–Pero la puta madre que lo parió –gritó Erika. Yo pensé que eran otra vez las cucarachas. Erika estaba en su cuarto, pero puteó en voz muy alta y la escuché claramente desde el mío. 

–¿Las cucarachas a esta hora? –le grité, espantada. Era de día todavía, serían las seis de la tarde. El día era nuestro, era el pacto mudo entre dos especies. De ellas era la noche, el silencio, la inmovilidad de los otros.   

–No. Hundimos un portaaviones inglés. Uno grande. Noventa bajas –ella escuchaba la radio siempre que estaba en su cuarto.  

–Y por qué puteás –le pregunté desde mi cama mientras seguía frotando mis botas negras con una gamuza.  

–Otra vez vamos ganando. Somos los mejores del mundo –dijo Erika. 

Jorge, un chico con el que Erika había salido un año antes, un pibe alto y hermoso que ella había querido brevemente, unos tres meses, pero que tenía, decía Erika, una “inteligencia superior”, había muerto dos semanas antes en el hundimiento del General Belgrano. En realidad todavía no sabíamos que estaba muerto. Sabíamos que iba en el crucero hundido y que algunos tripulantes habían sido tomados como rehenes. No se sabía la lista de rehenes y mucho menos la de los muertos. Es increíble el tiempo que nos pasamos sabiendo casi nada de casi todo.       

Era el 25 de mayo de l982. Estábamos en guerra contra Gran Bretaña. Hacía siete años que vivíamos en dictadura. Erika y yo cumplíamos 23 ese año. Habíamos sido compañeras del secundario, aunque en diferentes divisiones. Es decir, no éramos estrictamente amigas cuando a los 21 nos mudamos a Belgrano, dejando a nuestros respectivos padres boquiabiertos. Nos fuimos de Quilmes a Belgrano, sin conocer Belgrano, porque las dos conseguimos trabajo por ahí, y decidimos mudarnos juntas cuando esperando el tren, en la estación de Quilmes, nos contamos mutuamente esas grandes novedades que nos permitían independizarnos. 

Yo trabajaba en una revista, en el Expreso Imaginario, de la que era fan, porque apenas había visto el primer ejemplar la sentí como un hogar. Había mandado una carta de lectores y me habían llamado para hacer colaboraciones. Erika, que estudiaba Lingüística, daba clases de francés en un colegio secundario de ese barrio que para nosotros era tan ajeno que nos parecía otro país, y ojalá, porque hubiese tenido otro gobierno. Erika era profesora de uno de esos colegios para alumnos repetidores que no se ponían quisquillosos con los antecedentes que ella no tenía. Cuando nos habíamos mudado al primer departamento, el de Virrey Arredondo, compartíamos el dormitorio. Yo la escuchaba a Erika soñar todas las noches en francés. 

Ese primer trabajo de profesora la debe haber estresado mucho. Erika era muy reservada. Yo no sabía más francés que el que habíamos estudiando en el colegio con Madame Pecorá. Un día, porque una de mis compañeras mascaba chicle en clase, Madame Pecorá le dijo que parecía “una negra del Bajo Chicago”. No era un gran aprendizaje el que estábamos haciendo, pero el francés me atraía. Erika sabía mucho más que Madame Pecorá. Iba a la Alianza desde la primaria. Hablaba como haciendo gárgaras, que es a lo que hay que animarse con el francés. A mí no me salía. Practicábamos muertas de risa, pero no me salía. Por las noches, me gustaba cuando mi sueño liviano era interrumpido por las exclamaciones de Erika, que dormía no sólo en el mismo cuarto sino en la camita que salía de debajo de mi cama. Estaba muy cerca esa voz diciendo cosas confusas, a veces exclamaciones. La primera vez, como no nos conocíamos tanto, me pegué un buen susto. Pensé que me había ido a vivir con una mina medio loca y por unos instantes añoré mi cuarto propio de Quilmes. Después me relajé, porque empecé a entenderle algunas palabras. Pero no dejaba de ser incómodo compartir el cuarto, porque las dos teníamos novio.          

Pronto conseguimos otro departamento con un dormitorio para cada una. Quedaba en la calle Aguilar casi esquina con Ciudad de la Paz. Un departamento alquilado por un conocido, sin garantía. Era un primer piso por escalera muy lindo, mucho más grande que el otro. Pero tenía una contraindicación, un efecto colateral, quizá una reducción de daño: convivíamos con una legión armada de cucarachas grandes como pelotas de ping pon. 



