“El oído órgano del miedo, ha podido enriquecerse tan sólo en la noche y en la penumbra de cavernas y bosques oscuros. Tal como se vivió en la edad medrosa, la edad humana más prolongada que haya habido. En la claridad diurna el oído resulta menos necesario. De allí el carácter de la música: arte de la noche y la penumbra”. (F. Nietzsche)
Sigmund Freud no era amante de la música. Resulta extraño que aquel que hizo de la noche su campo de indagación no haya estado sensibilizado por esta producción cultural, quizá porque amaba demasiado el silencio. O, tal vez, su oído estaba ya ocupado por otros ruidos.
Podríamos suponer que no le dedicaba tiempo a la música, como no se lo dedicaba a la filosofía. Los temas universales sólo eran importantes para él cuando se encarnaban en las singularidades cotidianas. Gustav Mahler, vale como ejemplo, fue beneficiario de las deferencias Freudianas. Un largo paseo por la ciudad universitaria de Leiden, lugar en el que Freud estaba vacacionando, le sirvió al genial músico para que, de vuelta en su casa y aliviado de sus tormentos, anote en su diario personal: “Las sombras de la noche se disuelven; lo que siempre me atormentó con terror ha desaparecido por el poder de una palabra”.
Se puede decir, sin forzar mucho las cosas, que el psicoanálisis y la música comparten, al menos, dos características: son arte de la noche y la penumbra, y habitan en el mundo del oído, de lo ido, de lo que al ojo se sustrae.
¿Acaso no podríamos decir que el inconsciente está estructurado como una melodía, tan arrulladora que nos mantiene profundamente dormidos? ¿Se duermen los analistas, los duermen sus analizantes o duermen plácidamente los dos escuchando un lejano arrullo? ¿No es de ritmos, resonancias, pulsaciones, silencios, síncopas de lo que se trata? La palabra ruido parece ser la mejor forma de nombrar lo que la academia insiste en llamar significante.
Al revés que a los músicos, a los psicoanalistas nos gustan las disonancias, las desafinaciones y la armonía nos genera, siempre, una inquietante sospecha. En este sentido, todo analizante se convierte en compositor y ejecutante, destructor y transformador a la vez, de una obra a la que le falta su voz y tiene notas de sobra. Debe pasar, irreductiblemente, de sonámbulo a noctambulo. Tiene que empezar a habitar su noche para dejar de padecerla. Allí donde era el día, la noche debe advenir.
Extrañas criaturas las noctámbulas y noctámbulos. Seres vivientes atrapados en la sensibilidad de las palabras, incansables cultores del mundo del oído, de lo ido, de una sensibilidad casi olvidada. Navegando en las penumbras entre lo que se dice y lo que se escucha buscan palabras para encontrar oídos. Quienes aún gustan y degustan de la cercanía difusa de los cuerpos, los tonos, los silencios, las sutilezas del habla. Hace poco más de 200 años se inauguraba el mundo del ojo, la luz y la imagen. El imperio de la observación, la obligación de ver y la elevación de la vista al cenit de los sentidos fue la clave moderna. Este mundo iluminado, fascinado por las pantallas, los colores y la velocidad del flash insiste en sepultar un cuerpo que no se agota en los contornos del ojo. Nada quiere saber con las sombras noctámbulas del oído. Mundo de las cercanías corporales difusas, laberínticas, habladoras en franca oposición a las distancias del ojo, el tabú de contacto y el frío silente de los espejos.
A diferencia del arte y otras producciones culturales el psicoanálisis es, quizás, la que más se ha dedicado a estudiar, investigar y elucidar la noche de los seres humanos, sus noctámbulas derivas. A estudiarla sistemáticamente, planteando hipótesis y registrando resultados. ¿Es ciencia? No, pero casi, como le gusta decir a un buen amigo, o como lo ubica acertadamente Germán García en su libro Para otra cosa: “el psicoanálisis se situará entre el discurso romántico y el positivismo de la ciencia de entonces, al proponerse una transformación de la razón ilustrada que incluya las pasiones excluidas”.
En esta dirección debemos distinguir nuestra noche de la de los astrónomos, los físicos, para quienes es una parte del día que va del atardecer al alba y se rige por ciclos lunares. También de la noche maravillosa y misteriosa de nuestros amigos los poetas. Y, sobre todo, de la noche de los cultores de la salud, la moral y las buenas costumbres, noche maldita y peligrosa.
