosero. Aunque desnaturaliza más el juego su entorno tecnológico (apareció el VAR de la FIFA, pero con la ve corta). Tampoco cambió el concepto de que en la sociedad de consumo seguimos siendo los consumidores. Esa es una regla clave del mercado. Parecemos ciudadanos de pleno derecho solo si somos capaces de pasar la tarjeta de débito o crédito por el Posnet. Si la tenemos, claro. Porque si no quedamos afuera del sistema, como caídos del mapa.

¿Se puede vivir sin ir al fútbol o verlo en vivo por televisión? Por supuesto que sí. Aunque es más difícil en una sociedad como la nuestra, cruzada por una pelota redonda tan larga como la avenida Rivadavia. Decía Dickens, un gran crítico social del siglo XIX: “el hombre es un animal de costumbres”. En su condición de hincha fanatizado, bastante más. El fútbol es un consumo cultural que atraviesa a generaciones de argentinos. Funciona como una marca de identidad compartida y entre padres, hijos e hijas mucho más.

Nos sacaron –y les sacaron– a millones de argentinos la posibilidad de juntarse frente a un televisor y compartir un partido. El fútbol es un termómetro que mide el humor social. Una victoria o derrota del equipo propio se metaboliza, suele ser pasajera. Pero la ausencia del juego que las genera, la ausencia recurrente, de domingo a domingo, aplasta cualquier estado de ánimo y sobre todo, al de los más pobres.

No pueden pagar una entrada popular (en abril subieron un 25 % de 200 a 250 pesos). Tampoco el pack fútbol de Cablevisión o DirectTV (que debe sumarse a lo que vale el abono básico del cable). Ni un café con leche con medialunas o una gaseosa para justificar su presencia en un bar donde se pase el partido de turno.

La diferencia con ellos es que podría pagar los 300 pesos que cuesta el paquete de la Superliga. Pero no voy a hacerlo. Prefiero jugar con mis hijos a la pelota en los bosques de Palermo. Lo disfrutan más. Y esperaré bien tarde los compactos del programa Paso a Paso –un clásico de la TV– aunque me cueste dormir menos.