Nada parecía hacerles efecto. No sólo no desaparecían, sino que un par de veces, después de profusas aplicaciones de insecticidas que olían a veneno puro, ellas avanzaban como en escuadrones, y subían desde las cañerías de la planta baja con una furia invasora imperial. A Erika y a mí nos agarraban ataques de nervios. Gritábamos y llorábamos mientras ella en una habitación y yo en la otra aplicábamos a destajo golpes de escobillón, martillos, escobas, secadores y zapatazos a esas asquerosas nubes negras que se movían compactas por el piso y que intentaban trepar a todas partes. 

¿Alguien de acá se ha despertado con una cucaracha caminándole por la cara? Ahí el temple se pone a prueba. Cuando me pasó a mí no tuve temple: intenté matarla pegándome a mí misma una cachetada. Esa noche, me quedé sentada en la cama, aturdida por el golpe que yo misma me había dado pero sobre todo por la terrorífica percepción de esas patas oscilantes en la mejilla, por el abrupto despertar, por la confirmación de que la pesadilla estaba en la vigilia. No lloré ni grité. Quedé inmóvil, en blanco, atenazada por el asco, un largo rato.       

Eran años raros, tristes, peligrosos, y eran los años de nuestra juventud. Todavía hoy me pregunto por qué con Erika no decidimos volver a mudarnos cuando comprobamos que nada las espantaba, y que vivir en ese departamento incluía la lucha cotidiana contra las cucarachas. Yo creo que fue por la época. Que fue porque era 1982. Porque aunque cuando empezó la dictadura Erika y yo éramos adolescentes y no teníamos ninguna militancia política, y aunque a pesar de que ni en los diarios ni en los noticieros se decía una palabra sobre los miles de secuestros y asesinatos de todos esos años, nosotras sabíamos, como todo el mundo, que había personas que de repente dejaban de ir a sus trabajos o a sus clases, que había madres y padres buscando paraderos, en fin, que a mucha gente se la tragaba la tierra. No sabíamos más. Sólo lo de Inconsciente Colectivo. Que la gente del barrio podía desaparecer, que la persona que amabas podía desaparecer, que vos también. Creo que aceptamos mansamente la no desaparición de las cucarachas porque nos parecía que había cierta lógica en convivir con el espanto de eso que sí aparecía. 

En abril, nos habíamos despertado con la noticia de la guerra. Justo dos días después de una primera gran marcha opositora. Erika había ido a esa marcha. No me avisó que iba, ella tenía esas cosas. Llegó al departamento golpeada, ahogada y con los ojos rojos porque en la refriega la había alcanzado la montada y no pudo escapar de los gases. A la noche nos habíamos quedado hasta tarde en la cocina azulejada de rojo, hablando y tomando caña Legui. Me contó muchas cosas pero no con quién había ido. Y a la mañana siguiente, la noticia de la guerra. Y muy rápido, las noticias de las adhesiones. Y un poco después, la plaza llena vivándolo a Galtieri. Erika odiaba la guerra. No era que no le importaran las Malvinas, decía. Pero desde el principio sospechó que todo lo que decían los noticieros era mentira, y que los chicos que estaban siendo enviados al sur no tenían chance. Odiaba todavía con mucho más fervor que yo a los militares, iba a reuniones de las que no me hablaba. Y un mes después, cuando también por la radio de su cuarto nos enteramos del hundimiento del Belgrano, abrió los ojos como cuando uno no ve absolutamente nada. Jorge la había llamado antes de embarcar, cuando lo convocaron, para despedirse. No se veían frecuentemente pero aunque el romance había sido corto, había quedado un vínculo entre ellos. Yo creo que Jorge iba a las mismas reuniones que iba Erika, a esas de las que no me hablaba.     

Ella se quedó un par de días así. Ausente. Ajada con un gris permanente. Casi no hablaba, casi no comía, casi ni recordaba a las cucarachas. Después tuvimos un ataque feroz de madrugada, y en aquella lucha a brazo partido con todo lo que teníamos a mano, Erika volvió en sí. Pero a partir de ese día empezó a hablarme todo el tiempo de Jorge.   

Repetía las anécdotas. Los bares donde se habían encontrado. Los comentarios de Jorge sobre los apuntes de Semiología. Los cócteles que habían preparado con vodka y mandarinas exprimidas con los dedos de los dos entrelazados. Hablaba como si hubieran compartido un largo tramo de sus vidas. Quiero decir: quizá Jorge le hubiera preparado alguna vez ese cóctel de vodka y mandarina, pero Erika, en sus letanías, hablaba de un pasado continuo que estaba transcurriendo en su mente. El duelo deforma el tiempo. Ella estaba capturada en esos tres meses del año anterior, y los revivía incesantemente, como haciendo un salvataje de su memoria de Jorge.     

