Con lapidaria y sombría agudeza, Jorge Abelardo Ramos sentenció en una oportunidad que 1974 había sido el “año de la peste”. Metáfora lúgubre que describía la seguidilla de muertes que se habían sucedido por aquellos tiempos. Arturo Jauretche el 25 de mayo, Juan Domingo Perón el 1 de julio, Rodolfo Ortega Peña el 31 de julio y Juan José Hernández Arregui el 22 de setiembre. El señalamiento de Ramos no hacía solo alusión a la enorme pérdida que esas vidas significaban para el proyecto nacional y popular, sino más abrumadoramente al ocaso de un ciclo histórico que tendría como atroz punto final a la dictadura cívico-militar iniciada el 24 de marzo de 1976.

De aquellas célebres trayectorias surgen innumerables hermenéuticas, por nos detendremos aquí en una de ellas. El que luego sería fundador del FIP y Juan José Hernández Arregui se disputaban con algo de aspereza el rótulo de creador de lo que se denominó por aquel entonces “izquierda nacional”. Llamativa novedad teórico-política que empieza a tomar cuerpo hacia mediados de 1940 y termina de consolidarse luego del derrocamiento de Perón en 1955. Tanto uno como otro provenían de las filas del marxismo, solo que Ramos tamizado por sus simpatías por el trotskismo y Hernández Arregui a través de sus lecturas humanistas que le llegaban del socialista italiano Rodolfo Mondolfo.

Hernández Arregui.
 
 

 

Es oportuno recordar en este punto que el vínculo de las izquierdas históricas con el peronismo había sido traumático y pleno de gruesos desaciertos analíticos. Subsidiarias de la tradición liberal y atadas a los ecos tanto de la Guerra Civil Española como de la Segunda Guerra Mundial, el naciente movimiento fue visto como un episodio fugaz que solo merecía repudio y desprecio. Tanto socialistas como comunistas tendieron a catalogarlo como un tardío epígono latinoamericano del fascismo, imaginando que su efímero éxito podía explicarse como una pasajera confusión de las masas resultante de un aparato estatal autoritario que brindaba engañosas dádivas como el aguinaldo y las vacaciones.

Lógicamente, la situación no dejaba de tornarse perturbadora, pues ese abominable líder que adquiría protagonismo tenía como principal seguidora a aquella clase obrera que el marxismo supuestamente venía a representar como filosofía científica para la emancipación social. Ese precario cuadro analítico demoraría en desecharse, y solo luego de la Revolución Libertadora una revisión se revela impostergable. El peronismo pierde el control del estado, pasa de supuesto perseguidor a perseguido y se acaban la sidra y el pan dulce. Y sin embargo la fidelidad obrera hacia el tirano prófugo se mantiene incólumne.

El peronismo, y esto hay que tenerlo siempre bien presente, define su identidad en torno a las banderas del antiimperialismo (en la actualidad, en un mundo más interconectado parece preferirse otro término menos beligerante, “soberanismo”), por lo cual el conflicto interclasista debía ser subsumido al interior de un bloque de orientación nacionalista dispuesto a combatir todo tipo de dominación extranjera.

Pues bien, aquellas cegueras que caracterizaron a las izquierdas tradicionales no podían tan solo atribuirse a torpezas dirigenciales u obnubilamientos de coyuntura, sino que correspondía rastrear con más detenimiento en las propias alforjas categoriales del marxismo.

Esto quiere decir, como lo advertirán en parte los autores que venimos comentando, que es en la obra misma de Marx y Engels donde anida el problema, pues sus insuficiencias son las que habilitaban luego los destinos e incomprensiones que venían aconteciendo. Nos referimos justamente a los baches en torno a la llamada cuestión nacional, tema central para América Latina pero incómodo en principio para un marxismo que venía a incitar una revolución que para ser tal debía barrer cualquier tipo de frontera.

En algún sentido, las dificultadas para teorizar con precisión sobre el asunto era entendible, pues tanto Marx como Engels catalogaban a la nación como en epifenómeno jurídico y cultural del modo de producción capitalista; y este modo de producción, al menos a la largo de la mayor parte de sus escritos no era un estadio que sería duradero y arraigado, sino transitorio y destinado prontamente a desaparecer. Dicho de otra manera, si la nación era una emanación del capitalismo y este tambaleaba, su densidad teórica era entre leve e irrelevante. En todo caso, las referencias tácticas a este aspecto venían de la mano de las luchas de las nacionalidades europeas, y el valor de esas luchas quedaba subordinado a en cuanto aceleraban o retardaban la revolución socialista internacional.

El interés creciente de Marx por el caso irlandés (fundamental para entender el funcionamiento emblemático de un capitalismo como el inglés) y la estabilización relativa del sistema, hacen que con el transcurrir de los años la cuestión nacional sea observada con mayor detalle, siendo Lenin quien a principios del siglo XX aporte miradas más lúcidas.

