Mar del Plata está más Mar del Plata que nunca estos días. El cielo oscila entre el plomizo de una tormenta en ciernes, al blanco radiante que obliga a posar la mano en la frente en forma de visera. Las jornadas son templadas de día, frías de noche y ante todo, hay películas para ver. Desplazarse entre patios de comidas de shoppings, el Teatro Auditórium con su despampanante techo de platos voladores y  el hermoso cine Ambassador –joya ya vintage ¡un cine real!– donde es posible ver una de yakuzas de Takeshi Beat Kitano, una versión remasterizada de Donnie Darko o la mismísima RoboCop. También hay actividades especiales, charlas, retrospectivas. Si bien más reducido que el año anterior en cantidad de películas –todo lo que es cultura pública se va achicando mes a mes, por si alguno no lo notó– todavía las opciones alcanzan para contentar a cinéfilos duros, o aficionados leves. 

 Pero antes del inicio del 32º Festival de Cine de Mar del Plata, antes de que todo ocurra como en casi todas las ediciones –los churros de Manolo, los paseos por el boulevard Peralta Ramos, las noches de cerveza tirada donde programadores, críticos, invitados y aficionados en general cambian figuritas de lo que ya vieron, lo que resta, a ver quién tira el dato más encriptado de la trivia– hubo un debate encarnizado. Un entuerto que antecedió incluso a la apertura. No fueron las nuevas medidas que anticipan posibles recortes al Incaa, que deberían preocupar y mucho a los que interesa que el cine nacional se siga produciendo. No se trató de eso, que apenas fue informado por un comunicado que algunos directores leían antes de la presentación de sus películas.  

La indignación cundió en las redes sociales e incluso algunos medios masivos cuando se dio a conocer la intervención que fue comisionada por el Festival al fotógrafo Marcos López. El carismático inventor del pop latino, cultor de imágenes de gran impacto que reutilizan con ironía estereotipos iconográficos locales, se tomó el atrevimiento de hacer eso que hace, precisamente ahí: colocó en la rambla de Mar del Plata, frente a la playa Bristol, en uno de los celebérrimos Lobos Marinos realizados por José Fioravanti en 1940, un gigante salvavidas de goma. Enmarcado por las hojas de laurel que simbolizan el Festival y sobre una base azul que emulaba una piletita o fragmento de mar, un salvavidas amarillo con cabeza de pato, recorría la gorda cintura del lobo. Hay que decir que el pato tiene un buen lejos: los metros favorecen el brillo, el contraste de los colores chillones con el entorno más bien grisáceo de la rambla, generan un efecto de hule fidedigno, uno cree estar viendo un juguete de playa tamaño baño. La intención es divertida, liviana, también ridícula, una intervención que actúa como un chascarrillo acerca del lobo, un gesto artístico disparatado y liberador, que alienta la esperanza de que su pétrea solemnidad de paso a algún chapoteo en el mar vecino. 

Pero la reprimenda no se hizo esperar. Más allá de los que calificaron la obra como mala o como no-obra (el clásico “esto no es arte”) que no vale la pena ponerse a  discutir, estaban los que la pensaban como una burla, ofendidos por la opinión que vertía sobre la ciudad toda, como si el pato estuviera tomando a Mar del Plata lisa y llanamente “para la chacota”. Detengámonos un momento aquí.

Marcos López pertenece a una generación de fotógrafos que además de ser los pilares de la fotografía argentina, padecieron una suerte de fiebre con La Feliz. Ataúlfo Pérez Aznar y su Mar del Plata ¿Infierno o Paraíso? serie blanco y negro sobre los personajes de la ciudad balnearia; a Alberto Goldenstein y su Mar del Plata 2001 que retrató la ciudad en invierno, en color, haciendo hincapié sobre todo en las tensiones edilicias entre los caserones de piedra hechos de la primera Mar del Plata y las desangeladas torres repletas de ventanitas, donde familias alquilaban por quincena su pequeña dosis de felicidad. Todas estos trabajos fueron resistidos en la ciudad que les dio origen, que como Mirtha Legrand, solo quiere mostrar su mejor perfil.  

¿Qué hubiera pasado si el pato en vez de ser este símil hule hubiera sido de otro material? Como el spot del Festival que se pasaba antes de cada película en el que una ojota de oro se transformaba luego el logo del certamen. Quizás si el pato hubiera sido de oro... Lo que es seguro, es que con la intervención, López realizó la apoteosis de su estilo. No solo porque es casi como si hubiera vuelto tridimensional una de sus imágenes, sino porque la rambla marplatense misma, como espacio privilegiado de la “foto turística”, con todas sus contradicciones, su histórica lucha de clases, su kitsch imposible de disimular, es el origen, el material del que se nutre su fotografía. 

Y lo que no se ve: tras el lobo intervenido con el colorido y melancólico pato amarillo –y por supuesto tras los comentaristas indignados por cómo “afea la ciudad”– hay dos metros de basura, marítima y humana. Lo de Marcos López en todo caso no es más que un aporte a la confusión general. Incluso en el período de mayor fotogenia de Mar del Plata, las contradicciones permanecen en el mismo cuadro.