¿Está preocupado ante la falta de respuesta del Estado argentino?

–Es un caso en el cual uno tiene que ser cauto porque estamos viendo la situación de derechos de una persona pero en el fondo sabemos que es un caso que tiene una relevancia política en la complejas relaciones entre gobierno y oposición. Es un caso muy politizado en el debate. Sabiendo eso, tenemos que hacer abstracción y preocuparnos por el tema concreto del riesgo de la persona sin emitir un juicio de valor sobre su conducta. Ahora, creo que la dificultad que tiene el caso –y por eso está llegando a medidas provisionales ante la Corte– es que nos relacionamos oficialmente con el gobierno nacional de Argentina, con las autoridades de sus ministerios, de relaciones Exteriores, de Justicia, de Derechos Humanos. Y nuestra relación es muy fluida. El problema es que es el cumplimiento está en manos de autoridades judiciales provinciales. Uno comprende, tiene que comprender –y no sólo pasa en Argentina–, cuando un gobierno dice: ‘Oiga soy Poder Ejecutivo, pero no puedo ordenar a un juez provincial que haga tal cosa’. Eso genera un poco de impotencia. Y lo que ya hemos conversado: acá estamos hablando de una decisión de la CIDH que tiene que ser cumplida y de los derechos de una persona que tienen que ser protegidos, si esto pasa por demasiados vericuetos locales, provinciales o políticos, tenemos que ponernos más allá. Si nosotros no podemos hacer más en este asunto, pues que lo haga otro. En este caso, una entidad que también es parte del sistema interamericano, que tiene importancia y es la Corte. Y que, además, acababa de pronunciarse precisamente sobre un caso argentino, el caso Fontevecchia, respecto a una sentencia suya que no fue cumplida por las autoridades judiciales internas. Entonces, ¿qué mejor que la Corte? Lo nuestro fue decir de alguna manera: bueno, la relación con Argentina no puede estar monopolizada en un caso o dos. Milagro Sala y Maldonado son importantes, pero no podemos nosotros seguir en lo que es un debate político, judicial y mediático interno. Porque hay muchísimos otros campos de trabajo y muchos temas en Argentina.

–En Montevideo quedó planteada una pregunta que a mi criterio fue mal interpretada. A partir de esos dos casos, se le preguntó cómo veían el Estado de derecho argentino. La respuesta fue que Argentina no es una dictadura, como si sólo hubiese un binomio dictadura/democracia. 

–Nosotros tenemos que tener una visión institucional. Eso quiere decir que yo puedo tener mis propias opiniones en diversos asuntos, incluso en apreciaciones sobre situaciones políticas, pero el trabajo de la CIDH tiene lineamientos en el campo de los derechos humanos y cuando actuamos tenemos que ceñirnos a esas pautas. Y decisiones. Estamos hablando de decisiones adoptadas por el pleno de la Comisión, no por Francisco Eguiguren. Y yo mismo una vez adoptada la decisión, la asumo más allá de cuáles pueden ser mis matices personales. El asunto es que tenemos que tratar de mantener un equilibrio. Obviamente, desde el lado del gobierno (argentino) se considera que la Comisión tiene una especie de activismo motivado por el accionar, ahora muy dinámico, de las organizaciones de derechos humanos a quienes identifica fundamentalmente con el gobierno anterior. Y la Comisión lo que hace es atender los requerimientos en función de la propia importancia de los casos. Yo lo que dije es que a mí no me cabe la menor duda de que en Argentina hay un régimen democrático y no dictadura, porque el gobierno ha sido elegido por el pueblo.

–Eso está claro.

–Pero hay gente que piensa lo contrario. No podemos decir que un régimen democrático se pierde por los casos controversiales, podemos hablar de características políticas de un régimen y eso es un tema que deben debatir los argentinos, no la Comisión.