En cualquier caso, Hernández Arregui (a quien aprovechamos a homenajear a 50 años de su muerte) enfrentaba un doble problema. Las izquierdas históricas habían sumado hasta allí solo desaciertos y la filosofía que profesaba no brindaba pertinentes rutas conceptuales para considerar más cordialmente al peronismo. Y con un agregado medular para estas líneas. En esos años, el nacionalismo había quedado contaminado por sus versiones nazis y fascistas, imputación que justamente utilizaban socialistas y comunistas para desacreditar a Perón.

Hernández Arregui escribió libros sustanciales y en varios de ellos señaló tres cuestiones de primordial relevancia. La primera es que entre el fascismo y el peronismo existían rotundas diferencias. Uno era un nacionalismo expansionista con ínfulas de dominio mundial y el otro todo lo contrario, un nacionalismo defensivo orientado a evitar la penetración imperialista (inglesa y norteamericana) en su propio territorio. Una ideología además racista y socialmente excluyente, frente a otra que predicaba la fraternidad étnica y al horizontalismo de clases.

La segunda, es que el peronismo en contraste con otras corrientes nacionalistas, involucraba una dimensión económica que suponía entre otras cosas el control estatal de los recursos básicos del país. Frente al nacionalismo llamado “cultural” (pensemos en Ricardo Rojas o Manuel Gálvez), que buscaba enhebrar una doctrina destinada solo a conjurar diversas formas de enajenación simbólica, o del nacionalismo “conservador” (el término es al que apela Lugones) que lo estructuraba como un pensamiento ordenancista, antidemocrático y anticomunista, el peronismo (y aquí el antecedente clave es el de Raúl Scalabrini Ortiz) sostiene que no hay verdadero nacionalismo que no incluya el antiimperialismo y la independencia económica.

Y la tercera, es que la afirmación nacionalista no implica una desconexión con ciertos rumbos venturosos que transitaba la humanidad en su conjunto, sino un episodio local de transformaciones que paulatinamente iban desplegándose en un mundo en marcha hacia el socialismo. Dicho de otra manera, no podía haber contradicción ni cortocircuito entre las venerables energías culturales e históricas de cada pueblo y su engarce con un conjunto de valores que implicaban un progreso ético y social para la humanidad en su conjunto.

Esas observaciones permitían a su vez distinguir al peronismo tanto de la socialdemocracia como del desarrollismo. Formas homogeneizadoras de la evolución social que recelaban tanto del conflicto de clases como de la centralidad de la batalla antiimperialista. La primera tendió a anatemizar al peronismo como “populismo” (anomalía cultural reacia a la modernización), y el segundo procuró convertirlo en mera versión de la Alianza para el Progreso, donde la distribución del ingreso queda subordinada al incremento de las fuerzas productivas sostenido en el ingreso de capital extranjero.

Interesan ahora estas menciones a propósito de una correcta caracterización ideológica de La Libertad Avanza. En primer lugar, es a todas luces un error ligarla con el fascismo, salvo que asociemos fascismo con el autoritarismo (como si no hubiesen en la historia liberalismos y comunismos con rasgos fuertemente autoritarios). El fascismo es una concepción estatista, corporativa, imperialista y antisemita. La Libertad Avanza es un movimiento antiestatista, individualista, y sin componente alguno de racismo o de expansionismo.

Es, sí, una combinación desagradable de globalismo económico (que quita toda regulación a la libre circulación del Capital) y oscurantismo moral (recubierto bajo un halo de crítica al “globalismo”). Serían poderes imperiales (la agenda 2030 de los organismos internacionales, el “abortismo” de George Soros) los que agreden a una identidad nacional mancillada.

Esto implica entonces una batalla económica contra el populismo keynesiano (que distribuye riqueza que no genera) y contra el marxismo cultural (que difunde valores perversos como la ideología de género, el ecologismo, el feminismo o el indigenismo). Es curioso por cierto, como algunos peronistas “antiprogres” parecen coincidir con esta paranoica mirada “soberanista” que esgrime el movimiento libertario.

El peronismo, como ya fue dicho, es la exacta contracara de esto que se da en llamar anarcocapitalisnmo. La doctrina creada por Perón es esencialmente nacionalista en lo económico (con intensidades y morfologías que varían obviamente en cada época), pero a su vez defiende derechos de alcance universal que aspiran a eliminar cualquier clase de explotación (el derecho al trabajo digno, el derecho a la igualdad entre varones y mujeres, el derecho a un medio ambiente saludable). Perón fue siempre un humanista moderno (y como lo enfatiza especialmente en sus últimos escritos) un promotor de lo que denominó “universalismo”. Lo que implicaba por supuesto un equilibrio geopolítico sin ningún resabio imperial y sociedades armónicas organizadas en torno a la justicia social.

El nacionalismo no es enclaustramiento ni singularidad absoluta. Lo nacional, lo continental y lo universal para Perón no son antitéticos sino complementarios, y en cualquier caso la reivindicación de la cultura nacional de un pueblo opera como aplicación sabiamente situada de avances que deben alcanzar una escala global.

 

La forzada colisión entre un peronismo que se presume ortodoxo y las acechanzas de una cuota de cosmopolitismo ético, solo genera falsas divisiones que le hacen la vida política más fácil al nocivo gobierno de Javier Milei.