“De última, ¿No son todas las obras pequeños espejos? ¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta ‘qué está pasando’ en ‘¿qué me está pasando’?”, dice María Gainza en el El nervio óptico. Y esa misma exhortación parece guiar todo este asunto: el paso de un libro de relatos a una escena teatral. Claro que el modo de esta mudanza no es el habitual. Porque el libro tampoco lo es. Editado en 2014 por Mansalva El nervio óptico fue celebrado por su delicada belleza y originalidad: mezcla de crítica de arte y relato autobiográfico, en cada capítulo la narradora avanzaba sobre un asunto personal que suavemente se entrelazaba con algún pintor de vida extraordinaria, algún cuadro que podría ser menor, pero despierta en ella evocaciones y palpitaciones exorbitantes. El libro es también, a la vez que una mirada personalísima de la historia del arte –casi la lógica bartheseana del punctum llevada a cada una de sus páginas– un mapa de los museos de la ciudad. El de Arte Decorativo, el Museo Histórico Nacional, el de Bellas Artes, aparecen descriptos por una habitué que por su propia condición se detenía largamente en obras no emblemáticas. El nervio óptico no apuntaba hacia aquellas pinturas que parecen gritar “¡soy una obra de arte!” sino las que, igualmente magníficas, esperan en algún recodo de los salones, quizás en la penumbra, con tranquilidad. 

Pero fue otra exquisita aficionada a los cruces entre literatura, artes visuales y teatro la que pergeñó este pasaje: Analía Couceyro. Recordemos que Analía hizo, entre muchos otros trabajos como actriz y directora, aquella excéntrica obra Barrocos retratos de una papa sobre la vida de la pintora Mildred Burton, además de Tanta mansedumbre la primera versión local que se recuerde de Clarice Lispector para el teatro; fue durante largo tiempo la protagonista de El rastro de la escritora mexicana Margo Glantz, más acá en el tiempo, participó del ciclo El borde de sí mismo con la pieza Voraz, donde recaló en el universo de la poeta y artista Liliana Maresca. Según cuentan, Analía fue la iniciadora de este proyecto y María decidió acompañarla en la aventura. Y ¿qué mejor escenario para esas divagaciones pictóricas que los salones donde esos cuadros pasan días y noches? Así fue que Couceyro propuso al Museo Nacional de Bellas Artes para sean los anfitriones de la obra. Y ellos aceptaron encantados. 

El nervio óptico, versión teatral, es la conversión de esos relatos en sucesivos monólogos. Una singular visita guiada por los interiores del MNBA dirigida por la propia Analía Couceyro encarnando una señora algo anticuada que dice no salir jamás de ese lugar. Ella nos lleva: del amplio hall al ala derecha iluminada con tenues foquitos donde nos encontramos con el arte argentino del siglo XIX, al corazón de la planta baja donde se avizoran pintores y mobiliario franceses, y conmovedores barrocos y manieristas, para después subir las marmóreas escaleras y recorrer recovecos del primer piso donde se aprecia un interesante recorte del arte del siglo XX. “No se distraigan mirando que igual pueden venir en cualquier momentito”, advierte la señora, para que los paseantes sigamos presurosos las indicaciones que ella nos indica. 

De las atiborradas 150 páginas del libro original, Couceyro y Gainza eligieron quedarse con solo siete historias. La condensación tuvo en cuenta, claro, las que contenían cuadros que estuvieran expuestos en el patrimonio del Museo Nacional y que pudieran por lo tanto “ser dichos” en los monólogos. El vertiginoso recorrido nos va dejando siempre frente a una mujer que vibra un poco más intensamente que los demás y que comienza con la tarea de imantarnos con sus palabras. ¿Quiénes son ellas? En la ficción, simples visitantes de las salas; en la realidad un conjunto soñado de primeras actrices de Buenos Aires: Luciana Mastromauro, Julieta Vallina, Anabella Bacigalupo, Laura López Moyano, Florencia Bergallo, Juliana Muras y la propia Couceyro. La voz cantante del libro se divide y multiplica en todas ellas, como la lluvia hace con la luz del sol. 

Estas mujeres van a monologar e incumbir de esa manera a Cándido López, Gustave Courbet, El Greco, Mark Rothko, Henri Julien Félix Rousseau, Tsuguharu Foujita y Augusto Schiavoni en sus historias de vida. Cada cuadro es presentado por una de ellas de modo tal que el espectador, como en un partido de tenis movidito va de la imagen pintada al cuerpo de la actriz y del cuerpo a la imagen pintada. Un duelo, un dúo, una canción cantada de a dos. A veces la figura es tan cautivante que al cuadro solo se vuelve con furtivos relojeos como para refrescar de qué estábamos hablando; otras, el cuadro funciona como el centro de un espiral y las palabras y entonaciones de la que habla se tornan las de un hipnotizador induciéndonos a un trance profundo.  

Volvemos entonces a la pregunta inicial acerca de si una buena obra de arte no transforma la pregunta por ella misma en una que reenvía hacia el sujeto que mira. O, en este caso, hacia el que dice. Como si dijéramos ¿Qué pasa por la cabeza de quien mira junto a nosotros un cuadro en un museo? Cada uno de los siete monólogos de El nervio óptico abre un imaginario que si bien tiene como punto de partida el relato en cuestión, se despliega hacia el incierto lugar que conducen la voz, el cuerpo y los gestos de su protagonista. Al recorrer el Museo hacemos como un zapping furioso, estamos mirando cada vez una película diferente. Hay que decir que el vestuario realizado por Lara Sol Gaudini clava anclas en esta dirección: el vínculo de la actriz con la obra no es solo temático, sino también visual. Bajo la meditada luz curatorial del Museo las siete chicas se convierten en nuevas partes de esa obra pictórica, fagocitadoras y fagocitadas, se vuelven color, textura y proporción. 

Y es ahí donde se alumbra un sentido que no estaba en el libro, ni en el cuadro, sino en esta nueva intersección. La potencia poética y antigua de la actuación de Luciana Mastromauro hace de la historia de Cándido López una tragedia aun más onda. La curiosa vida de Henri Julien Félix Rousseau se vuelve más alocada y triste en los ojos de Florencia Bergallo. Los oscuros episodios alrededor de un cuadro de Rothko se tornan más opresivos en boca de Laura López Moyano. La historia de un pintor religioso vinculado con El Greco se convierte en una sustancia filosa y helada relatada por Julieta Vallina. El mar encrespado de Courbet golpea más voluptuoso descripto por Anabella Bacigalupo. La historia del vanidoso Foujita y dos adolescentes atolondradas que lo admiran conmueve y da risa con las ondulaciones que le imprime Juliana Muras. Difícilmente volvamos a toparnos con una visita guiada de estas características. u

El nervio óptico se puede ver martes y miércoles, a las 20, en el Museo Nacional de Bellas Artes, Libertador 1473. Hasta el 21 de diciembre. Gratis.