“En estos últimos años que recuerdan el centenario de la Primera Guerra Mundial, la vasta mayoría de las conmemoraciones ha puesto especial énfasis en las experiencias de los varones, acaso porque convencionalmente se asume que lo que las mujeres vivieron durante el conflicto bélico fue periférico, de menor importancia o de menor autenticidad que lo que atravesaron los soldados…”, se indigna Pippa Oldfield, investigadora y curadora brit, al contemplar cierto sesgo sexista en el tsunami de exhibiciones, ensayos, debates, novelas, incluso cómics que se han multiplicado recientemente, abordando la convulsión armada que modificó para siempre el rumbo de la historia, además de dejar el horrífico saldo de millones y millones de muertos. Sin embargo, lejos de cruzarse de brazos, organizó Oldfield reivindicativa muestra: No Man’s Land: Women’s Photography and the First World War, en cartel hasta el 30 de diciembre en la Impressions Gallery, en Bradford, Inglaterra. Reivindicativa, por cierto, en tanto y cuanto ofrece perspectivas femeninas rara vez vistas sobre el susodicho enfrentamiento, con imágenes tomadas entonces por valientes que trabajaban como enfermeras, choferes de ambulancia o, por qué no, fotógrafas oficiales. En efecto, en tres de ellas se centra No Man’s Land, exhibiendo imágenes -muchas, inéditas- que ofician de valioso registro de época.  

Por caso, las tomadas por Olive Edis (1876-1955), acaso el nombre más célebre de la tríada, una exitosa emprendedora que dedicó su vida toda a la fotografía. Llegando a sumar significativas chapas, dicho sea de paso: haber sido una de las primeras personas en usar el autocromo de los hermanos Lumière en UK, patentar su propia creación (un visor especial), entre otras bondades. De férrea notoriedad por retratar a los más diversos personajes de las más diversas clases sociales (entre ellos, el rey George VI, el novelista Thomas Hardy, el dramaturgo Bernard Shaw, las históricas sufragistas Emmeline y Christabel Pankhurst, pescadores de North Norfolk…), de su técnica a menudo se rescata su predilección por la luz natural, su aprovechamiento de las sombras amén de crear elegantes composiciones, el modo en que lograba resultados serios (no así solemnes), y el haberse mantenido fiel a equipamientos de antaño, de placas de vidrio, en tiempos en los que ya proliferaban cámaras más ligeras, de rollo. De hecho, a pesar de que las Kodak pocket estaban en alza, decidió llevar su pesada cámara a Francia y Bélgica a fines de 1918, cuando el Imperial War Museum le encargó fotografiar la labor de las mujeres durante la Primer Guerra Mundial. Considerada una de las primeras fotógrafas en cubrir conflictos bélicos, eternizó Edis a damas que habían estado en la línea de fuego en calidad de enfermeras, médicas, ingenieras, telegrafistas…, revelando entonces las placas en improvisados cuartos oscuros (en unidades de rayos X de hospitales de campaña).  “Sus imágenes son una celebración a las contribuciones de las mujeres en la Gran Guerra”, subraya Oldfield sobre el hacer de quien capturase el sentido de autoridad y la evidente habilidad y eficiencia que irradiaban tantísimas señoras y señoritas –muchas inaugurando roles nóveles–; también cierta intimidad cándida. Por ejemplo, fotografiándolas mientras se emperifollan la cabellera en un sitio que oficiaba de peluquería para mujeres militares en Pont de l’Arche, ya en tiempos de armisticio. 

Menos conocida, aunque ciertamente extraordinaria, es la historia de la escocesa Mairi Chisholm (1896-1981): una muchacha aficionada a las motocicletas (¡llegó a competir en dos ruedas a comienzos de siglo!) que decidió poner su talento para manejar presentándose a los 18 pirulos como conductora de ambulancias en el frente occidental. No conforme con su labor, estableció con su amiga Elsie Knocker (también motoquera) un puesto de primeros auxilios en Pervyse, Bélgica, a pocos kilómetros de las trincheras, donde juntas se valieron de su propio dinero –y de las donaciones que conseguían por propia cuenta– para comprar medicamentos, vendas, ropajes que sirvieran a los soldados que asistían regularmente. Sin ayuda de la Cruz Roja, más de tres años resistieron las sensacionales muchachas, solo retirándose cuando un fulminante ataque de gas las obligó a abandonar su autoasignado puesto. Más tarde, ambas serían condecoradas tanto por Bélgica como por Gran Bretaña; y las fotografías domésticas de Chisholm, tomadas como momentos personales, hoy son recuperadas por su valor. “Son imágenes sorprendentes; algunas humorísticas y ligeras, otras brutalmente gráficas e inquietantes”, esgrime Oldfield sobre una obra que retrata la rutina de estas mujeres bajo fuego, que a veces involucraba cadáveres; otras, juegos de carta amén de evadirse, hacer lo mejor de imposible situación.  

Completa la incitante muestra, otra alma lanzada y rebelde: Florence Farmborough (1887-1978), inglesa de cómodo pasar que abandonó la casa paterna a los 21 en busca de viaje y aventura, y acabó como maestra de inglés en… Moscú. Allí estaba cuando explotó la guerra seis años más tarde, y encariñada con los rusos, decidió enlistarse como enfermera de la Cruz Roja en el frente oriental, tomando -cuando le era posible- fotografías que no le escapaban ni a la inclemencia ni al horror. Colaboró además con el periódico The Times y la BBC cual cronista, y mantuvo un diario que en los 70s sería publicado bajo el título Nurse at the Russian Front. “En tiempos en los que la prensa británica evitaba imágenes explícitas, FF no rehuyó a documentar el verdadero espanto de la guerra, capturando desde caballos muertos que caían exhaustos a un costado de la carretera, hasta cuerpos sin vida de cosacos que yacían inertes en los campos de batalla”, ofrece la curadora Pippa, destacando además que –cual entusiasta aficionada– logró Florence preservar su cámara y su trípode durante los años que duró en conflicto, “revelando sus placas de vidrio en cuanto sitio le fuera posible”. Lo que se dice, auténtica vocación…