Con Venecia es dificilísimo no ser redundante: ya en pleno siglo XXI, pocas palabras podrían hacerle justicia. Conjunción única entre paisaje irrepetible, cuna del arte renacentista, romanticismo y lujos, estas islas en el noreste italiano no resisten más adjetivos. Solo se puede decir que, si existe la posibilidad, ningún viajero debe perderse transitar una vez en la vida por el Gran Canal, pasar por el Puente de los Suspiros, y probar la dulce amargura de un Spritz –el trago clásico de la zona– mientras ve pasar a los gondolieri llevando parejas de todo el mundo.

Todo eso es tan obvio como necesario y recomendable para quienes lleguen a esta región del Véneto, uno de los destinos con más fama de todo Occidente. En una zona de turismo permanente –de hecho, la actividad turística es la principal fuente de ingresos– quienes arriben en las fechas de temporada alta (julio, agosto, Semana Santa, carnavales, festivales, otras fiestas religiosas) se encontrarán con una Venecia desbordante. En ese marco se abre una excusa para una de las visitas recomendables. En solo un rato se llega a la pequeña Murano, una Venecia desenchufada. Aunque siempre también visitada por cientos de turistas, guarda un perfil de menos vértigo, y una historia centenaria atada a la brillante cristalería. 

Oficina de Turismo de Venecia
Más pequeña que Venecia, Murano también ofrece una experiencia entre agua y canales.

DESDE SAN MARCO La Piazza San Marco es el corazón de Venecia. Está en la zona más baja de la ciudad, enmarcada por la sobrecogedora Basílica, el Palacio Ducal, la Torre del Reloj y el Campanil. Se abre allí el primer abanico de opciones: como se trata de una breve escapada de algunas horas, puede optarse por un tour hacia el triángulo de las islas más bellas de la laguna veneciana, Murano, Burano y Torcello. Esta opción permite un pantallazo por las tres islas, cada una con sus particularidades: Torcello es la más antigua de la laguna, y la bellísima Burano es un encanto de colores (una especie de “Caminito” acuático). Como elegimos conocer más a fondo una de ellas, esperamos el vaporetto en la parada de San Zaccaria, en San Marco. Desde ahí, subidos a la línea 7 en estos auténticos colectivos de agua –con “chancho” que sube a pedir tickets y todo– ponemos rumbo a Murano, en un viaje de apenas un par de kilómetros. 

Las vistas de la Venecia que se aleja y una Murano a la que accedemos por el sur ya hacen impagable la decisión. Por ese mismo sur nos recibe uno de los emblemas, el faro blanco que lentamente vamos dejando atrás. Una vez superado, la embarcación se va volcando hacia la margen derecha para dejarnos tocar tierra en la estación sobre la Fondamenta Antonio Masghio. Y apenas un pie en tierra firme basta para darnos cuenta del porqué de la tradición de esta isla. 

Vidrios y cristales, de increíbles colores y formatos, son la especialidad de los artesanos locales.

LA ISLA DE CRISTAL Solo unos pasos en la calle que bordea el canal por el que entramos y ya tenemos ante los ojos una sucesión de casas –antiguas y encantadoras, con sus pequeños toldos y sus paredes descoloridas– que exponen sus productos de vidrio. En lo que nos espera por delante vamos a entrar y salir por una infinidad de comercios, fábricas y tiendas relacionados con la cristalería, y hay que tener claro que no todo lo que vemos es de una calidad superlativa. Aunque estemos nada menos que en Murano, también los souvenirs baratos se mezclan con la calidad. Como sea, si fue hecho aquí, ya eso marca una diferencia. Por eso, que un recuerdo caiga en nuestro bolso es totalmente accesible sin que eso implique empeñar hasta el pasaporte.

El origen de esta tradición de cristal y vidrio en Murano data de alrededor del siglo X, aunque ya desde el siglo VII era un puerto importante y movido. Por entonces, como parte de las rutas comerciales llegaron hasta aquí los conocimientos, cuentan, desde Oriente. Incluso es interesante saber que por entonces y hasta el siglo XIII el alma vidriera estaba radicada en el centro de Venecia, pero el temor a los posible incendios que podrían causar los hornos hicieron que se tomara la decisión de trasladarlos a Murano. Hasta el año 1700 Venecia era epicentro mundial en la industria del vidrio –aún bajo el nombre de Serenísima República de Venecia, como fue hasta 1797– con eje en esta pequeñísima isla.