Después también me empezó a contar los chistes. Cada chiste que él le había contado. Eso era algo raro, porque cuando Jorge le había contado esos chistes, aunque fueran malos, los dos se habían reído. Ahora, cuando Erika terminaba cada uno, se quedaba mustia y decía: “Dios, cómo nos reíamos”. Siempre, al final de cada chiste, decía: “Dios, cómo nos reíamos”. Era imposible que se hubiesen reído tanto. Eran esos chistes de salón, esos de primer acto, un pelo en una cama, segundo acto, un pelo en una cama, tercer acto un pelo en una cama. ¿Cómo se llama la obra? El vello durmiente. Yo me podía imaginar esos climas de pareja haciendo fiaca que se entretiene con pavadas, pero Jorge había muerto en el General Belgrano y Erika contaba los chistes con amargura, y era imposible reírse, era tristísimo escucharla, los remates quedaban flotando en el aire sin que ella ni yo forzáramos el menor esbozo de risa. Y ella decía, como rezando: “Dios, cómo nos reíamos”. Yo estaba acompañándola en su duelo mientras con un ojo le miraba los ojos vidriosos y con el otro vigilaba que no hubieran llegado las cucarachas.      

A lo largo de ese mes de mayo de l982, las cuatro o cinco veces que una de las dos se despertó gritando porque al abrir los ojos y encender la luz había encontrado el espectáculo terrible de las filas entrecruzadas de cucarachas invadiendo todo el departamento, esas cuatro o cinco veces que terminamos en crisis de nervios, llorando, pateando las paredes, revoleando zapatazos desde arriba de las camas, apretando furiosamente el pico de los aerosoles insecticidas que cada una tenía en su mesa de luz, algo de nosotras comenzó a salir. Una furia. Una necesidad de justicia. Un soplido infernal de desesperación por estar expuestas, en lo más íntimo de nuestro departamento, a esa invasión inexplicable. 

Ese 25 de mayo, cuando la Fuerza Aérea argentina bombardeó el portaaviones Coventry y Erika dijo desde su cuarto “La puta madre que los parió”, yo le pregunté por qué puteaba pero instantáneamente me sentí mal por habérselo preguntado. Era obvio. Erika odiaba más a los militares que a los ingleses. Por vergüenza, me quedé el resto de la tarde encerrada en mi cuarto, ordenando esas pilas de papeles que nunca dejaban de acumularse, y colgando en perchas la ropa que estaba esparcida por el piso y las sillas.

Fue cayendo la tarde, fui encendiendo las luces. Después de guardar la ropa me quedé sentada en el piso de mi cuarto, recubriendo con soga rústica una lámpara de pie muy sixtie y bastante arruinada que nos había cedido el dueño de casa. Era conveniente tener el departamento lo mejor iluminado posible, y hasta dormir con las luces prendidas, para engañar a las cucarachas. La idea de vivir en un falso día permanente me asaltó esa tarde, mientras pasaba cola por la cerámica carcomida del pie de la lámpara. Habré llegado hasta la mitad. Miré la hora. Eran más de las nueve. Era extraño. No había aparecido ni una. Y Erika tampoco. Hacía horas que no se escuchaba ningún ruido proveniente de su cuarto, ni el de la radio. 

Me paré con esfuerzo, porque me había acalambrado. Salí de mi cuarto y miré el living con detenimiento. Nada. La puerta del cuarto de Erika estaba entreabierta. Me acerqué despacio. La vi de espaldas, también ella sentada en el piso al lado de su cama, sobre la alfombra. Estaba como ovillada, con la espalda encorvada, y meciéndose muy despacio. Recién entonces escuché que salía no de su boca, sino de su garganta, una melodía muy suave, que parecía una canción de cuna. Di unos pocos pasos hasta ponerme al lado de su cuerpo. Me agaché. Vi que tenía las manos apretadas contra su pecho, como si estuviese rezando, pero no estaban juntas las manos. Estaban combadas, como si estuvieran sosteniendo algo. Erika no me miraba. No miraba nada. Solamente se mecía y arrullaba eso que tenía entre las manos. Se las abrí muy lentamente, sin que ella opusiera resistencia. Guardaba entre ellas una cucaracha viva, que me hizo saltar hacia atrás. Apenas le abrí las manos la cucaracha se escabulló hacia debajo de su cama. 

Sin tratar de entender, solamente volví a agacharme a su lado y le acaricié el pelo largo, sedoso, y ahí le vi la cara transfigurada, húmeda de lágrimas que ya se habían secado. “Dios, cómo nos reíamos”, me dijo.