Con voz de abuela que cuenta un cuento Marta describe la escena: “y de pronto Azucena estaba frente de la mesa mía, creo que estaba parada y dice: (ahí la voz de Marta cambia, y como buena narradora empuña la voz de la otra en la suya, mientras levanta la mano para que los dedos señalen hacia adelante) y si a mí me pasa algo ustedes siguen, ¿me han entendido?, ¡ustedes siguen!”. El recuerdo de aquel día -el día que secuestraron a las madres en la iglesia Santa Cruz mientras ellas, en el departamento de Chela y Emilio Mignone, escribían y corregían contra reloj la primera solicitada que iban a publicar con los nombres de todos los familiares secuestradxs y desaparecidxs-, marca en la memoria las horas previas al secuestro de Azucena Villaflor y difunde la lucha constante que Las Madres no abandonan aunque llegue la muerte. Marta, presidenta de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora y también de FEDEFAM (Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos), nació en Bahía Blanca pero creció en La Plata, lugar de buenos recuerdos adolescentes: “vivíamos de fiesta en fiesta, siempre en reuniones que se hacían en casas y clubes”;  en octubre de 1946 se casó con José María Vásquez, diplomático de carrera, se mudaron más de diecisiete veces y tuvieron seis hijxs. María Marta, la única mujer, fue secuestrada el 14 de mayo de 1976 junto a su marido, César Lugones. Estaba embarazada. Marta vivía en México cuando se enteró: “suena a las cinco de la mañana el teléfono, yo atiendo preocupadísima y me dice uno de mis hijos: mamá se llevaron a María Marta y a César. Yo no sabía que quería decir eso, ¿qué significaba eso? , siempre pensé que iban a volver”. Durante el primer año de búsqueda entendió que una parte del mundo en el que vivía la había dejado sola: “yo era tímida y para mí fue como si se me bajara una cortina y esos cuarenta y tres años de diplomacia no existieran más. A la cancillería solo volví como Madre de Plaza de Mayo. No quería ni ver a las mujeres de los diplomáticos que se juntaban en las reuniones... algunas hasta dejaron de saludarme. Lo mismo con algunos parientes”. Cuando la mirada de los documentalistas salió a buscarla para contar en primer plano la búsqueda de verdad y justicia, ella se dejó mirar. 

Mantenía el dolor intacto, la memoria viva y una educada calma. Arpegio indispensable con el que volvía a contar sus primeros días en la plaza: “llegabas tres y veinticinco y no había nadie, tres y veintiséis y veintisiete, tampoco, a las tres y veintinueve aparecíamos de todos lados de la plaza, entrábamos y ahí sí nos tenían a todas bien fichadas (...) no pensaron nunca lo que éramos capaces de hacer, nosotras tampoco.” 

Marta llevó la lucha de la madres a través del mundo y en 1981 lideró, junto a organismos de derechos humanos, el proyecto para la aprobación de la Convención contra la Desaparición Forzada de Personas. “Yo suelo decir que ese delito es permanente de la misma manera que el dolor de un familiar, de una madre o padre, es un dolor permanente (…). “No puedo pensarlos con los años que tendrían hoy en día, los pienso como eran cuando se los llevaron, María Marta con veintitrés años y César con veintiséis. No puedo cambiar eso.” Las imágenes la muestran a través del tiempo (nunca parece haber perdido su pausa mundana, colección gestual de posibles horas de té) cerca de la foto de su hija y sosteniendo señales de batalla en cada rictus. Combinación indispensable en el tejido de su biografía. En julio de 2013 terminó de testificar diciendo: “tengo 87 años, sólo pido que recapaciten, despierten su conciencia, sean valientes y afronten lo que tienen que afrontar”. Su pedido es música, melodía perpetua que canta la calle para encontrarla y que la encuentra diciendo (mientras se acomoda con elegante paciencia su pañuelo blanco y comienza a anudarlo): “cuando te lo estás poniendo te sentís distinta, sabés quién sos”.