La tradición se entrelazó con el árbol de la nobleza, y ser fabricante de vidrio en Murano era casi un título nobiliario. En plena Edad Media tenían inmunidad judicial y entrelazaban sus ramas familiares con familias de la alta sociedad veneciana. De hecho, era un privilegio de familias vidrieras aparecer en el Libro d’ Oro, la nómina de la nobleza donde compartían honores a la par de la alta alcurnia. Como contracara, no se les permitía salir de la República. Eran la joya exclusiva. Igualmente, algunos se lanzaron fronteras afuera y fue así como se sembraron industrias del vidrio en Inglaterra y Holanda.

La variedad y estilos son asombrosos y nos resultan todos bellos aun sin ser entendidos en la materia. Los catálogos hablan de vidrio cristalino, vidrio esmaltado (Smalto), vidrio de leche (Lattimo), con hilos de oro (el Aventurine), multicolor (Millefiori),  Reticello, Bluino, y varios más. El tiempo puso además a varios de los antiquísimos talleres cristaleros en el podio de las más glamorosas marcas del mundo, como Salviati, Barovier & Toso, y Berengo Studio, que siguen usando cierto espíritu artesanal para la creación de joyas, platos y jarrones y lámparas. 

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Al acercarse por el sur aparece el faro blanco, que es uno de los emblemas de Murano.

TRES OPCIONES TRES En un paso breve por Murano, tres posibilidades son viables y complementarias. En primer lugar, una caminata entre callecitas y canales, con el reflejo del agua en los escaparates y un ritmo menos febril, invita a dedicarle un buen rato. Murano son siete islas, así que andando desde la estación a la que arribamos, rápidamente los canales se bifurcan bajo los pies, en un mapa de puentes desordenado y encantador. Al girar a la derecha, poco más adelante aparece el Puente San Donato, que nos deja frente a una de las imperdibles iglesias de Murano, la Chiesa dei Santi Maria e Donato. Verdadera belleza de paredes de ladrillo y columnas blancas enmarcada por una plaza, esta iglesia es la más importante de Murano. Otro templo más que recomendable –y también abierto al público– está en el otro sector de las islas. San Pedro Mártir data de alrededor del año 1500, y dentro guarda pinturas de Tintoretto, Veronese y Bellini. 

Después del andar entre puentes, volvemos al eje de la visita. El vidrio es el protagonista de las otras dos opciones. Para la primera, es ideal no dejar pasar la chance de entrar en varios comercios de cristal y vidrio, en muchos de los que ofrecen la posibilidad de ver el proceso de soplado. Estando acá, ¿cómo no? Todo está perfectamente organizado y, si los grupos son numerosos, un maestro de ceremonias va narrando el proceso mientras el maestro soplador hace lo suyo. Sus movimientos son casi una coreografía. Del horno a la mesa, de la mesa a las tijeras, de vuelta al horno y luego a soplar. Y volver a empezar, entre masajes a esa bola incandescente que luego será un jarrón de los más finos del mundo. No faltará en la demostración un caballo de cristal, una obra que rematan en tres minutos con movimientos que, simplemente, no se pueden creer.

La última opción nos lleva al centro vidriero de la Serenísima, y nos queda al volver nuevamente por el camino que tomamos al comienzo. De hecho, está pocas casas más allá de la Chiesa dei Santi María e Donato: es el emblemático Museo Vetrario. Está dentro de Palazzo Giustinian, lo que le suma un contexto sumamente bello, un caserón de color blanco y fachada plana que originalmente fue el hogar de sacerdotes de Torcello. Fue renovado últimamente, y aunque no es muy grande guarda cientos de objetos que permiten ver en poco tiempo la evolución de las técnicas, entre platos, abalorios, lámparas y copas en un recorrido cronológico. Desde los hallazgos arqueológicos hasta la Edad Media, no hay que perderse las enormes arañas de cristal –quintaesencia del arte de Murano–, la copa nupcial Barovier (de alrededor de 1475) y la tremenda mesa con vidrios del siglo XVIII.

Al caer la tarde, el vaporetto vuelve a zarpar. Souvenir de cristal en mano, nos espera de vuelta una Piazza San Marco pletórica, en una Venecia desbordante. De cara al viento, la isla desenchufada va quedando atrás.