Sigmund Freud indagó la noche popular. Noche de la que hablamos nosotros y habló toda la humanidad desde que dice existir. La que no nos deja dormir, nos despierta. Que da ganas de interrumpir el paso para empezar a bailar. En la que cambiamos el habla por el canto y que se empeña, siempre, en confundir la sed con las ganas de tomar. Noche que al decir de Leguizamón y Castilla sale siempre cantando cuando asoma el alba. O, en la pluma de Cadícamo, parece un pozo de sombras. A la que nunca le falta el verso y la conversa porque está llena de hastío y de frío. Noche a la que Homero Manzi le pide que calle sus reproches, que lo deje partir, que no lo llame.
La noche que nos atrapa en el silencio de la evocación inútil y nos empuja a la conversación innecesaria. A andar verseando, chamuyando, hablando de lo que no importa a ninguna moral utilitaria. Noche que invita a la máscara y presenta rápidamente, como la mejor anfitriona, la verdad a las certezas. Nos conversa y convierte a todos en otros más falsos y, por lo mismo, en más verdaderos. Porque la noche es nuestro artificio es más verdadera que cierta. Por eso es, ante todo, antinatural, transformadora y profundamente artificial.
Quiero subrayar que la única teoría que se ha centrado seria y sistemáticamente a echar luz sobre nuestra noche es el psicoanálisis. Es cierto que la literatura ha hablado mucho y antes de la noche que el psicoanálisis, Sigmund Freud siempre reconoció a los poetas y escritores como los antecesores de la teoría psicoanalítica, como las y los que se han aproximado, asomado, a las penumbras de lo real.
Ahora bien, a diferencia de otros discursos, en el psicoanálisis siempre se trata de la noche del otro, de las noches en singular, elegidas, reservadas, esas que valen para cada uno que decide contarlas en una intimidad compartida. Noches tan oscuras como luminosas que se exponen al cuchillo de la lengua para ser descuartizadas. Noches para cortar y noches para coser lo que el día rechaza. Sigmund Freud abre un lugar para las noches del pueblo que aun quiere saber algo con los márgenes oscuros de su deambular despierto. Por eso el psicoanálisis ofrece un tiempo para teorizar la noche que importa a cada uno en su singular nocturnidad.
Quisiera llamar la atención en cómo Sigmund Freud inventó el método psicoanalítico. La historiografía oficial coincide en esto: Freud estaba escuchando a una paciente, Emmy Von N., a la que preguntaba curioso por esto y aquello. En un momento ella le dice: "¡Basta! no me interrumpa más, déjeme hablar…"
Sigmund Freud no responde como un médico clásico, sino que le dice -Bueno, disculpe, hable, continúe. (todos los historiadores dicen que aquí se inaugura el método de la libre asociación). Ella habla de lo que quiere y como quiere.
Ahora bien, la cosa puede plantearse de otra manera. Les cuento la versión off the record.
Hasta aquí la historia va bien. Ella habla de lo que quiere: que fue al almacén y los precios son una locura, que así no se puede vivir más; que cuando era niña le temía a la oscuridad, que su madre le dijo que nunca iba a hacer nada bueno en la vida; que sus amigas son unas envidiosas y que su novio nunca la tiene en cuenta…
Freud la escucha. Hasta que en un momento ella se detiene. Allí Freud le pregunta: -¿Por qué se detuvo? Ella le dice: -Porque ya le dije todo lo que quería. Freud responde: - No importa, ¿Por qué se detuvo, acaso se le ocurrió algo? Ella: -No…… bueno, es una pavada. Freud continua: -A mí me interesan mucho las pavadas, cuénteme. Ella: -Bueno, pasa que anoche tuve un sueño…
Aquí empieza el juego: El psicoanálisis se funda más en las pavadas que nos ocultamos que en las seriedades que andamos paseando por el mundo. Un psicoanálisis se inaugura cuando alguien deja de contar lo que hizo o no hizo durante el día y empieza a tener en cuenta lo que le pasa cuando le cae la noche.
¿Quién se atreverá a contar sus noches?
Pero aún ¿Qué es la noche?