Estoy agotada. Largas horas parados sin sillas disponibles, interminable hilera, especialmente de madres aguardando noticias.

El pequeño vuelca confiado su sueño en mi hombro. Emana aire tibio a ritmo suave y sin apuros. Saliva dulce, sanadora de mis lágrimas. No dañarían a una abuela con un nieto en brazos, me dije. La niñez es un bien sagrado e intocable. ¡Qué poco sabía de la crueldad humana!

Su madre vivió el horror desde adentro. De allí la entrega, los ruegos, la despedida bendecida de lágrimas, el último beso a su hijo.

Ese día llovía con cierta ternura en la ciudad. Acomodaba libros bajo el recuerdo de las últimas vacaciones familiares en la casita de Tanti abrazados al calor de la salamandra. De pronto los vi entrar por la puerta principal de la librería con mi nieto en brazos, no haga preguntas, fue todo lo que dijeron. Mi cabeza no alcanzaba a entender lo que estaba ocurriendo. Qué hacía mi nieto junto a una mujer desconocida. Por qué un hombre también desconocido, cargaba un bolso con sus ropas y juguetes.

Lo abracé. El temblor de mi mano recorrió su espalda. Me miró. Lo único que pudo decir fue “mamá lloraba”. Sus ojos asombrados parecían asomarse a un mundo nuevo. A partir de ese momento empezó esta búsqueda irrefrenable.

A esta hora mis piernas son dos bolsas hinchadas y calientes. Cargo en mi cintura el peso de los dos y cinco horas de espera. Se despierta, me mira y sonríe. Solo alguien tan pequeño puede sonreír en un lugar como éste. Beso sus mejillas aduraznadas. Acepta la masita que le ofrezco. Su lengua busca rescatar la crema rosada con hilitos de coco que la rodea. Ahora juega con un minúsculo avioncito de plástico. Imagina que vuela ¡si pudiésemos volar juntos y hacer de cuenta que nunca sucedió nada de esto!

Pregunta por su mami “ya va a venir, está viajando en un avión igualito al tuyo pero más grande”, y se conforma.

Estamos sobre un pasillo largo de paredes gastadas y sin ventanas. Hace calor y el aliento de todos forma una atmósfera pesada agridulce imposible de respirar.

Semblantes amargos retirándose, silencios que no ameritan preguntas. Las palabras tienen la facultad de convertir en materia los presagios. Mejor callarlas.

Hasta hace poco construía ilusiones; abrazos y besos de reencuentro, preguntas inevitables, rabia. Finalmente la tranquilidad de ser nosotros nuevamente. En la espera visitaba su casa, reordenaba ropa, que estuviese todo en condiciones para cuando volviesen. Excepto por el desacomodo del pequeño en la cama de sus padres, el resto permanecía tal cual lo dejaron antes de partir a Tanti. “Nos vemos pronto”, dijeron. Nunca más volvimos a vernos.

De allí esta búsqueda incansable; viajo, golpeo puertas, reclamo, exijo, imploro.

Una voz potente me saca de los recuerdos, anuncia mi nombre a través del pasillo. El pequeño se despierta, llora, me piden que lo haga callar. Me registro en una planilla. No dejo al niño ni por instante. Lo aferro a mi pecho. Lo meto en él. Nuevamente se duerme.

Nos hacen pasar. El ambiente está helado. Coloco una campera sobre el cuerpo del pequeño. Puertas de acero inoxidable que se abren. Allí están ellos. Los observo con atención y horror: el lunar de mi hija cercano a su boca, su tez blanca, la frente amplia, rapada su cabeza bañada por mis lágrimas. Cejas y pestañas rojizas de mi yerno, nariz afilada, boca delgada. Ojos abiertos de los dos atravesados por el espanto. Tengo que firmar que los reconozco, que son los que estaba buscando.

El pequeño no despertó. Nunca duerme tantas horas. El sueño lo protege del horror. Viajamos desde Córdoba camino a Rosario. Nadie se animaba a trasladar dos féretros mas una mujer y un niño. Tenían miedo. Busqué y finalmente alguien piadoso dijo no tener nada que perder y nos llevó.

Así llegamos; el niño cansado y mimoso, sus padres dormidos para siempre y yo envuelta en un vacío profundo, con la sensación de estar viviendo una vida ajena a mí, que mi hija y su marido no fueron asesinados, que en cualquier momento iban a llegar y nos abrazaríamos y ella, con su cara iluminada diría “seré mamá otra vez”.

Los hijos son los que se encargan de vaciar la casa de sus padres. Los que los entierran. No al revés. Recuerdo la larga cola de padres y madres queriendo saber sus destinos. Debo consolarme con haberlos encontrado, colocarlos en una tumba, llevarle flores, poder decir “allí están”. El tormento de no saber, de buscarlos, de esperar el regreso terminó para mí.

Mi casa se amplió para cobijo de mi nieto. Todavía no se acostumbró a estar aquí. Se despierta de noche llorando, pidiendo por su madre.

“Abuelaaaa vení”. Mi nieto me reclama. Busca amor en el regazo de esta abuela mamá. Le abro mis brazos. Su cuerpo pequeño aferrado a una ropa materna se acomoda en el mío. Huele la tela, la amasa. Se apega. Me apego. Nos apegamos.