“A mí me secuestraron”, dijo Nilda Ema Eloy citada como testigo frente a la Cámara Federal de Apelaciones en La Plata, el 29 de septiembre de 1999; apenas un momento antes, cuando el juez que ejercía la presidencia del tribunal le había preguntado si tenía algún interés particular en el resultado de aquellas actuaciones, ella dijo: “sí, en el mío propio, como sobreviviente de los distintos campos de concentración”. En el itinerario asesino de su detención ilegal, conocido como parte del “circuito Camps”, aparecen La Cacha (con simulacro de fusilamiento previo), el Pozo de Quilmes (“donde compartí cautiverio con los chicos de La noche de los Lápices”), Arana (“escuchaba torturas, había mucha gente, muchos gritos”), El Vesubio (“creo que era ahí, era como una casa, un calabozo de mujeres” ), la Brigada de Investigaciones de Lanús con asiento en Avellaneda (“El infierno, teníamos que hacer turno para sentarnos”), la Comisaría 3ra de Valentín Alsina (ahí llegué a pesar 29 kilos”) y termina en el penal de Villa Devoto, donde la dejaron a disposición del Poder Ejecutivo. Cuando Nilda declara, reconstruye aquella noche del 1º de octubre de 1976 en la que dormía en la habitación que compartía con su hermana hasta que una explosión le abre la puerta al grupo de tareas (entre 25 y 30 personas al mando de Etchecolatz, quien dirigía el operativo desde el patio y al que Nilda reconoce tiempo después, cuando lo ve por televisión) que la secuestra de la casa de sus padres, la mete en un Dodge 1500 celeste y la lleva al lugar donde tuvo su primera sesión de tortura. La voz pausada de Nilda, integrante de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, truena invencible en la reconstrucción del terror y es voz viva cuando se la recuerda como esencial en la causa contra el genocida Miguel Etchecolatz en el juicio de otro septiembre, aquel septiembre de 2006 donde desaparecieron a Jorge Julio López. Nilda fue una de las primeras en denunciar su desaparición, “Yo sabía de la ansiedad que él tenía de verlo a Etchecolatz, él quería declarar de cara a Etchecolatz, gritarle en la cara”, y en presentar un habeas corpus. Una vez más la voz de Nilda es la que cuenta lo que ocurrió, lo que falta saber y lo que algunos no quieren oír, como cuando contó en uno de los juicios que los asesinos la usaban para producir “gritos femeninos”: “mientras me torturaban a mí les decían a otros detenidos que estaban interrogando a sus madres, a sus hijas, a sus esposas”. Luchadora incansable contra la impunidad; de sobrecogedora ternura; muy firme; valiente testigo en los juicios por crímenes de lesa humanidad; memoria, verdad y justicia para siempre… estas y otras frases parecidas compartieron adjetivos briosos en las oraciones de plegaria pagana que rodearon la cama en la que estaba internada. Y fueron esas mismas oraciones las que se publicaron en las redes horas después de su muerte. En el recorrido de ausencia, cuando el olor de hospital le ganaba a cualquier otro olor, alguien recordó que Nilda quería estudiar medicina cuando se la llevaron de su casa de La Plata. Mientras nace la evocación y la noticia del sepelio sobrevive apenas en el alud de otras noticias, la voz calma de sus declaraciones se vuelve alarido.