Con probabilidad no haya alimento más imprescindible para el alma humana que la alegría. Sin nada que objetar a la satisfacción devenida de algún logro personal, en este caso me refiero a esa suerte de caricia que te hace cerrar los ojos y dar gracias a algo, alguien, la providencia, Dios, no sé qué. Esa visita en el umbral del corazón que por un instante te hace olvidar de vos mismo, como si solo te quedaras con la sonrisa de estar allí, vivo, celebrando lo que te llega como un don, sin por qué. Algo así creo que muchos experimentamos cuando leímos que Pablo Grillo se estaba recuperando. Que conforme pasaban los días abría los ojos, saludaba a su padre, que daba algunos pasos, y que está próximo a dejar terapia intensiva. Como que, sin desconocer el maravilloso trabajo de los médicos que lo atendieron, algo de lo milagroso se hizo presente para que ese pibe al que le dispararon en la cabeza vuelva a estar entre nosotros. Y cuando digo milagroso no me refiero a nada del orden de lo místico o divino, salvo que por milagroso y divino entendamos aquello que está fuera de cálculo, lo que adviene como regalo, como una gracia o bendición. Cerrar los ojos y dejarnos acariciar por la alegría. La gratitud. Eso que hoy, habida cuenta del desvarío generalizado (¡y arancelado!), necesitamos más que nunca.

Es cierto. Solemos inventarnos razones, motivos, para otorgarle un sentido a nuestras vidas. Y está muy bien. Necesitamos otorgarle significados a nuestro tránsito en este mundo. En este punto cada loco con su tema. Pero hoy estamos en pleno escenario del disparate. Porque la cuestión es si ese sentido que te inventaste para andar aquí y allá, luchar por algo y bla, está abierto a la novedad, a la diferencia, al otro o se transforma en dogmas llenos de certeza. Delirios. Porque eso es la locura: un disparo en la cabeza. De todas las maneras en que quieras leerlo o escucharlo. Después están los cuadros psicopatológicos, las etiquetas diagnósticas y todo el vademécum medicamentoso, pero la locura está en la fijeza de algunos postulados cuya sola razón de ser se asienta en la cobardía ante ese sin por qué propio de nuestra esencia humana. De allí mismo, sin embargo, de ese sin por qué, surge la colaboración, la mano tendida, las ganas de ayudarse, de marchar. Por considerarnos compañeros/as de una carencia esencial. De hecho, el par dominante dominado que impera en el mundo está al servicio de suturar ese agujero constitutivo. La larga y enorme saga de estupideces humanas, desde los brillos monárquicos hasta las pompas religiosas, pasando por el actual afán de riqueza y poder o los vanos enfrentamientos intestinos, se derrumban cuando un pibe al que estábamos llorando abre los ojos y saluda al Padre. Alegría. Eso. Lo que te reconcilia con el mero hecho de tener un cuerpo. De mirar un árbol. De saludar. Estrechar una mano. Dar un beso. Andar por ahí.

Me dieron un nombre, pero no sé bien quién soy ni por qué estoy, mucho menos cómo llegué aquí. Pero sé lo que me mueve. Lo que me otorga vitalidad. Lo que me cura. La posibilidad de amigarme con la gratuidad de la existencia. Como este aire que ahora respiro y al que en poco tiempo más, si no hacemos algo inteligente, le pondrán un precio, tal como ese mar al que algunos quieren privatizar. Pero lo cierto es que Pablo se despertó. Algo imposible de fijar en dinero se hizo presente. Lejos de mí despreciar la organización, desestimar la correlación de fuerzas o el cálculo en la gestación de un movimiento popular. Pero si un 17 de octubre existió es por la misma razón que Pablo abrió los ojos. Por algo que nos excede, algo a lo que no nos es dado manejar ni controlar. Alegría. Esa alegría. Quiero trabajar, organizar, colaborar, pero siempre abierto a eso. En Cada loco con su tema Serrat canta “prefiero un lunar de tu cara a la pinacoteca nacional” (y el “Nano” no es de los que desestima el arte, precisamente). Pero entendió que una entera pinacoteca existe para pintar, entre otras cosas, las distintas maneras en que la belleza (un lunar de tu rostro, por ejemplo) nos mira a nosotros.

Pablo es un fotógrafo. ¿Cómo nos miran los ojos de este Pablo que despierta? ¿Qué imagen nos pinta este pibe de nosotros mismos? A este fotógrafo le dispararon porque retrataba la represión, la violencia, la sinrazón. Años de instilación de odio. ¿Nos atrevemos a mirar? ¿Nos hacemos responsables? Porque si nos quedamos con los buenos y los malos, no llegamos a ningún lado. Sí, sí, ya sé. A cada cual lo que le toque. Los canallas y que la Justicia haga su trabajo, por supuesto. Pero ¿vamos a esperar que nuestro Poder Judicial le ponga un límite a este gobierno fascista? ¿O más bien se trata de que terminemos con las peleas y nos unamos para que la locura no nos vuelva a disparar la cabeza? ¿Qué no vemos para no ver que no vemos lo que vemos? Pablo abrió los ojos. Abramos los nuestros. Dejémonos acariciar por la Alegría.

 

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.